—¿Has oído cómo me ha llamado? —comentó Tas a Usha, lleno de orgullo, mientras seguían al cronista—.
Maese
Burrfoot.
Palin pensó que Astinus tenía razón. Raistlin no querría reunirse con un sobrino que olía como si hubiera compartido un banquete con enanos gullys.
El joven abrió la puerta y entró en la habitación; era un cuarto pequeño, similar a las celdas monacales donde vivían los Estetas, los monjes que dedicaban sus vidas al servicio de la biblioteca y su maestro. Apenas amueblado, el cuarto tenía una cama y un lavabo con una jofaina, una palangana, y una vela encendida. Los pies de la cama se perdían en las sombras, pero el bulto que había encima debía de ser la muda de ropa.
Palin sólo echó una ojeada por encima a las prendas limpias. Se acercó a la palangana, de repente deseoso de quitarse la mugrienta túnica y lavarse la suciedad y el mal olor que empezaba a revolverle el estómago.
Tras las abluciones, sintiéndose ya mucho mejor, hizo un bulto con la ropa sucia, lo puso en un rincón, y fue hacia donde estaba la muda limpia.
Palin se paró, miró fijamente, y dio un respingo. Cogió la ropa y la acercó a la luz, pensando que los ojos lo engañaban.
No había error. Ni engaño, al menos ninguno que pudiera achacar a sus ojos.
La túnica que Astinus le había dejado era negra.
La elección
Lo primero que se le ocurrió a Palin era que Astinus le estaba gastando alguna clase de broma, pero al recordar los ojos impasibles del cronista descartó esa idea. El paño negro era suave al tacto y lo notaba extrañamente cálido contra la palma de su mano. Las palabras que le había dicho a Raistlin en la Torre de la Alta Hechicería volvieron a su mente con contundencia:
«Sé que el trabajo será arduo y difícil, pero haré cualquier cosa, sacrificaré cualquier cosa, para obtener más poder.»
¿Era ésta la respuesta? ¿Era éste el sacrificio que su tío pretendía?
Alguien llamó a la puerta y, antes de que Palin tuviera tiempo de contestar, la abrió. Astinus estaba en el umbral; sostenía un gran libro en los brazos, y una pluma en la mano.
—¿A qué esperas? No pierdas más tiempo y póntela —ordenó.
—No lo comprendo, señor. ¿Qué significa esto?
—¿Significar? ¿Qué crees tú que significa? Ya has tomado una decisión. Póntela.
—¿Decisión? ¿Qué decisión? Nunca tuve esta intención, no quiero tomar la Túnica Negra, no quiero utilizar mi magia para provecho propio o para perjudicar a otros u obligarlos a hacer mi voluntad...
—¿De veras? —Astinus se mostraba sosegado—. Pues yo diría que permitir que un hombre muera en tu lugar es una decisión merecedora de la Túnica Negra.
—¿Morir en mi lugar? Tiene que tratarse de una equivocación —protestó Palin—. Yo nunca... —Enmudeció—. ¡Dios mío! ¡Te refieres a Steel! Pero, no. Es imposible que los caballeros lo mataran. Sin duda les explicó las circunstancias, que él no habría podido hacer nada para evitarlo. ¿Es que no lo creyeron?
Astinus entró en el cuarto y se acercó a Palin. El cronista abrió el gran libro que llevaba en los brazos y señaló una línea escrita al final de la página.
En el día de hoy, Hora de la Primera Vigilia, Steel Brightblade fue ejecutado. Murió en lugar de Palin Majere, que había dado su palabra de honor de regresar, y faltó a ella.
—Hora de la Primera Vigilia —musitó Palin. Alzó la vista del libro y miró a Astinus—. ¡Pero todavía no es la Hora de Primera Vigilia! No es posible. ¿Cómo...?
—Faltan unas horas para que salga el sol —dijo Astinus, encogiéndose de hombros—. A veces me anticipo a los acontecimientos. Me facilita el trabajo, sobre todo si no existe posibilidad para el cambio.
—¿Dónde? —inquirió Palin, que aferró con fuerza la negra túnica—. ¿Dónde lo van a ajusticiar?
—En la Torre del Sumo Sacerdote. Morirá sin honor, despojado de todo rango. Pondrá la cabeza en el tajo encostrado de sangre reseca, y lord Ariakan en persona blandirá la espada que cercenará la cabeza de Steel Brightblade, separándola del cuerpo. —Palin escuchaba inmóvil, en silencio. Astinus continuó, inexorable:
»
Su cadáver no recibirá sepultura, sino que será arrojado desde las murallas para alimento de las aves carroñeras. Servirá de ejemplo para otros caballeros. Esto es lo que les ocurre a quienes no obedecen las órdenes.
Unas imágenes acudieron a la mente de Palin: Steel arrodillado junto a la tumba de sus hermanos; Steel luchando a su lado en el Robledal de Shoikan; Steel salvándole la vida...
—Pero ¿qué importa eso? —siguió Astinus con un tono monótono—. Es un hombre perverso que ha entregado su alma a la Reina de la Oscuridad, que ha matado a muchos hombres buenos, Caballeros de Solamnia. Merece morir.
—No deshonrado y en desgracia. —Palin miró el libro en las manos de Astinus, a la última línea escrita—. Hora de la Primera Vigilia. Es demasiado tarde. Detendría la ejecución si estuviera en mis manos, pero es imposible. Se tardan días en llegar a la Torre del Sumo Sacerdote desde Palanthas, jamás llegaría a tiempo de impedir que lo mataran. —Se sentía avergonzado, pero al mismo tiempo experimentó un inmenso alivio.
Ponte la Túnica Negra. Cuando lo hayas hecho, abriré el libro de hechizos de Fistandantilus para ti. Te lo habrás ganado,
susurró una voz en su mente.
Un regusto amargo, peor que el hedor de las cloacas, le subió a la boca. Acarició el negro paño. Era suave al tacto; suave y cálido, y lo envolvería, lo protegería.
—¡Yo no he hecho nada, tío! No es culpa mía. No se me ocurrió en ningún momento que Steel saliera perjudicado por mi causa. Incluso si quisiera ir, jamás llegaría a tiempo.
Has tomado tu decisión. ¡Proclámala en voz alta, con orgullo! ¡No te mientas a ti mismo, sobrino!,
susurró la voz.
Todavía puedes ir. Tienes el anillo de Dalamar que el kender te devolvió. Puedes estar en la Torre del Sumo Sacerdote en un breve instante.
Palin tembló. La madera del Bastón de Mago se había puesto repentinamente caliente, más que el tacto del negro paño bajo su mano. El anillo lo llevaría allí, sólo tenía que desearlo.
¡Pero qué terrible deseo! Miró a Astinus.
—¿Lo has oído?
—Sí, he oído todas las palabras, incluso las del espíritu.
—¿Lo... lo que dice es verdad? ¿Podría detener la ejecución?
—Si llegas a tiempo a la Torre del Sumo Sacerdote, sí, los caballeros pararían la ejecución. —Astinus miró a Palin con cierta curiosidad—. Detendrían la ejecución de
Steel.
¿Estás preparado para que borre en el libro su nombre y ponga el tuyo?
Palin sintió la garganta constreñida; apenas podía respirar. «No. No estoy preparado para morir. Tengo miedo a la muerte, al dolor, a la eterna oscuridad, al silencio ininterrumpido. Quiero ver amanecer, escuchar música, beber un vaso de agua fresca. He encontrado alguien a quien amar. Quiero volver a sentir el cosquilleo de la magia en mi sangre. Y mis padres. Su pesar sería más amargo. ¡No quiero dejar esta vida!»
Entonces, no la dejes, sobrino,
sonó la susurrante voz en su mente.
Steel Brightblade ha entregado su alma a la Reina Oscura. Muchos considerarían un acto justo dejar que muriera.
—Di mi palabra. Prometí regresar.
¿Faltar a la palabra dada? ¿Romper una promesa? Una vez que Steel Brightblade haya muerto, ¿a quién le importará?
—A mí —respondió Palin.
¿Y qué esperabas, sobrino? ¿Qué creías que significaba la palabra «sacrificio»? Yo te lo diré. Significa renunciar a todo, ¡a todo! -
-
amor, honor, familia, la propia alma-
-
por la magia. ¿No era eso lo que querías? ¿O es que esperabas conseguirlo sin dar algo a cambio?
—Me estás pidiendo que renuncie a la vida —dijo Palin.
Por supuesto.
—En cualquier caso —comprendió el joven—, será la vida lo que pierda.
En cualquier caso,
corroboró Raistlin.
La ejecución
Steel Brightblade estaba tumbado en un jergón de paja que había en el suelo de su celda. No había dormido; había pasado la noche anterior a su ejecución en silenciosa y amarga vigilia. No temía a la muerte; la había aceptado de buen grado, incluso la había buscado.
Pero la muerte no le había llegado, no se lo había llevado cuando deseaba morir, en la batalla, con honor. Ahora su muerte sería ignominiosa, deshonrosa, degradante. Moriría encadenado, como un vulgar ladrón, un cobarde, un traidor.
No podía ver el amanecer desde su celda sin ventana, pero sí escuchaba las llamadas de la guardia. Las había oído a lo largo de toda la noche. Oyó la llamada de la Última Vigilia repitiéndose por toda la torre, e imaginó lo que sería para los que estaban de guardia.
Sonreirían, se desperezarían y bostezarían. El final de su turno estaba cerca. Dentro de una hora serían relevados de sus puestos, regresarían a los barracones y se sumirían en la acogedora oscuridad del sueño. Saldrían de esa oscuridad al despertar, maldiciendo las chinches, el calor, los ronquidos del compañero que tenían al lado.
Dentro de una hora, Steel Brightblade se sumiría en la oscuridad de la que no hay retorno, no hasta que Chemosh se apoderara de él y lo enviara a recorrer el mundo como uno de los espectros condenados a vagar por él sin descanso. Steel no le tenía miedo a nada de esta vida, pero la idea de una suerte tan funesta estremecía su alma. Una vez había visto al caballero muerto, lord Soth. Sobrecogido por el poder del muerto en vida, Steel había contemplado el fantasmal semblante del caballero con repulsión y pena, y había musitado una plegaria: «Takhisis, Reina de la Oscuridad, que mi destino sea cualquiera menos éste».
Esa había sido su agonía a lo largo de la noche. ¿Lo perdonaría Takhisis, o lo entregaría al dios de la máscara de la calavera, Chemosh, para que pasara toda la eternidad como un esclavo de la muerte?
La idea le heló la sangre en las venas, lo hizo temblar de terror, el cuerpo bañado en sudor frío. Tiritando, se encogió en el jergón de paja, y alzaba sus plegarias a su Oscura Majestad suplicando el perdón cuando la llave tintineó en la cerradura de la puerta de su celda.
—Una visita —anunció el carcelero, cuya voz sonaba sumisa, reverente, y el tono inusual alertó a Steel de que no se trataba de un visitante corriente.
Se incorporó y se puso de pie. Vestía el atuendo que llevaría para la ejecución, una especie de burda camisola, suelta y larga, de color negro, parecida a la mortaja con la que cubrían los cadáveres de indigentes antes de arrojarlos a la fosa común. Esperó en tensión, nervioso, pensando, temiendo, abrigando la insensata esperanza de que tal vez fuera lord Ariakan que venía a revocar la pena de muerte. La puerta de la celda chirrió al abrirse.
Entró una figura envuelta en ropajes negros, encorvada, vencida por la edad. En la oscuridad de la celda, Steel no podía distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. Parecía poco más que un bulto de oscuridad vacilante, frágil. La figura no estaba sola; iba acompañada por otra, también vestida de negro, que caminaba a su lado sirviendo de apoyo a sus pasos renqueantes.
Sin embargo, la voz que habló no era débil ni temblorosa.
—Cierra la puerta y echa el cerrojo.
El recuerdo resurgió en Steel. Había visto a esta persona antes, había estado con ella. Se tendió en el frío y húmedo suelo de piedra, boca abajo, con los brazos extendidos hacia adelante, a los pies de la figura.
—¡Santidad! —musitó.
—Luz —ordenó la suma sacerdotisa a la acolita que la servía.
La mujer más joven pronunció una palabra, y surgió una luz de fuente desconocida. Esta luz no expulsó la oscuridad; más bien pareció hacerla más profunda, más fuerte, dotada con vida.
La suma sacerdotisa de Takhisis avanzó, renqueante, hasta situarse delante de Steel.
—Levántate —siseó—, y mírame.
Embargado por un temor reverencial, Steel se puso de rodillas.
La suma sacerdotisa ya le había parecido muy anciana cuando lo había bendecido en su investidura, años atrás, pero ahora su vejez llegaba más allá de lo comprensible, de lo concebible. Unos ralos mechones de pelo blanco le enmarcaban el rostro; la piel se adhería, tirante, sobre los huesos, como si debajo no quedara ni una partícula de carne. Tenía los labios azulados, exangües, al igual que las venas marcadas en las marfileñas manos.
La gran sacerdotisa extendió una de aquellas manos —la otra estaba aferrada al brazo de la acolita— y agarró a Steel por la barbilla. Sus dedos parecían garras; las uñas, largas, amarillentas y afiladas, se hincaron en su carne.
—Nuestra soberana ha escuchado tus plegarias. Está complacida contigo, Steel Uth Mathar Brightblade. Has servido bien a su majestad, mejor de lo que crees. Tiene la posibilidad de ganar dos almas en el día de hoy. Te ha sido reservado un puesto en la tenebrosa guardia de su Oscura Majestad, un puesto de honor...
Steel cerró los ojos, y unas lágrimas de agradecimiento y alivio escaparon entre sus pestañas.
—Honro y doy las gracias a su majestad con todo mi corazón...
—Hay un requisito —lo interrumpió la gran sacerdotisa.
Steel abrió los ojos bruscamente. Las uñas de la mujer se clavaron en su carne e hicieron brotar la sangre. Luego le soltó la barbilla, bajó la mano y extendió un dedo esquelético, señalando.
—Quítate el talismán.
La mano de Steel fue hacia su garganta, a la cadena de fina plata que llevaba en torno al cuello. De esa cadena colgaba un aderezo que había mantenido oculto en todo momento. Sólo cuatro personas sabían que lo tenía, y una de esas personas, Tanis el Semielfo, estaba muerto ahora. Lord Ariakan lo sabía, ya que el propio Steel se lo había dicho; lo sabía la gran sacerdotisa; y Caramon Majere, que había sido testigo cuando había recibido el regalo de su padre, lo sabía. La mano de Steel se cerró sobre la Joya Estrella.
A menudo, el joven se había preguntado por qué la llevaba. Era un engorro; sus afilados bordes lo arañaban y lo molestaban. En más de una ocasión había decidido librarse de ella, la había agarrado con la mano, dispuesto a romper la cadena de un tirón y arrojarla al polvo.
Sin embargo, cada vez que la tocaba, una sedante sensación de serenidad lo inundaba, del mismo modo que el agua fresca calmaría la sed ardiente. Era una sensación que sosegaba el casi constante tumulto interno en el que se debatía, aclaraba sus ideas, dejando su mente despejada, con la agudeza de las aristas de la joya. Las dudas persistentes se desvanecían, en tanto que le devolvía la seguridad en sí mismo, en sus habilidades.