—Eso lo hizo una garra —señaló un caballero con gesto sombrío, sobrecogido.
—De ser así, entonces era una garra de fuego —manifestó Steel mientras se ponía de pie lentamente. Miró hacia la puerta—. Me pregunto cuáles serían nuestras órdenes.
—Ahora ya no importa —dijo uno de los caballeros—. ¿Cuáles son tus órdenes, señor?
Entonces Steel cayó en la cuenta de que estaba al mando; y no sólo al mando de su garra, sino, si lo que Trevalin había dicho era cierto, al mando de la Torre del Sumo Sacerdote. Apartó la terrible idea de su mente. Trevalin tenía que haberse equivocado. Había recibido una herida espantosa y debía de estar confundido. ¡Era imposible que todos estuvieran muertos! Steel tomó una decisión.
—Dos de vosotros, tended al subcomandante ahí dentro, y cubrid el cadáver con su escudo. El resto de vosotros, aprestad vuestras armas y venid conmigo. Si la torre ha caído, es probable que el enemigo no sepa que estamos aquí abajo. Quizá podamos pillarlos desprevenidos. Nada de luz, y no hagáis ruido.
Steel mojó los dedos en la sangre de Trevalin y la extendió sobre el negro brazal, del mismo modo que otro caballero se habría puesto la cinta regalada por su dama. Desenvainó la espada —la espada de su padre— y salió por las puertas de la Trampa de Dragones.
De uno en uno, tras hacer un saludo a su oficial muerto, los caballeros negros fueron tras él.
La Visión
Steel se deslizó sigiloso por los corredores de la torre, avanzando lentamente. Resultaba imposible ver algo; no había esperado una oscuridad tan intensa. Envió a varios de sus hombres de regreso para coger antorchas. Correrían más peligro deambulando al buen tuntún en medio de la oscuridad que por un posible enemigo que hubiera tendido una emboscada.
El extraño y empecinado sol se había puesto por fin, y la noche había llegado. Pero ¿dónde estaba la luz de las estrellas y de las dos lunas que debería alumbrarles el camino? Mientras esperaba el regreso de sus hombres, Steel anduvo a tientas a lo largo de una pared, encontró una ventana, y se asomó por ella. Alzó la vista al cielo, pensando que quizá la sequía había terminado, y que las estrellas estaban ocultas tras las nubes.
La luz de un relámpago cruzó el firmamento... El cielo estaba despejado, sin nubes, vacío.
Ninguna estrella. Ninguna luna.
Steel se quedó mirando el oscuro —infinitamente oscuro— firmamento hasta que le dolieron los ojos, buscando algún destello de luz. No vio ninguno. Se retiró de la ventana, sin permitirse especular sobre qué significado podría tener tan pavoroso fenómeno. Los hombres regresaron con las antorchas y se reunieron con los demás. Hizo que lo siguieran, ordenándoles en tono seco que mantuvieran la vista al frente, por si alguno se sentía tentado a acercarse a las ventanas. No tardarían en descubrir la verdad, pero, con suerte, lo sabrían después de que él determinara a qué se enfrentaban.
Mientras avanzaban por los corredores, vieron las señales de una lucha terrible. Las paredes estaban chamuscadas y ennegrecidas, y, en algunos tramos, había grietas y agujeros. Los cascotes se amontonaban en los corredores, dificultando la marcha. Y también empezaron a encontrar cadáveres, algunos de ellos terriblemente calcinados, el metal de las armaduras fundido con la carne por el candente calor. Peor aún eran los montones de armaduras vacías; las túnicas grises apiladas junto con componentes de hechizos desparramados; las negras túnicas, adornadas con el emblema de su Oscura Majestad, que ahora yacían arrugadas sobre el suelo de piedra.
A intervalos a lo largo de su ruta, Steel ordenaba a sus hombres hacer un alto. Parados en medio de un intenso silencio, escuchaban, esperando oír órdenes, gritos de victoria, risas refocilantes, alaridos de cautivos, desafiantes maldiciones de prisioneros.
Pero no se oía nada, salvo el rumor del ardiente viento soplando entre los escombros de lo que una vez había sido la fortaleza más poderosa de Ansalon.
Los caballeros siguieron adelante, manteniendo todavía la disciplina, aunque sus semblantes ceñudos, pálidos a la luz de las antorchas, reflejaban los horrores que veían a su alrededor. Salieron al patio central.
El cuerpo de un enorme dragón rojo casi ocupaba todo el patio. La luz de las antorchas alumbró las rotas escamas, los largos tajos abiertos en el cuerpo, los desgarrones de las alas, que estaban retorcidas y aplastadas. La enorme criatura había muerto con innumerables heridas, y su sangre mojaba el suelo y lo volvía resbaladizo.
—Desplegaos —ordenó Steel en voz baja. La sangre se le heló en las venas al empezar a darse cuenta de que sus hombres no tenían nada que temer, y, por la misma razón, ninguna esperanza—. Buscad supervivientes, y volved aquí a informar.
Los caballeros se separaron en grupos de dos o tres, con las armas prestas en las manos.
Steel puso su antorcha en un hachero y empezó a caminar alrededor de la cabeza del dragón. Había visto un cuerpo desde donde se había parado junto a la puerta de acceso.
Lord Ariakan yacía cerca del reptil. El dragón rojo debía de haber sido su montura en aquel desesperado y último vuelo, hasta que la bestia se estrelló en el suelo, obligando a Ariakan a combatir a pie a sus enemigos. Su fría mano seguía aferrando la espada, con la hoja rota pero cubierta de sangre, como si hubiera seguido luchando incluso después de que el arma se hubiera quebrado. A su alrededor no se veía cuerpo alguno de los enemigos a los que se había enfrentado. Steel encontró cerca grandes manchas chamuscadas y aceitosas, y tuvo una repentina visión de los soldados demoníacos alcanzados por el acero forjado y estallando en llamas.
Steel se arrodilló junto al cadáver de su respetado señor, junto al hombre que lo había encontrado y lo había educado para ser caballero. Como bajo el súbito fogonazo de un tronco al prenderse, vio claramente a Ariakan entrando en la casa de un muchacho de doce años y evaluando al chiquillo con sus oscuros ojos.
«Te ofrezco un duro trabajo, un esfuerzo brutal, una vida de sacrificio con pocas comodidades y apenas bienestar. No te lucrarás con riquezas propias. Todo lo más que podrás esperar cosechar será el respeto de tus compañeros de armas. Renunciarás al amor de familia y amigos. Su lugar lo ocuparán la batalla, la gloria, el honor. ¿Aceptas estas condiciones, joven Steel?»
—Las acepto, mi señor —dijo ahora Steel, como lo había hecho entonces.
No era fácil saber cuál de las muchas heridas sufridas por Ariakan había sido la mortal. Su rostro estaba contraído en un rictus, no de dolor, sino de determinación. Había combatido valerosamente hasta el final. La hoja de su espada se había quebrado, pero el coraje de Ariakan no. Steel creyó saber ahora por qué había desaparecido la Visión: había muerto con el hombre que la había creado.
—Acoge su alma, majestad —rogó Steel con la voz ahogada por el llanto.
Cerró los ojos fijos del cadáver y colocó los retorcidos miembros en una postura de aparente descanso. Encontró los fragmentos de la hoja rota, y dejó el arma sobre el pecho de Ariakan. Luego se puso de pie lentamente.
—Ahora, mi señor, combates junto a su majestad, con honor. Prepara el camino para el resto de nosotros.
Plantado en mitad del patio, solo, con la cabeza gacha, Steel se preguntó qué hacer. El enemigo había salido victorioso. La Torre del Sumo Sacerdote había caído. Pero a ese enemigo no le preocupaba la ocupación, la conquista, ni tenía el menor interés en fortalezas, tierras, ciudades, riquezas, súbditos. Este enemigo sólo tenía un objetivo: matar. La fortaleza más poderosa había sido tomada, y sus defensores —la mayor fuerza de Krynn— habían sido totalmente barridos. Conseguido su objetivo único, el enemigo había seguido su camino, llevando consigo fuego, sangre y terror.
—Somos los únicos que quedamos —se dijo Steel, aturdido por esta idea—. ¿Qué hacemos? ¡La Visión ha muerto, pero seguro que se podría hacerla renacer! —Alzó los ojos hacia el cielo vacío, y extendió los brazos—. ¡Oscura Majestad! ¡Decidme qué he de hacer! ¡Guiadme!
Las pisadas ligeras de unos pies calzados con botas sonaron a su espalda, aproximándose con rapidez. A Steel le dio un vuelco el corazón; enarboló la espada.
—¿Quién va? —gritó.
Ante su vista apareció una mujer vestida con armadura azul. Su cabello era corto, rizado, oscuro. Le sonrió a Steel; una sonrisa ambigua, encantadora.
El caballero bajó la espada. No le cabía duda de que ésta era la respuesta de su majestad. Ahora sabría cuáles eran sus órdenes.
Kitiara caminó hasta llegar frente a su hijo. Al reparar en la sangre que manchaba su armadura, su expresión se tornó grave.
—No estarás herido, ¿verdad, Steel?
—La sangre es de mi comandante, que dio su vida en defensa de la torre. —Notó que su rostro se encendía de vergüenza—. No tomé parte en la batalla, madre. Mi garra recibió órdenes de permanecer oculta...
—Lo sé —dijo Kitiara, que hizo un gesto desestimando aquello como algo irrelevante—. Fui yo quien dio esas órdenes.
Steel se quedó mirándola de hito en hito, pasmado.
—¡Tú! ¡Tú ordenaste que me escondiera de una batalla! Mi honor...
—¡Al Abismo con esa mierda! —resopló, desdeñosa, Kitiara—. Con tanto parloteo sobre honor me recuerdas al mojigato zopenco de tu padre. Escúchame, Steel. No tengo mucho tiempo. —Kitiara se acercó más al joven. De ella fluía un frío que penetró en el cuerpo del caballero, helándolo hasta la médula de los huesos, haciendo que le costara respirar. Sus palabras no le llegaron a través del oído, sino atravesándole el corazón.
»
La batalla está perdida. La guerra está perdida. Las fuerzas de Caos son demasiado fuertes. Nuestra reina intenta escapar del desastre mientras todavía está a tiempo. Se está preparando para marchar, y se llevará con ella a sus más leales servidores. Gracias a mi intercesión, tú, mi hijo, eres uno de los elegidos. ¡Ven conmigo ahora!
—¿Que vaya contigo? —Steel la miró, desconcertado—. ¿Que vaya adonde?
—¡A otro mundo, hijo mío! —respondió Kitiara, anhelante—. ¡Otro mundo que conquistar, que gobernar! Y tú formarás parte de nuestra fuerza triunfante. Estaremos juntos, tú y yo.
—¿Y dices que la guerra está perdida? —Steel parecía receloso.
—¿Es que tengo que repetirlo? Deprisa, hijo mío, vámonos.
—Mi reina no huiría —dijo Steel al tiempo que retrocedía—. Su majestad no abandonaría, no traicionaría, a quienes lucharon en su nombre, a los que murieron por ella...
—¿Los que murieron por ella? —Kitiara se echó a reír—. ¡Por supuesto que murieron por ella! ¡Tuvieron ese privilegio, y ella no les debe nada! ¡No debe nada al mundo! ¡Que se destruya, ya habrá otros! ¡Mundos nuevos! Verás todas esas maravillas, hijo mío. ¡Nos apoderaremos de ellas, de esas riquezas, y las haremos nuestras! No obstante, primero tendrás que quitarte esa estúpida baratija elfa que llevas colgada al cuello. Líbrate de ella.
Steel miró detrás de su madre, al cuerpo de lord Ariakan, al cadáver del viejo, magnífico dragón rojo. Pensó en Trevalin, volviendo con los hombres que tenía a su mando aunque estaba desangrándose.
La luz de la antorcha se volvió borrosa en los ojos de Steel. Se recostó contra la pared, boqueando para respirar. Tuvo la sensación de que el muro se movía. Todo cuanto era real y sólido para él se estaban tambaleando bajo sus pies.
Abandonado, traicionado, no le quedaba nada. La Visión había desaparecido, y no porque Ariakan hubiera dejado de verla, sino porque había dejado de existir. Las estrellas habían caído del cielo y se habían precipitado sobre él.
—¡Vamos, Steel! —La voz de Kitiara se había endurecido—. ¿Por qué vacilas? Quítate la joya.
—No, madre —respondió el joven sosegadamente—. No voy contigo.
—¿Qué? ¡No seas necio!
—¿Por qué no, madre? —replicó Steel con amargura—. Por lo visto, he sido un necio todos estos años. Todo en lo que creía era una mentira.
Kitiara lo miró ferozmente. Sus ojos eran tan oscuros como el firmamento vacío.
—Parece que estaba equivocada. Creía que tenías madera de un guerrero de verdad. ¡La lucha! ¡La victoria! ¡El poder! Eso es lo único que cuenta. ¡Lo único! Actúa como tu padre y morirás como él: solo, abandonado, desperdiciando tu vida por una causa inútil. ¡No puedes ganar en esto, Steel! ¡No puedes ganar!
—Tienes razón, madre —repuso el joven con calma—. Ya he perdido. He perdido a mi diosa, a mi señor y mi sueño. He perdido todo —su mano fue hacia la joya que colgaba sobre su pecho, oculta bajo la negra armadura—, salvo lo que hay dentro de mí.
—¡Lo que eres te viene de mí!
La cólera de Kitiara fue como un puño enfundado en guantelete que le cruzara el rostro. Steel giró la cara, eludió los ojos.
De repente, el humor de su madre cambió, su ira se calmó; su voz sonó suave, acariciante:
—Estás abatido por la batalla, Steel, dolido por tu pérdida. Cometí una equivocación al intentar obligarte a tomar una decisión ahora. Tómate tiempo, hijo mío, y piensa en lo que te he ofrecido: un nuevo mundo, una nueva vida...
El puño se había tornado una mano dulce, tierna. Una suave calidez, como el tacto de terciopelo negro, lo envolvió... y después desapareció.
Cerró los ojos, todavía recostado contra la pared que ahora era sólida y firme, sosteniéndolo. Estaba cansado, pero era un cansancio que iba más allá del agotamiento de la batalla. Después de todo, no había descargado un solo golpe de espada. Aun así, estaba dolorido, como si lo hubieran pateado y vapuleado para después dejarlo tirado en un oscuro callejón, para que muriera solo.
«¿Por qué he de morir? Nuevos mundos. Maravillas... Conquistas... Gloria... ¿Por qué no? ¿Por qué infiernos no? Mi madre tiene razón. Este mundo está acabado. Ya no puede ofrecerme nada.»
El vacío que sentía era como el tajo de la garra de un dragón. La traición de su reina le había desgarrado el alma, lo había consumido, dejándolo como una cáscara vacía.
«¿Por qué no llenar ese vacío con la guerra, con la descarga de adrenalina de la batalla, con el éxtasis de la victoria, con el placer de los saqueos? No volveré a luchar por un dios; lo haré por mí mismo, para mi provecho. ¡Seré yo quien se beneficie!»
Su mano se cerró sobre la joya:
—Te ha mentido... —sonó otra voz, desde dentro o desde fuera, eso ya no importaba.
—No intentes detenerme, padre. —Steel mantuvo cerrados los ojos—. Se acabó. La batalla ha terminado, y la hemos perdido.