La Guerra de los Dioses (35 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

BOOK: La Guerra de los Dioses
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—Steel Brightblade ha demostrado que es un traidor. ¡Prendedlo!

28

La trampa salta

Los caballeros se adelantaron y agarraron a Steel por los brazos. Él no se resistió; sus ojos se posaron en Palin un instante y luego miraron a otro lado.

—¡Tienes que creerme! —dijo el joven mago en voz baja—. ¡No tengo nada que ver con esto!

—Steel Brightblade, ¿para qué has venido? —demandó lord Ariakan—. Tu garra no está de servicio, y aquí no hay nada que sea de tu incumbencia.

—¡La razón es obvia, milord! —manifestó la Señora de la Noche—. Ha bajado a hurtadillas hasta aquí para liberar al prisionero.

—No he venido a hurtadillas —replicó Steel fríamente, aguijoneado por las palabras de Lillith—. Me visteis, me oísteis. Vine abiertamente.

—¿Para qué? —insistió Ariakan. Steel guardó silencio. El mandatario sacudió la cabeza—. Fue un error aceptarte en la caballería, Brightblade. Algunos me advirtieron que no lo hiciera —miró de soslayo a la Señora de la Noche, que tuvo la cortesía (o tal vez el aplomo) de no mostrarse engreída—. Pero otros me instaron a hacerlo, entre ellos, la suma sacerdotisa, que ahora está muerta. Eres un buen soldado, honorable, valeroso, leal. Sí, he dicho leal —añadió al tiempo que lanzaba una mirada cáustica a la Señora de la Noche.

»
Creo sinceramente, Brightblade, que deseabas servir a nuestra reina con todo tu corazón y tu alma. Pero en ese corazón late la oscura ambición de tu madre, y en esa alma alienta la nobleza de tu padre. Ambos combaten en tu interior y, así, actúas llevado por propósitos contrarios. En consecuencia, eres un peligro para la causa, una amenaza para la Visión, y te sentencio a muerte, Steel Brightblade. Que la sentencia se cumpla de inmediato.

Un caballero desenvainó la espada y se acercó hacia Steel.

El joven no protestó, no presentó resistencia. Cada palabra dicha por su señor sonaba a verdad, certera como una hoja afilada.

El caballero levantó la espada, preparado para hundirla en el pecho de Steel.

—¡Mi señor! —llamó otro caballero—. Tenía cómplices. —Se oyeron ruidos de pelea y gritos.

—¿Es que este hombre no va a morir nunca? —demandó Ariakan con impaciencia. Luego, como si acabara de ocurrírsele la idea, añadió:— ¿O es que la reina Takhisis está decidida a que siga con vida? Aguarda hasta que te dé la orden —indicó al caballero que tenía desenvainada la espada, y después preguntó en voz alta:— ¿Qué habéis encontrado?

—Otros dos, mi señor. —Un caballero se adelantó, arrastrando a Tasslehoff y a una persona delgada que iba vestida con ropas negras y llevaba oculta la cara con una capucha—. Al parecer, Brightblade no estaba solo.

Palin se puso de pie, sintiendo renacer la esperanza.

—¡Raistlin! —susurró—. ¡Mi tío ha venido!

Por lo visto, la Señora de la Noche pensaba lo mismo, y se adelantó rápidamente, con el Bastón de Mago aferrado con firmeza, en un gesto protector, en la mano.

—¿Quién eres, hechicero? —demandó Lillith—. Quítate la capucha.

La figura de negro levantó la cabeza, y la luz del bastón se reflejó en unos ojos dorados.

La Señora de la Noche retrocedió un paso, alarmada. Luego, recuperando el dominio de sí misma, soltó una risa burlona.

—No eres un hechicero. ¡No hay magia en ti! —Retiró de un tirón la capucha del desconocido.

La alegre expresión de Palin dio paso a otra de desesperación.

Era Usha, pálida y asustada, parpadeando bajo la luz.

—¿Qué está pasando aquí? —Ariakan parecía más desconcertado que furioso—. ¿Un kender y una Túnica Negra?

—¡No es una hechicera! —aseguró Lillith con mofa—. No tiene más magia que esta pared. ¡Es una espía!

—¡No sé de qué habla! —intervino Tasslehoff—. No estamos con este caballero. No estamos con nadie, salvo el uno con el otro.

—Haced callar a ese gusano —dijo la Señora de la Noche.

—No, dejad que hable —revocó la orden Ariakan, frustrado—. Algo raro está pasando aquí, y tengo intención de llegar al fondo del asunto. Suéltalo. Kender, acércate.

Tas colocó bien los saquillos y bolsas, se adelantó y tendió su pequeña mano.

—¿Cómo estás? Me llamo Edredón Tirachinas, y ésta es mi amiga Usha, una maga muy poderosa y malvada, así que, en tu lugar, no me metería con ella. ¡Es hija de Raistlin Majere! —Hizo una pausa teatral para dar tiempo a que todos los presentes se mostraran convenientemente impresionados.

Ariakan hizo caso omiso de la mano extendida del kender, y frunció el ceño. Lillith resopló con desdén.

—¡Sois espías! —repitió—. Habéis venido con Brightblade. Dile a su señoría la verdadera razón por la que estáis aquí, kender.

—Es lo que estoy intentando hacer —contestó Tas con ofendida dignidad. Se volvió hacia Ariakan—. Puede que no lo sepas, pero soy un kender malvado. Sí, por eso estoy aquí, para ofrecer mis servicios a su Oscura Majestad. Takhisis cambió mi vida. Ahora soy extremadamente perverso. Si quieres, haré algo muy malo. ¡Observa!

Tas salió disparado. Varios caballeros se lanzaron a cogerlo, pero el kender era demasiado ágil, y corrió por la sala como un rayo, zigzagueando, esquivando a los caballeros.

—¡Yo mataré a este Túnica Blanca! —gritó Tas. Sacó una pequeña daga y amagó una puñalada al estómago de Palin, pero después levantó la hoja y cortó las ataduras de las muñecas del joven—. ¡Cógela! —gritó mientras le lanzaba el arma a Palin.

Desconcertado, cogido por sorpresa, con las manos y los dedos dormidos por la presión de las ataduras, Palin manoteó torpemente y por fin consiguió coger la daga.

Sonaron espadas al ser desenvainadas. Los caballeros que tenían sujeto a Steel lo soltaron para atacar a Palin.

Tasslehoff se encaramó a la mesa, y saltó a la espalda de un caballero. Agarró el yelmo con las dos manos y tiró hacia abajo, tapándole los ojos. La estocada que habría acabado con Palin se desvió, y el caballero perdió el equilibrio. Él y el kender cayeron al suelo dando tumbos.

Otros caballeros saltaron sobre ellos.

—¡Duro como el hielo! —tronó la voz de Usha. La joven sostenía en alto un cristal reluciente.

Los brazos que blandían espadas se paralizaron, los pies no pudieron moverse, y las bocas se quedaron abiertas. El frío del hechizo irda fluyó alrededor de los caballeros negros, envolviéndolos en gélida magia.

A todos, salvo a Steel. Quizá lo protegió la Joya Estrella; quizá fue la espada; o tal vez la oscura influencia de su madre. Pero lo cierto es que sólo él, de todos los caballeros que estaban en la cámara, pudo moverse.

Palin, con la daga en la mano, se puso de espaldas a la mesa y miró a Steel con incertidumbre.

—Somos primos —dijo—. Me salvaste la vida, y no quiero luchar contigo.

Usha corrió a su lado, sosteniendo todavía el cristal en una mano, y en la otra, una figurilla de un caballo blanco.

—¿Por qué no vienes y te unes a nosotros? ¡Ellos quieren matarte!

Steel frunció el entrecejo, desasosegado. Su espada estaba desenvainada a medias.

—Mi señor es justo —dijo.

—¡Y un cuerno! —maldijo Palin. Arremetió con la daga, obligando a Steel a retroceder—.
¡Quieres
morir, cobarde! ¡Te da miedo vivir!

Ceñudo, Steel envainó la espada. Palin lo observó con desconfianza, pero bajó la daga.

—¿Vendrás...? —empezó.

Steel saltó sobre él, y lo agarró por la muñeca de la mano en la que tenía la daga. Lo empujó hacia atrás, y le golpeó la mano contra la mesa de piedra.

El joven mago tenía la mano cortada y sangrando, pero se aferró desesperadamente a la única arma que le quedaba. Steel volvió a golpearle la mano contra la mesa, y Palin dio un respingo de dolor y soltó la daga, que cayo al suelo, repicando.

Una explosión ensordecedora, terrorífica, sacudió la Torre del Sumo Sacerdote hasta sus cimientos. El suelo vibró, las paredes temblaron y se agrietaron. El cristal cayó de la mano de Usha y se quebró al golpearse en la mesa de mármol. El hechizo se rompió.

—¿Qué demonios...? —empezó Ariakan.

Otra explosión terrorífica zarandeó la torre, tirando a muchos caballeros al suelo. Steel reculó trastabillando y chocó contra Palin, que, instintivamente, lo agarró para mantener el equilibrio de ambos.

—¡Que alguien vaya a enterarse de lo que pasa! —bramó Ariakan—. ¿Nos están atacando?

Los hombres se apresuraron a cumplir el encargo de su señor y corrieron hacia las salidas. Otros permanecieron con los prisioneros.

—¡Milord! ¿Dónde está lord Ariakan? —Un joven escudero, con los ojos desorbitados por el miedo, entró abriéndose paso a empujones en medio de la confusión.

—¡Estoy aquí! —gritó Ariakan, levantando la voz sobre el tumulto.

—¡Milord! —El escudero resollaba, falto de aliento— ¡La torre... ha sido alcanzada por rayos! ¡Dos veces, mi señor! ¡Unos rayos terribles, como jamás había visto! Se descargaron desde el cielo como lanzas, y nos alcanzaron dos veces —repitió, dominado por el pavor—. ¡Exactamente en el mismo sitio! Y... y... —Boqueó para coger aire—. ¡Hay dragones, mi señor! Centenares de ellos... dorados, plateados...

—Nos atacan —dijo Ariakan, sombrío, al tiempo que desenvainaba la espada.

—¡No, milord! —La voz del escudero se había reducido a un murmullo ronco, y todos los que lo rodeaban guardaron silencio para poder oírlo—. Los dragones rojos vuelan junto a los dorados; y los azules, con los plateados. Un fulgor espantoso brilla en el cielo, por el norte. Es un horrendo resplandor rojo que se va extendiendo y haciéndose más intenso, como si todos los árboles de los grandes bosques septentrionales estuvieran ardiendo. Se puede oler el humo...

A través de la puerta abierta se filtraban jirones y volutas grises. Se produjo otro estampido, y una nueva sacudida zarandeó la Torre del Sumo Sacerdote. Un hachero se soltó de la pared, cayó al suelo con estruendo, y la antorcha se apagó. Los rastrillos traquetearon, las cadenas se mecieron atrás y adelante. Unas sofocantes nubes de polvo empezaron a filtrarse por los techos. Los caballeros intercambiaron miradas de alarma. Eran hombres valientes, eso nadie lo dudaba, pero no les gustaba la idea de morir enterrados vivos.

Palin y Usha estaban juntos, abrazados. Tasslehoff, al que agarraba un caballero, forcejaba para soltarse.

—¡Quiero verlo! —suplicaba el kender—. ¡Por favor, por favor! ¡Puedes matarme después, lo prometo! ¡Te doy mi palabra de honor, pero déjame ir a verlo!

—La torre, alcanzada por rayos... —musitó Steel, con la mirada prendida en la Señora de la Noche.

Lord Ariakan impartió unas órdenes con rapidez, enviando a sus tropas de vuelta a las escaleras más próximas a través de los nichos laterales.

—Convocad a mis comandantes a una asamblea —ordenó, mientras caminaba, seguido por sus ayudantes y tenientes—. Quiero informes de todo lo que han visto, de lo que han oído. Yo mismo hablaré con los dragones. ¡Llamad al Señor de la Calavera!

—¿Qué hacemos con los prisioneros, señor? —preguntó alguien.

—No lo... —empezó Ariakan mientras agitaba una mano.

—¡Matadlos, milord! —gritó la Señora de la Noche, que tuvo la temeridad de agarrar al mandatario por el brazo—. ¡Matadlos ahora mismo! ¡Ellos son la causa de todo! Lo he visto en las piedras adivinatorias.

Ariakan se libró de la mano de la mujer con brusquedad, impaciente.

—¡Tú y tus piedras podéis iros al infierno, Lillith! ¡Quítate de mi camino! —Apartó a la hechicera de un empellón.

La Señora de la Noche intentó recuperar el equilibrio, pero el Bastón de Mago se enredó entre sus pies y la hizo tropezar. La mujer cayó de espaldas al suelo, debajo de uno de los rastrillos utilizados para la Trampa de Dragones.

Otro truene ensordecedor reverberó a través de la torre. El rastrillo, que se había aflojado con las sacudidas de las explosiones anteriores, se soltó de sus anclajes y cayó a plomo.

La Señora de la Noche vio venir la muerte e intentó apartarse a un lado. No fue lo bastante rápida, y las barras de hierro, tan puntiagudas como lanzas, preparadas para atravesar las duras escamas de la piel de los dragones, traspasaron con facilidad el cuerpo de la Señora de la Noche. El rastrillo retumbó contra el suelo de piedra, dejando a Lillith ensartada contra las losas.

La mujer lanzó un horrendo alarido, y aferró las barras que la atravesaban como si quisiera arrancarlas. La sangre salió a borbotones de las horribles heridas. Sus manos se aflojaron y cayeron al suelo, fláccidas. Sus dedos buscaron el Bastón de Mago, lo tocaron, y se crisparon débilmente. La bolsa de las piedras adivinatorias se abrió, desperdigando las ágatas sobre el charco de sangre cada vez más grande. Los ojos de la hechicera se quedaron fijos, y la mano que tenía sobre el bastón sufrió un convulsión y después quedó inmóvil.

Lord Ariakan contemplaba el cadáver con horror. Bajo la negra barba, su semblante se había quedado lívido, y el sudor brillaba en su piel.

—He visto morir a la gente de formas muy distintas, pero pocas tan terribles como ésta. ¡Es una señal! Que nuestra soberana se apiade de su alma. —Miró en derredor, buscando a alguien. Al ver a Palin, hizo un gesto con la mano.

»
Tu, Majere, ven aquí. No temas. Lo que me contaste en el patio, lo de que Caos quería destruirnos, ¿es éste el comienzo?

—Creo que sí, milord —repuso Palin en voz baja, tras una breve vacilación—. Pero no estoy seguro.

Ariakan respiró profundamente, y soltó el aire despacio. Se limpió el sudor de la cara.

—Quiero hablar contigo más detenidamente, Túnica Blanca. Brightblade, acompáñalo. Los dos os venís conmigo.

—Quiero que también vengan mis amigos —dijo Palin, señalando a Usha y a Tas—. Deseo asegurarme de que no corren peligro.

—¡De acuerdo! —aceptó Ariakan, impaciente—. ¡Salgamos de aquí antes de que la maldita torre se derrumbe sobre nuestras cabezas!

—Y —continuó el joven mago, sin moverse— quiero mi bastón.

—¡Cógelo! —La expresión del mandatario era sombría—. Dudo que haya alguien más que quiera ese condenado báculo. Brightblade, lleva a estos tres a mis aposentos.

—Sí, milord —respondió Steel.

Lord Ariakan se alejó presuroso, dejando solos a los cuatro en la Trampa de Dragones.

Palin se acercó a donde la Señora de la Noche yacía despatarrada sobre un charco de su propia sangre, bajo las barras del rastrillo. Al inclinarse para recoger el baston, se fijó en los ojos abiertos de la mujer y en su rostro contraído en un rictus de dolor. Percibía el olor de la sangre, todavía caliente.

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