Sus dedos rozaron la cadena de plata. Sabiendo cómo lo afectaba la joya, se sentía reacio a tocarla. Su mente estaba en calma ahora, y sus dudas, aplacadas. Takhisis había perdonado su pecado, había dispuesto un lugar de honor para él, a su lado. La joya sólo conseguiría confundirlo y perturbarlo en este momento.
Sí, la gran sacerdotisa tenía razón. Debía quitársela, ahora, para que así su alma se presentara ante Takhisis sin restricciones.
—De acuerdo —dijo y, aferrando la cadena, dio un fuerte tirón.
Los eslabones no cedieron.
—¡Quítatela! —ordenó la suma sacerdotisa, con desagrado. Sus ojos inyectados en sangre se estrecharon—. ¡O exponte a la ira de su Oscura Majestad!
Una imagen surgió ante los ojos de Steel: la imagen de una mano esquelética que se abría paso entre la tierra putrefacta del Robledal de Shoikan buscando el calor de la sangre viviente para alejar de sí el helor del que jamás podría librarse. Y entonces supo, con horror, que esa mano era la suya.
Frenético, desesperado, tiró y tiró de la cadena hasta que ésta se le clavó en el cuello.
—¡Suéltame, padre! —gritó, sin darse cuenta de lo que estaba diciendo, sin siquiera saber lo que decía—. ¡Suéltame! He hecho mi elección...
Deslizó la mano a lo largo de la cadena y la cerró en torno a la joya, pensando utilizarla como palanca.
Una luz cálida y brillante brotó entre sus dedos. Sus temores, que eran como las pesadillas de un niño que está solo en la oscuridad, se aplacaron como si el fuerte brazo del padre estuviera allí para sostenerlo, consolarlo, protegerlo de todo mal.
Lo inundó una gran paz, un gran sosiego. Ya no sentía amargura. De repente sabía que, aunque su muerte podría parecerles deshonrosa a algunos, sería honrada por otros. Su alma le pertenecía. Takhisis no podía reclamarla; no a menos que él se la entregara voluntariamente. Y ésa era una elección que todavía no había hecho.
Debía tener fe, aunque sólo fuera en sí mismo.
La mano de Steel se abrió, soltó la joya, y la dejó que cayera de nuevo sobre su pecho.
La suma sacerdotisa soltó un siseo de desagrado.
—¡Estás condenado! —gruñó como una alimaña—. Has traicionado a nuestra reina. ¡Que tus tormentos sean eternos!
Steel se estremeció ante tan espantosa maldición, pero no se amilanó ni se encogió ni se arrastró. Ahora no sentía nada; estaba vacío de toda emoción, incluso el miedo.
—¡Sácame de aquí! —ordenó la gran sacerdotisa.
La acolita levantó la inclinada cabeza, lanzó una mirada de odio e inquina a Steel, y después hizo lo que le ordenaba la gran sacerdotisa, guiando sus inseguros pasos sobre el irregular suelo de piedra.
Steel sabía que debía decir algo, pero de repente se sentía cansado, muy cansado. Estaba cansado de esta vida, estaba impaciente porque llegara a su fin, que se acabaran el sufrimiento y las dudas, la sensación de ser dos seres distintos atrapados en un mismo cuerpo; que terminara la lucha entre ellos por la posesión de su alma.
La batalla finalizaría pronto, y Steel se encontró deseándolo.
Un toque de trompeta, una nota pura y cristalina, anunció la Hora de la Primera Vigilia.
El sonido de varios pares de botas marcando un solemne paso se oyó al otro lado de la puerta de la celda. Steel se puso de pie. Lo encontrarían erguido y firme cuando entraran a buscarlo.
La puerta se abrió. Dos caballeros de alto rango, miembros del estado mayor de Ariakan, entraron. Steel reconoció el honor que se le condecía, y lo agradeció humildemente.
—Steel Uth Matar Brightblade —dijo uno de ellos, hablando en tono bajo y solemne—, se te emplaza para que afrontes la sentencia de nuestro señor. ¿Tienes algo que decir en tu defensa en esta tu hora final?
—No, señor —respondió Steel con firmeza—. Acepto la sentencia de mi señor como justa, así como mi castigo.
—Que así sea —dijo el caballero con tono sombrío.
Steel se quedó asombrado al comprender que el oficial había confiado en tener una respuesta distinta.
Tomada la decisión, la expresión del caballero se endureció. Él y su compañero se acercaron a Steel y le ataron las manos a la espalda con tiras de cuero negro. Le recogieron el largo y espeso cabello y se lo ataron con otro cordón de cuero a fin de dejar el cuello descubierto para la hoja de la espada. Hecho esto, hicieron intención de agarrarlo por los brazos.
Steel se libró de sus manos con una sacudida.
—Puedo caminar yo solo —declaró.
Salieron de la celda. El carcelero estaba a un lado de la puerta.
—Que la Reina Oscura te juzgue justamente, señor caballero —musitó con voz ronca.
Desde la oscuridad de las otras celdas se alzaron multitud de voces:
—¡Que Paladine vele por ti, Brightblade!
En alguna parte, en las sombras, alguien empezó a cantar:
Sularus Humah durvey, Karamnes Humah durvey...
Era la Canción de Huma, héroe de los Caballeros de Solamnia. Uno tras otro, los demás prisioneros se fueron uniendo al cántico, y sus voces resonaron fuertes y conmovedoras en el amanecer.
—Haz que cese ese escándalo —dijo uno de los caballeros negros, pero lo dijo en voz baja, y el carcelero se alejó, simulando no haberlo oído.
Steel quería responder, pero no encontró palabras, y, de haberlas habido, tampoco habría encontrado voz para pronunciarlas, así que inclinó la cabeza en un gesto de gratitud. Con los ojos nublados por las lágrimas, siguió caminando.
No había mucha distancia desde las celdas al patio central, donde Steel había combatido valerosamente, donde Tanis el Semielfo había muerto en sus brazos. No había mucho trecho hasta el lugar donde Steel moriría por su propia espada, la espada de su padre.
Se quedó atónito al ver que el camino estaba flanqueado por caballeros. Al principio, pensó que se habían reunido para injuriarlo, pero, a medida que pasaba ante ellos, descalzo, cubierto con la ignominiosa vestimenta, cada hombre o mujer hizo un saludo con su espada, sena, solemnemente.
A los ojos de Steel, todos los caballeros se fundieron en un borrón de brillante armadura que se concretó en la imagen de su padre caminando delante de él, la armadura plateada reluciendo con los primeros rayos del alba.
Steel salió al patio, que estaba lleno de caballeros, todos formados en círculo. En el centro había un tajo de mármol negro, manchado con una capa de sangre reseca. En la parte superior se había rebajado un hueco, donde Steel apoyaría el cuello.
Con paso firme, acompañado por los dos caballeros, Steel Brightblade caminó hacia el tajo y se paró ante él.
Lord Ariakan, como padrino y juez de Steel, también sería su ejecutor. Ariakan sostenía en sus manos enguantadas la espada de los Brightblade. La expresión del semblante de su señoría era tan fría e implacable como la piedra.
Miró, no a Steel, sino a los dos caballeros.
—¿Tiene el prisionero algún argumento que decir para que la sentencia no se cumpla?
—No, milord —respondió uno de los oficiales—, no lo tiene.
—Considera justa la sentencia, milord —dijo el otro—, y acepta el castigo.
—Entonces, que se lleve a cabo la ejecución. —La mirada de lord Ariakan se volvió hacia Steel.
»
Su Oscura Majestad será tu próximo juez, Steel Uth Matar Brightblade. Le dirás, como nos has dicho a nosotros, que fuiste juzgado justamente, que te fueron dadas todas las oportunidades posibles para que hablaras en tu defensa, y que rehusaste esa oportunidad.
—Así lo haré, milord —respondió Steel con voz fuerte que se propagó por el aire, el cual, incluso a una hora tan temprana, era ya sofocante—. No os hago responsable de mi muerte, milord. La culpa es sólo mía.
Lord Ariakan asintió con la cabeza, satisfecho. Era sabido que la reina Takhisis en ocasiones discrepaba de juicios dictados por los mortales, y en tales casos hacía que el espíritu de la víctima regresara para vengarse de quienes la habían ejecutado injustamente.
—Que se cumpla la sentencia.
Uno de los caballeros que escoltaban a Steel le ofreció una venda para los ojos, pero el joven sacudió la cabeza, rechazándola con orgullo. Los dos caballeros lo agarraron de los brazos y lo ayudaron a arrodillarse delante del tajo. Uno de ellos le retiró el negro cabello, dejando el cuello al descubierto.
—¡Descargad el golpe ahí! —sonó una voz siseante, la voz de la suma sacerdotisa—. Cortad donde está esa marca roja en su cuello.
Era la marca que le había dejado la cadena de plata al tirar de ella.
Steel volvió la cabeza y apoyó la mejilla en el tajo de mármol que, a despecho del calor del día, estaba frío como la propia muerte.
—Reza a tu soberana, Brightblade —dijo lord Ariakan.
—Mis plegarías ya están dichas —contestó Steel con firmeza—. Estoy dispuesto.
Pudo ver cómo se alzaba la espada sobre él; Ariakan la enarboló, listo para descargar un golpe que separaría la cabeza de Steel de su cuerpo. El reo la vio levantarse en un arco y, cuando la hoja alcanzó el punto más alto, captó la luz del sol y emitió un resplandor blanco y fuerte, como una estrella.
Steel cerró los ojos. El recuerdo de aquel hermoso destello sería el último en su memoria. Aguardó, en tensión, el golpe.
Lo que sintió, en cambio, fue un gran peso cuando otro cuerpo, desplomándose sobre el suyo, lo hizo perder el equilibrio. Al tener las manos atadas le resultó imposible sujetarse y cayó de costado.
Atónito, casi furioso por la interrupción, abrió los ojos para ver qué pasaba.
Un hombre joven, vestido con una blanca túnica, se encontraba de pie a su lado, en actitud protectora. En sus manos sostenía un bastón rematado por una bola de cristal que aferraba una garra de dragón dorada.
—¿Qué significa esto? —tronó lord Ariakan—. En nombre de su Oscura Majestad, ¿quién demonios eres tú?
—El que queréis —dijo el joven con una voz vacilante que cobró firmeza a medida que hablaba—. Soy Palin Majere.
Viejos amigos.
Propuesta de una reunión
Raistlin Majere se encontraba en el estudio de Astinus de Palanthas. El archimago paseaba de un lado a otro por el cuarto, intranquilo, su mirada recorriendo fríamente y sin interés los volúmenes de la historia reciente, apilados ordenadamente en las estanterías. Astinus trabajaba en su mesa, escribiendo en el libro. De vez en cuando, aparecía alguno de los Estetas y, muy en silencio, para no molestar a su maestro, recogía los volúmenes completos y se los llevaba a la biblioteca, donde a continuación se archivaban por orden cronológico.
Ninguno de los dos hombres había hablado desde el regreso de Astinus al estudio. Las campanas de la ciudad tocaron la Hora de la Primera Vigilia. Raistlin hizo un alto en su constante pasear de un lado a otro y miró hacia la puerta abierta y al pasillo, como si esperara la llegada de alguien.
No vino nadie.
Se quedó quieto largos instantes, y luego, volviendo sobre sus pasos, rodeó la silla de Astinus y echó un vistazo para leer lo que acababa de escribir el historiador. Satisfecho, Raistlin asintió con un gesto.
—Gracias, amigo mío —dijo en voz queda.
Astinus no levantó la pluma del papel, y el fluir de la tinta sólo cesó cuando el cronista dejó de escribir para mojar la pluma en el tintero, y lo hizo tan rápidamente que casi no se vio el movimiento.
—No hice gran cosa —contestó Astinus, sin dejar de escribir.
—Mostraste el libro a Palin —dijo Raistlin—. Reconozco que no es algo inusual, pero se lo mostraste para obligarlo a tomar una decisión, y a ti te desagrada entrometerte en los asuntos de la humanidad.
—Los asuntos de la humanidad me conciernen —comentó Astinus—. ¿Cómo podía ser de otro modo? Los he escrito, los he vivido, todos y cada uno de ellos, a lo largo de los siglos.
El ritmo de la escritura decreció y, finalmente, cesó. Justo esta mañana había iniciado un nuevo volumen. Era grueso, encuadernado en piel, y sus páginas de papel de vitela estaban en blanco, listas para reflejar risas, lágrimas, maldiciones, golpes, el llanto de los recién nacidos, el último aliento de los moribundos. Los dedos del cronista parecían estar doblados permanentemente para sujetar la pluma; el índice, manchado con el azul purpúreo de la tinta. Astinus pasó las hojas en blanco hasta llegar al final.
—Ocurra lo que ocurra —dijo en voz baja—, este libro será el último.
Recogió la pluma y la puso sobre el papel. La pluma raspó al tocar la página y soltó una mancha de tinta. Astinus frunció el ceño, desechó la pluma rota a un lado, seleccionó otra nueva de un portaplumas que había en el escritorio, y empezó a escribir otra vez.
—Sabías de antemano, creo, la decisión que tomaría tu sobrino.
—Lo sabía —admitió Raistlin en voz baja—. Por eso hice que Caramon regresara a casa, para que no interfiriera. Palin tenía que hacer su propia elección.
—La correcta... para él —observo Astinus.
—Sí. Es joven, y no ha sido puesto a prueba realmente. Ha llevado una vida fácil. Lo han amado, admirado, respetado. Tuvo todo cuanto quiso; no ha conocido la miseria ni las privaciones. Cuando quería dormir, había una cama preparada para él, con sábanas limpias y en una habitación cálida y acogedora. Es cierto que viajó con sus hermanos, pero eso siempre fue, salvo en la última ocasión, más unas vacaciones que otra cosa. No como Caramon y yo, cuando éramos mercenarios antes de la guerra.
»
Sólo una vez fue puesto a prueba de verdad —musitó el archimago—, durante la batalla en la que sus hermanos murieron, y fracasó...
—No fracasó —dijo Astinus.
—Pero él cree que sí —repuso Raistlin mientras se encogía de hombros—, lo que equivale a lo mismo. En realidad, luchó bien con la magia que disponía, mantuvo la calma en medio del temible caos, recordó los conjuros en unos instantes en los que uno se pregunta cómo un hombre es capaz de recordar su propio nombre. Pero perdió. Estaba condenado a perder. Sólo en el momento en que tuvo la Túnica Negra en sus manos, sólo cuando tenía que condenar a muerte a un hombre injustamente, sólo entonces, se enfrentó al sacrificio que debía estar preparado para hacer.
—Cabe la posibilidad de que muera por querer despejar esa incógnita —comentó Astinus, que no había dejado de escribir durante la conversación.
—Ése es un riesgo que todos corremos. Así lo juzga oportuno el Cónclave... —Raistlin miró los libros con el entrecejo fruncido, como si pudiera leer su contenido y no encontrara mucho que fuera de su agrado.