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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

La Guerra de los Dioses (5 page)

BOOK: La Guerra de los Dioses
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—Procede, subcomandante.

—Gracias, milord. Que mis palabras se hagan constar. Steel Brightblade es uno de los mejores soldados que he tenido el privilegio de mandar. Su valentía y su destreza son intachables. Su lealtad a la Visión es inquebrantable. Estos atributos han quedado demostrados en batalla repetidas veces y ahora no deberían ser puestos en duda. —Al decir esto, Trevalin dirigió una mirada funesta a la Señora de la Noche—. La muerte del caballero guerrero Brightblade no sólo sería una gran pérdida para todos nosotros, milord. Sería un perjuicio para la Visión.

—Gracias, subcomandante Trevalin —dijo Ariakan con voz fría y desapasionada—. Tomaremos en cuenta tus palabras. Puedes retirarte.

Trevalin saludó, inclinó la cabeza, y, antes de marcharse, susurró unas palabras de ánimo a Steel.

El caballero, que sostenía firmemente la espada de su padre con las dos manos, asintió en señal de agradecimiento, pero no dijo nada. Trevalin salió de la tienda, sacudiendo la cabeza. Ariakan hizo un ademán a Steel.

—Acércate con tu espada, caballero guerrero. —El joven hizo lo que le pedía y se aproximó a la mesa.

»
Saca la espada de la vaina —continuó Ariakan—, y ponía delante de mí.

Steel obedeció. Sacó el arma de la desgastada funda y la colocó, volviéndola a lo largo, delante de su señor. La espada ya no brillaba, sino que parecía gris y deslustrada, como eclipsada por la oscura presencia de Ariakan.

Steel retrocedió cinco pasos y se quedó erguido, inmóvil, con las manos a los costados y la mirada fija al frente. Ariakan se volvió hacia la hechicera gris.

—Expón tus cargos contra este caballero, Señora de la Noche.

En tono estridente, Lillith relató cómo Steel se había ofrecido voluntario para llevar los cadáveres de los Caballeros de Solamnia para entregárselos a su padre, con quien tenía una deuda de honor, admitió la hechicera. Ariakan miró fijamente a Steel y demostró su aprobación con una leve inclinación de cabeza. El mandatario conocía la historia del joven, sabía que debía su libertad y posiblemente la vida a Caramon Majere. La deuda estaba ahora saldada.

La Señora de la Noche siguió diciendo que Steel también se había hecho cargo del joven mago, Palin Majere, que había aceptado la palabra de honor del mago de que no escaparía, y que se había comprometido a ocupar el lugar del prisionero en su sentencia de muerte si éste escapaba.

—El caballero guerrero está de vuelta con nosotros, milord —concluyó su exposición la Señora de la Noche—, pero su prisionero no. Brightblade ha fracasado en su misión. Ha permitido que su prisionero escapara. —La mujer se acercó a la mesa y se inclinó sobre el mandatario como si estuviera a punto de descubrir alguna terrible conspiración. Bajó la voz, que sonó ronca, siseante:— Claro que, considerando el linaje de Brightblade, milord, lo que creo es que ayudó a escapar al prisionero.

—Explícate, Señora de la Noche —instó Ariakan con un timbre de impaciencia en la voz. Aunque reconocía y valoraba la importancia de los hechiceros, como le ocurría a la mayoría de los hombres de armas acababa por hartarse de su tendencia a hablar con ambigüedades—. Me desagradan las indirectas y las alusiones inconcretas. Si tienes una queja contra este caballero, exponía claramente, con palabras que podamos entender unos simples soldados como nosotros.

—Creí que lo había hecho así, milord —dijo la Señora de la Noche, que se irguió y miró a Steel con animosidad—. Este caballero lleva al cuello una alhaja elfa. De su cinturón pende una espada de nuestros enemigos. Os digo, milord, que este caballero no es completamente leal a nuestra gloriosa soberana ni a la Visión. Es un traidor a nuestra causa, como lo prueba el hecho de que su prisionero escapó. Me permito sugerir, milord, que se debe hacer pagar a Brightblade la pena que él mismo estuvo de acuerdo en aceptar. Debe ser ajusticiado.

La mirada de Ariakan volvió hacia Steel.

—Conozco a este hombre desde que era un chiquillo. Jamás me ha dado motivo para dudar de su lealtad. En cuanto a la espada y la joya, le fueron entregadas por su padre, un hombre a quien, aunque era nuestro enemigo, honramos por su coraje y valentía. Supe lo de esos regalos desde el primer momento —continuó el mandatario, frunciendo levemente el entrecejo—, y aprobé su uso, como también lo hizo la suma sacerdotisa de Takhisis. ¿Acaso cuestionas
nuestra
lealtad también, Señora de la Noche?

Lillith estaba conmocionada ante la idea de que Ariakan pudiera imaginar semejante cosa, abrumada por el temor de que se malinterpretaran sus palabras.

—Desde luego que no, milord. Vuestra decisión fue sin duda acertada...
en el momento en que la hicisteis. -
-Puso énfasis en la frase, pronunciándola muy despacio—. Pero os recuerdo, milord, que los tiempos cambian, al igual que los corazones de los hombres. Queda el asunto del prisionero. ¿Dónde está Palin Majere? —Extendió los brazos en un gesto interrogante—. Si se lo trae ante mí, ya sea vivo o muerto, entonces retiraré todas las acusaciones y pediré perdón al caballero.

Sonrió, cruzó los brazos sobre el pecho, y dirigió a Steel una mirada envenenada, triunfal.

—¿Qué respondes a eso, caballero guerrero? —le preguntó Ariakan—. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—Nada, milord —respondió Steel.

Se alzó un apagado rumor entre los caballeros que habían acudido a presenciar este juicio, y ahora eran muchos más que al empezar, ya que la voz se había corrido rápidamente por el campamento.

—¿Nada, caballero guerrero? —Ariakan estaba asombrado y preocupado. Miró de soslayo a la Señora de la Noche y sacudió levemente la cabeza. El gesto le dijo a Steel con más claridad que las palabras que tenía a Ariakan de su parte—. Oigamos tu versión de los hechos.

Steel podría haberles contado su historia, podría haberse ganado su admiración relatando cómo se había abierto camino a través del terrible Robledal de Shoikan, una gesta que muy pocos en Krynn se atreverían a intentar, y aún menos los que lo habían hecho y seguían vivos para poder contarlo. Podría haberse disculpado diciendo que, indudablemente, Palin Majere había escapado gracias a la ayuda de su tío Raistlin Majere, el poderoso archimago. Una vez que los hechos se conocieran, Steel estaba seguro de que Ariakan emitiría el fallo a su favor.

Pero el caballero se limitó a decir:

—No tengo excusa, milord. Acepté esta misión, y he fracasado. Empeñé mi palabra de honor. Perdí al prisionero que estaba bajo mi vigilancia. Acepto vuestra sentencia, milord.

—Será sentencia de muerte —dijo Ariakan, que frunció más el entrecejo.

—Lo sé, milord —respondió el joven con serenidad.

—Entonces, de acuerdo. No me dejas otra opción, caballero guerrero.

Ariakan puso la mano sobre la empuñadura de la espada. Una expresión de dolor contrajo sus facciones; la espada era un objeto dedicado a Paladine y así castigaba el dios a quienes seguían el camino de la oscuridad. Ariakan no soltó el arma. Despacio, apretando los dientes, dirigió la punta de la hoja hacia Steel. Sólo entonces la soltó el mandatario.

—Steel Brightblade, se te sentencia a morir con esta misma espada que has deshonrado. La sentencia de muerte se ejecutará...

«Se ejecutará ahora», pensó Steel, que había presenciado juicios semejantes con anterioridad. La disciplina debía imponerse rápidamente, debía mantenerse. Intentó prepararse para el encuentro con su soberana. ¿Que le diría? ¿Qué podía decir a quien veía lo que había en su corazón, a quien sabía la verdad?

Su cuerpo se mantenía firme, pero su alma se estremecía, y al principio no oyó las palabras de Ariakan. El murmullo de aprobación de los caballeros presentes, junto con alguna que otra aclamación, hicieron que Steel volviera al mundo de los vivos.

—¿Qué..., qué habéis dicho, milord? —tartamudeó, incrédulo.

—He dicho que la sentencia se ejecutará dentro de un mes —repitió lord Ariakan.

—¡Milord! —La Señora de la Noche protestó con presteza—. ¿Es esto prudente? ¡Ha admitido su traición! ¡Puede hacer mucho daño estando entre nosotros!

—Este caballero ha admitido que perdió a su prisionero —replicó Ariakan—. Se ha sometido voluntariamente al justo castigo. Te recuerdo, Señora de la Noche, que su comandante, invocando la Visión, pidió que se perdonara a este caballero para que combatiera en la inminente batalla. Yo también he consultado la Visión, y de ahí el fallo que he decretado y que mantengo.

La voz de Ariakan era fría y suave, pero todos los presentes percibieron su cólera. La Señora de la Noche agachó la cabeza y se retiró, pero no antes de lanzar a Steel Brightblade una mirada que, si las miradas mataran, ésta habría llevado a cabo la sentencia en ese mismo instante.

Aturdido, sin acabar de creer que seguía vivo, Steel permaneció inmóvil. Ariakan tuvo que hacer dos veces un ademán antes de que el caballero se percatara y se aproximara para recuperar su arma.

Lord Ariakan señaló la espada, con cuidado de no tocarla. Tenía la palma de la mano derecha con ampollas e inflamada, como si hubiese agarrado un hierro al rojo vivo.

—Recoge tu arma, caballero guerrero. Tienes la oportunidad de restaurar tu honor en esta batalla, para que así tu alma pueda presentarse ante nuestra reina con orgullo, y no arrastrándose ante ella.

—Os lo agradezco, milord. —La voz de Steel estaba ronca por la emoción. Cogió la espada reverentemente, y la metió en la vaina.

—Sin embargo, debo pedirte que te quites las espuelas —dijo Ariakan—. Se te despoja de rango y título. Te pongo al mando de una compañía de infantería. Tendrás el honor de dirigir la carga contra la puerta principal.

Steel levantó la cabeza y sonrió. Dirigir la carga, combatir a pie, el primero en entrar en la torre, el primero en enfrentarse a la resistencia más recia de las defensas del enemigo. Sería uno de los primeros en morir. Ariakan le estaba haciendo un gran favor.

—Entiendo, milord. Gracias. No os defraudaré.

—Regresa a tu garra de momento, Brightblade. Ocuparás tu nuevo puesto por la mañana. Puedes marcharte, a menos que tengas algo más que decirme.

Una vez más, Ariakan le estaba ofreciendo una oportunidad.

En ese momento, Steel deseó desahogarse; pero sabía que, si lo hacía, el orgullo y el afecto que su señor sentía por él se convertirían en cólera y amarga decepción.

—No, milord. No tengo nada más que decir, salvo daros de nuevo las gracias.

Ariakan se encogió de hombros. Se puso de pie y caminó hacia la Caja de Batalla. Sus oficiales se apresuraron a reunirse con él, se inclinaron sobre el cajón, y empezaron a mover unidades aquí y allí, discutiendo de nuevo estrategia y tácticas. Un clérigo oscuro llegó presuroso para ejecutar un hechizo de curación para la mano herida del mandatario.

Steel quedó olvidado, y el joven salió por la parte posterior de la tienda para eludir a la muchedumbre. Dejó el ruido y la luz detrás, y se encaminó hacia el perímetro exterior del campamento buscando un lugar en el que estar a solas.

Mañana moriría; moriría con honor, evitando que su señor y sus compañeros conocieran el tumulto en el que se debatía su alma; evitando que supieran la verdad: que había vacilado en el umbral del laboratorio, que titubeó porque había sentido miedo.

3

El plan de batalla de Ariakan.

La batalla particular de Steel

Faltaban horas para el amanecer, pero el ejército de lord Ariakan estaba ya en marcha; avanzaba, serpenteante, desde las llanuras hasta las colinas Virkhus, dirigiéndose al paso Westgate y a su objetivo: la Torre del Sumo Sacerdote.

La calzada estaba despejada; los Caballeros de Solamnia no podían permitirse el lujo de desperdiciar tropas en su defensa. El ejército de Ariakan se movía rápidamente, el camino iluminado por el fuego de antorchas y el fuego de la magia. Steel, caminando a la vanguardia, se volvió a mirar atrás y se maravilló. La fila de hombres, equipo y máquinas se extendía desde las colinas hasta las llanuras. Amontonado en la calzada, moviéndose con la impecable precisión fruto de un buen adiestramiento, el ejército parecía una llameante serpiente en la oscuridad; una serpiente gigantesca que muy pronto se enroscaría en torno a su víctima y la estrujaría hasta aniquilarla. El número de hombres era incalculable. En la historia del mundo no se había reunido en Ansalon una fuerza de tales proporciones.

Los defensores de la Torre del Sumo Sacerdote podrían ver ya con claridad el ejército. Estarían contemplando aquella terrible serpiente en su inexorable avance. Steel podía imaginar su estupefacción, su consternación. Cualquier esperanza que los Caballeros de Solamnia pudieran haber albergado de mantener la posición de la torre sin duda habría desaparecido a estas alturas.

Mientras se ajustaba el cinturón de la espada, Steel recordó las historias que había oído acerca de la valerosa actitud de su padre, solo en las almenas de la misma torre que su hijo estaba a punto de atacar. Sturm Brightblade también había sabido que iba a morir. Igualmente, había sabido ver más allá, vislumbrando la brillante victoria que lo aguardaba.

Steel se sentía ahora más cerca de su padre que de su madre guerrera. Sturm comprendía la decisión tomada por su hijo, la decisión de preferir la muerte a la deshonra. Su madre, Kitiara, no lo entendía.

A lo largo de toda la noche, Steel había sentido el calor de la batalla que sostenían, una guerra que había conocido toda su vida. Podía oír la voz de su padre hablándole de honor, de sacrificio, y la voz de su madre instándolo a mentir, a disimular o buscar un medio para salir del apuro. La lucha había sido larga y extenuante; al parecer había continuado incluso mientras dormía, ya que soñó con armaduras plateadas y azules, con el estruendo de armas al chocar entre sí.

Los sueños acabaron con el toque de trompetas llamando a las armas. Steel se despertó sintiéndose descansado, animoso, sin el menor asomo de temor. Él y sus hombres —una fuerza de espadachines y arqueros bárbaros que estaban tan excitados como su jefe— marchaban a buen ritmo; tanto era así que, de vez en cuando, tenían que frenar un poco el paso para no atropellar a la garra que los precedía.

Steel moriría hoy, lo sabía a ciencia cierta. Moriría gloriosamente, y esta noche su alma estaría ante su soberana, su lealtad probada más allá de toda duda, y el tumulto interno habría terminado para siempre.

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