La Guerra de los Dioses (32 page)

Read La Guerra de los Dioses Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

BOOK: La Guerra de los Dioses
2.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si quisiera hacernos daño, Lillith, estoy seguro de que lo habría intentado ya. Le he concedido la oportunidad de ofrecer sus excusas a Brightblade, a quien ha perjudicado. A mí, por lo menos, me gustaría oír su explicación.

Palin se lo agradeció con un cabeceo, y se dirigió hacia donde estaba Steel.

—Primo, actuaste noblemente, con honor, al llevar los cuerpos de mis dos hermanos para que fueran enterrados en su tierra. Me escoltaste a salvo hasta la Torre de la Alta Hechicería para que intentara cumplir las exigencias para mi rescate que me impusieron estos hechiceros grises. Creo que los dos sabíamos, en el fondo de nuestros corazones, que la misión era un ardid, y que nos la habían encomendado con algún propósito oculto.

La Señora de la Noche ardía en cólera, pero no podía hacer nada en ese momento para impedir que Palin hablara. Ariakan había dado su consentimiento, y no osaría desobedecerlo.

—Cada uno de nosotros fue a la Torre de la Alta Hechicería buscando su propio objetivo —continuó el mago—. Steel Brightblade fue siempre fiel a su reina y a sus designios. Puede que yo no fuera tan honrado con el mío. Sea como sea, entré en el laboratorio de mi tío, seguro de que Steel Brightblade me acompañaría. Pero la puerta se cerró de golpe, y me fue imposible volver a abrirla. Puesto que no podía hacer otra cosa, busqué en el laboratorio y encontré el Portal. Entré y...

—¡Miente! —interrumpió la Señora de la Noche con voz estridente—. ¡Ningún mago de rango bajo podría entrar por el gran Portal al Abismo! Está escrito que sólo un hechicero Túnica Negra, acompañado por un clérigo de Paladine... —Lillith calló bruscamente y dio un respingo al darse cuenta de lo que estaba diciendo.

—Pero creía que habías enviado a este joven a abrir el Portal —dijo Ariakan, arqueando las cejas—. Tal vez encontró la llave. Continúa, Palin Majere. Tu historia casi me hace olvidar el calor.

—Entré por el Portal —repitió el joven—, y no necesité ninguna llave. Nada me impidió que lo cruzara. El Portal estaba abierto. La Reina de la Oscuridad lo ha abandonado.

—¡Mentiras! —masculló Lillith, pero no lo dijo en voz alta, sólo lo bastante para que la oyeran los que estaban cerca de ella.

Ariakan se puso ceñudo al oír esta parte del relato. Los caballeros que estaban en el patio intercambiaron miradas interrogantes.

Palin tragó saliva, empezó a hablar, tosió, y pidió débilmente:

—Milord, ¿podría beber un poco de agua?

Ariakan hizo un gesto con la mano, y un escudero trajo un cacillo lleno de agua, que Palin bebió con gratitud. Steel Brightblade permanecía inmóvil. Había rechazado la ayuda de los dos caballeros con una sacudida de los hombros, y sus oscuros ojos permanecían fijos en el rostro de Palin.

—Gracias, milord —dijo el mago—. Dentro del Abismo me reuní con mi tío. No estaba siendo torturado, como cuenta la leyenda. Me llevó a mí y a mi compañero, el kender Tasslehoff Burrfoot, a presenciar el evento más extraordinario: una asamblea de los dioses.

Los murmullos de los caballeros subieron de tono. Muchas cabezas se sacudían, y hubo también muchas exclamaciones de incredulidad, incluso alguna que otra risa despectiva. Los comandantes ordenaron guardar silencio a sus hombres.

Ariakan miraba ahora a Palin con desconfianza, y musitó a un ayudante que tenía a su lado:

—¿Está permitido ejecutar a los dementes?

Palin lo oyó, y levantó la barbilla en un gesto orgulloso.

—Os juro, milord, por Solinari y por Paladine, por Mishakal y por todos los dioses del panteón blanco, que lo que digo es verdad. Sé que parece inverosímil —continuó, con creciente pasión—, pero lo que oí en el Abismo resulta aún más increíble.

»
El mundo, nuestro mundo, corre un grave peligro. No hace mucho, los irdas capturaron la Gema Gris y, en un intento de utilizar su magia para impedir que invadieseis sus tierras, milord, rompieron la gema. El Padre de los Dioses, Caos, había estado atrapado en ella, y, cuando los irdas la rompieron, lo liberaron a él.

»
El padre ha acusado a sus hijos de traicionarlo, y ha jurado destruir su creación. Los dioses se han aliado para combatir contra él, y esperan y confían que los mortales se unan a ellos. En caso contrario, nuestro mundo está condenado. Todos nosotros, hasta el último ser viviente de este mundo, y, finalmente, el propio mundo en sí, perecerán.

El calor subía a oleadas de las losas del patio. Las moscas zumbaban incesantemente en torno a la sangre reseca del tajo de mármol negro. La Señora de la Noche puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza, sonriendo con sorna para asegurarse de que todos vieran lo que pensaba de la historia de Palin.

El ceño de Ariakan se hizo más pronunciado.

—Supongo que no tendrás ninguna prueba de lo que dices, Palin Majere. Debes admitir que esta historia que nos has contado es prodigiosa, inaudita.

—No tengo pruebas fehacientes, milord —respondió Palin sosegadamente. En ningún momento había esperado que lo creyeran, salvo, quizás, una persona, y ésa era la única que le importaba. Su mirada se encontró con la de Steel—. Pero oí a Paladine hacer un pacto con vuestra soberana. Los caballeros negros tendrían control sobre todo Ansalon a fin de que pudieran unificar a todos los guerreros de las distintas naciones, hacer que se unieran para enfrentarse a los ejércitos de Caos. Y, así, la torre cayó en vuestras manos, la primera vez que caía en poder de los ejércitos de la oscuridad.

—Me gustaría pensar que la abrumadora superioridad de armas y hombres tuvo algo que ver en nuestra victoria —dijo Ariakan secamente.

—¿Puedo decir algo, milord? —preguntó Steel, volviéndose hacia Ariakan.

—Desde luego, Brightblade. Me sorprende que no lo hayas hecho hasta ahora.

—Milord, yo creo a Palin Majere. No estoy seguro de por qué —Steel se encogió de hombros—, salvo que he viajado con él y sé que es un hombre de honor. Hacer esto, venir aquí para salvarme la vida con peligro de la suya, lo demuestra. Os pido que recordéis un suceso extraño ocurrido durante la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote: la retirada de los dragones dorados. Pensamos que sólo se habían retirado para reagruparse. Sin embargo, no han vuelto a aparecer. ¿Qué otra explicación habría, excepto que Paladine les ordenara que se marcharan?

Ariakan consideró esta posibilidad. Era un hombre de fe. Había tenido roce con los dioses. Su madre, según creencia de muchos, era Zeboim, diosa del mar. Y, muchos años antes, el propio Ariakan había tenido el honor de ser recibido en audiencia por Takhisis, quien le había dado su bendición para la fundación de la orden de caballería dedicada a ella.

—Id a buscar a la suma sacerdotisa —ordenó—. Pronto descubriremos la verdad de todo esto.

Partió un mensajero, y los caballeros continuaron en el patio, sudorosos e incómodos, bajo el sol infernal.

Un grito agudo, penetrante, hendió el silencio. Era un grito de horror, de angustia, que ponía los pelos de punta y la carne de gallina.

—¿Y ahora qué pasa? —demandó Ariakan.

Estalló un alboroto entre un grupo de caballeros que se encontraba cerca de la entrada. Todos se apartaron presurosos para despejar el camino.

El mensajero reapareció con el semblante blanco como la tiza.

—¡Mi señor! ¡La gran sacerdotisa está muerta!

Se hizo un silencio estupefacto entre los caballeros. Después de lo que habían oído contar a Palin, esta súbita muerte de su sacerdotisa de mayor rango parecía el peor augurio posible.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Ariakan, estremecido.

—He traído a la mujer que estaba con ella en ese momento, milord. —El mensajero señaló a una sacerdotisa de Takhisis, que se adelantó. La joven estaba lívida, con el cabello despeinado y las ropas desgarradas en su arrebato de dolor.

—Su santidad estaba muy agitada, milord —empezó—. Desde que fue a las celdas para visitar al condenado esta mañana, parecía abstraída, preocupada. Estaba haciendo los sacrificios rituales cuando empujó con el brazo un frasco de sagrado óleo, y lo tiró sobre el altar. El óleo se derramó y se extendió sobre el ara. Un fragmento de mecha encendida de una vela cayó del candelabro y prendió fuego al óleo, y las llamas se propagaron rápidamente, consumiendo los sacrificios antes de que hubieran sido convenientemente ungidos. La suma sacerdotisa contempló fijamente las llamas con tal expresión de horror en su rostro que jamás la olvidaré mientras viva. Después, milord, se desplomó al pie del altar. Las llamas se apagaron; pero, cuando intentamos levantar a su santidad, descubrimos que estaba muerta.

Los caballeros escucharon el relato sumidos en un silencio que parecía envolver todo el mundo. Y, en medio de ese silencio, sonó la voz de la Señora de la Noche, tan perturbadora como una piedra cayendo en la quietud de un estanque:

—¡Os lo dije, milord! ¡Es obra del Túnica Blanca! ¡Y también suya! —Señaló con el dedo a Steel—. ¡Están aliados! ¡Los dos son unos traidores! Son ellos los responsables de la muerte de su santidad.

—Comandantes, que vuestros hombres rompan filas —ordenó Ariakan—. Haced que vuelvan a sus puestos. Señora de la Noche, lleva a Palin Majere a una celda, donde permanecerá para ser interrogado con más detalle. La sentencia de muerte queda pospuesta hasta que este asunto se haya aclarado. Estaré en el templo, investigando lo ocurrido.

Ariakan se volvió para marcharse, pero Trevalin, exponiéndose a su ira, lo llamó:

—¡Milord!

Su señoría miró por encima del hombro, irritado.

—¿Sí, subcomandante, qué quieres?

—Mi señor, puesto que Steel Brightblade ha sido reivindicado y no se han presentado cargos importantes contra él, os pido que le sean devueltos su rango y su puesto bajo mi mando.

—¡Si lo liberáis será bajo vuestra responsabilidad, lord Ariakan! —intervino Lillith con un tono suave y letal—. ¡Liberadlo, y la caballería caerá!

Ariakan miró desaprobadoramente a la Señora de la Noche. Después dirigió la vista hacia Steel, y por último se encogió de hombros.

—Está bien, subcomandante. Brightblade, tienes mi permiso para volver con tu garra, pero no puedes abandonar la fortaleza.

Dicho esto, su señoría se marchó al improvisado templo de Takhisis, que se había levantado fuera de las murallas de la Torre del Sumo Sacerdote. Aunque los caballeros negros gobernaban oficialmente la fortaleza, habían descubierto que ningún objeto sagrado dedicado a su Oscura Majestad podía ser llevado dentro de las murallas de la torre.

La Señora de la Noche, sacudiendo la cabeza por la necedad de su superior, hizo un gesto a varios de sus caballeros, responsabilizándolos de la custodia de Palin.

Los hechiceros ataron las muñecas al joven, le quitaron sus componentes de hechizos, y lo amordazaron. No obstante, seguía conservando el Bastón de Mago.

La Señora de la Noche se acercó a él, con los labios apretados, decidida a no revelar su temor, y extendió la mano, agarrando súbitamente el cayado al tiempo que hacía un gesto de dolor por anticipado.

Su semblante se relajó, perdió la tensión. La hechicera miró el bastón, primero con sorpresa, y luego con gesto triunfal. Exultante, se lo arrancó a Palin de la mano de un tirón.

El joven esperaba que el cayado reaccionara, que castigara a la Señora de la Noche por su audacia. No ocurrió nada, como si el bastón fuera un báculo común y corriente.

—Parece que el Bastón de Mago ha elegido a su nuevo dueño —le dijo Lillith—. Esta es la señal de la aprobación de su Oscura Majestad. Mi señor tiene que darse cuenta de la verdad. —Sonriente, añadió:— Y lo hará. Lo verá por sí mismo.

Acariciando el cayado, pasando los dedos a lo largo de la suave madera, la Señora de la Noche indicó con un gesto a los guardias que se llevaran al joven mago.

Mientras los Caballeros Grises se llevaban a Palin a rastras, el joven lanzó una última mirada a Steel.
¡Tienes que creerme!,
dijo en silencio.
¡Tienes que convencerlo!

Steel mantuvo el gesto impasible, pero su mirada pensativa siguió a Palin hasta que el joven mago fue sacado del patio. Incluso después de haberlo perdido de vista, Steel continuó inmóvil, mirando fijamente en la dirección por donde se lo habían llevado.

Trevalin palmeó a su subordinado en la espalda, atrayendo su atención.

—¡Felicidades, Brightblade! Salvado al borde de la muerte. ¿Cómo te sientes? ¿Aliviado, contento?

—Desconcertado —respondió Steel.

26

Desasosiego.

Camino que se cruzan.

Tormenta eléctrica

Steel regresó a su alojamiento con los otros caballeros de su garra. Su armadura y —lo más importante— su espada le fueron devueltas por encargo personal de lord Ariakan y con su felicitación. Steel desayunó con el subcomandante Trevalin y sus compañeros, que querían oírle contar sus aventuras con el Túnica Blanca.

Steel no se sentía inclinado a hablar de Palin. El caballero permanecía sentado, pensativo, limitándose a responder brevemente a las preguntas de sus compañeros. Al ver que no tenía ganas de hablar, los caballeros dirigieron la conversación hacia sus recientes viajes por Qualinesti y a la batalla que nunca tuvo lugar.

—¡Elfos! —resopló Trevalin con desdén—. He visto sapos con más amor propio. Vinieron arrastrándose hasta nosotros en medio de la noche. Algunos de sus senadores nos sirvieron en bandeja Qualinesti. Uno de ellos... ¿cómo se llamaba?

—Rashas —dijo uno de los caballeros.

—Sí, Rashas. Dio un largo discurso sobre la integridad y la nobleza de los elfos, tan opuestos a nuestra carencia de tales cualidades, y luego, tranquilamente, se sentó y firmó los papeles que ponían a su pueblo bajo la bota de mi señor. Todo muy civilizado. —Trevalin se echó a reír—. Su dirigente es sólo un muchacho. El tal Rashas conduce al chico por las orejas. Por cierto, es hijo de Tanis el Semielfo, Brightblade.

Steel, que estaba pensando en otras cosas, alzó la vista.

—¿Quién? —preguntó.

—El regente de los elfos, Gilthas, creo que se llama. Esas palabras zalameras elfas me resultan difíciles de recordar. El chico no tiene el espíritu del padre, de eso no cabe duda. Ni de su madre tampoco, si las historias que se cuentan del Áureo General son ciertas.

—No estoy tan seguro de eso, Trevalin —argumentó uno de los caballeros—. Puede que se siente en el trono tan manso y callado como un ratón, pero de vez en cuando asoma una expresión a su rostro que... En fin, si fuera ese gordo senador, no perdería de vista a ese muchacho.

Other books

Blackbird by Jessica MacIntyre
A Perfect Fit by Lynne Gentry
Cube Route by Anthony, Piers
Savor by Kate Evangelista
A Father For Zach by Irene Hannon
Honeymoon from Hell III by R.L. Mathewson
School Run by Sophie King
Seasoned with Grace by Nigeria Lockley
The Romance Novel Cure by Ceves, Nina