La muchacha estaba sentada en la silla hecha un ovillo, contemplando el rojo resplandor del cielo con expresión atemorizada.
Palin puso la mano en su hombro en un gesto tranquilizador, y ella alzó rápidamente su mano y apretó la del joven con fuerza.
—Temo por ellos —dijo, con la garganta constreñida—. Ese fulgor... es el mismo que vi la noche en que me marché, sólo que ahora es... mucho más brillante. Estoy preocupada, Palin. Lo que dice tu tío es verdad. ¡Ellos, nosotros, hemos traído la destrucción sobre todos!
—No te preocupes —la consoló Palin, acariciándole el brillante cabello con ternura—. Los irdas son muy poderosos con la magia. Cuando vuelva...
—¿Qué quieres decir con eso de «cuando vuelva»? —Usha había alzado los ojos hacia él—. ¿Adónde vas? ¡Te acompaño! —Se puso de pie, agarrándose a la mano de Palin.
—Entonces, está decidido —dijo Dalamar, enderezándose.
—Sí, creo que sí —murmuró Raistlin. Empezó a toser, pero enseguida se recuperó, y se limpió los labios con un pañuelo.
Sonó una llamada en la puerta, que se abrió en silencio. Era Jenna.
—Dalamar —dijo en tono bajo la hechicera—, es la hora. Tengo los componentes de hechizos y los pergaminos que querías.
—He de irme —anunció el elfo oscuro—. No tenemos tiempo que perder. ¿Le darás a Palin y al kender las instrucciones,
shalafi?
—No tienes que llamarme así; ya no soy tu maestro —dijo el archimago, sacudiendo la cabeza.
Dalamar esbozó una sonrisa torcida y desagradable. Su mano fue hacia el pecho, soltó el broche que tenía forma de un cisne negro, y abrió los pliegues de terciopelo de la pechera. Cinco heridas, del tamaño y la forma de las yemas de unos dedos, aparecían visibles, frescas, sangrantes, en la suave piel del elfo.
—Siempre serás mi maestro —afirmó—. Como puedes ver, estudio a diario la lección que me enseñaste.
—Y, por lo visto, has sabido sacarle provecho —comentó Raistlin fríamente. Los dedos de su mano derecha empezaron a tamborilear suavemente sobre el escritorio.
—Te admiraba —musitó Dalamar—. Todavía te admiro. —Con un movimiento brusco de la mano, se cerró la pechera de la túnica, ocultando las heridas—. Y siempre te odiaré. —Se volvió hacia Palin—. Adiós, Majere. Que los dioses de la magia derramen sus bendiciones sobre ti.
—Y sobre todos nosotros —intervino Jenna quedamente—. Adiós, Palin Majere. Y adiós también a ti —sonrió con sorna—, Usha Majere.
Luego dio la mano a Dalamar, que la tomó en la suya, pronunció unas rápidas palabras mágicas, y los dos desaparecieron.
Palin no respondió a sus palabras de despedida. Su mirada estaba prendida en Raistlin.
—¿Adónde voy, tío? ¿Dónde me envías?
—¡Y a mí! —exclamó, ansioso, Tas.
—Y a mí —añadió Usha con resolución.
—Tú no... —empezó Palin.
—Sí —lo interrumpió suavemente Raistlin—. La chica va contigo. Debe hacerlo. Es la única que conoce el camino.
—¡A casa! —Usha entendió al archimago de inmediato. Contuvo el aliento—. ¡Me envías de vuelta a casa!
—Os envío para que recuperéis esto. —Raistlin puso un dedo delgado sobre un dibujo que había en el libro que Dalamar y él habían estado leyendo. Palin se inclinó para echar un vistazo.
—¡La Gema Gris! Pero... pero si está rota. Los dioses lo dijeron.
—Está rota, sí —confirmó Raistlin—. Y os toca a vosotros restaurarla. Sin embargo, antes tendréis que véroslas con quienes la guardan. —Lanzó una mirada significativa a Usha.
—¿Vienes con nosotros, tío?
—En espíritu —contestó Raistlin—. Te ayudaré en todo cuanto pueda, pero no soy de este mundo, Palin —añadió, al reparar en la expresión de desencanto de su sobrino—. He perdido mis poderes, y sólo puedo actuar a través de ti.
—Me enorgullece pensar que todos tenéis tanta confianza en mí. —El joven estaba desconcertado—. Pero, ¿por qué me enviáis a mí, tío? Hay otros magos mucho más poderosos...
—Todos los magos de Krynn está luchando en esta guerra, sobrino. Los Caballeros Grises, los Túnicas Rojas, Negras y Blancas, desde el maestro más poderoso hasta el aprendiz de más bajo nivel. El Cónclave ha juzgado que eres el más indicado para esta tarea. ¿Por qué? Tienen sus razones, algunas de las cuales apruebo, y otras no. Baste decir que tu vínculo con la muchacha irda es un factor, y tu vínculo conmigo, otro. Tienes en tu poder el Bastón de Mago y, lo que quizás es más importante, en una ocasión fuiste capaz de controlar la Gema Gris.
—Más que controlarla, lo que hice fue engañarla —dijo el joven tristemente—. Y, además, tuve ayuda. Dougan Martillo Rojo estaba allí.
—También esta vez contarás con ayuda. No vas solo. —Raistlin miró a Tasslehoff, que se había sentado en el suelo y hacía un inventario de los objetos que llevaba en sus saquillos.
Palin siguió la mirada de Raistlin, y se acercó al archimago.
—Tío —musitó—, iré a cualquier parte que quieras y haré exactamente lo que me pidas. Usha vendrá conmigo para descubrir lo que pasó con los suyos. Pero ¿estás seguro de mandar a Tasslehoff? Sí, lo admito, es el mejor kender que ha existido, pero... bueno... es un kender.
Raistlin puso su mano sobre el hombro de Palin.
—Por eso es por lo que ha sido elegido. Los kenders tienen una cualidad que te hará falta, sobrino. Los kenders son inmunes al miedo. —La mano del archimago se cerró con más fuerza, y sus finos dedos se clavaron en la carne de Palin—. Y, a donde vais, esa cualidad será inestimable.
Rumores.
Truenos y llamas.
Zarpar
Los muelles de la bahía de Branchala estaban abarrotados de gente aquella mañana calurosa, gris, llena de humo. Una terrible tormenta sacudía las montañas; las gentes de Palanthas podían oír el estampido de los truenos. Unos rumores aterradores corrían por la ciudad, saltando de casa en casa, alimentándose con su propio combustible, ardiendo con más rapidez y con más furia cuanto más se propagaban.
Hacía horas que un resplandor rojo iluminaba el cielo septentrional. Al principio, se corrió la voz de que había un gran incendio en la urbe. Algunos decían que la Gran Biblioteca estaba ardiendo. Otros juraban haber oído que las llamas consumían la Torre de la Alta Hechicería. No pocos sabían que alguien había visto fuego saliendo por las ventanas del Templo de Paladine.
Nadie pudo dormir. Todo el mundo estaba muy nervioso. La gente corría al templo o a la biblioteca para combatir el incendio, sólo para encontrarse —una vez que llegaban allí— con que no había fuego. Los palanthianos deambulaban por las calles, contemplando el rojo fulgor que se hacía cada vez más brillante. Se reunían en pequeños grupos, comentando el último rumor con gran tensión, y luego se apartaban de ese grupo para unirse a otro. Las campanas de la ciudad repicaban enloquecidas, tañendo aquí y allí de manera esporádica conforme un rumor cobraba más importancia que otro y alguien decidía que debía anunciarlo.
Al principio, los Caballeros de Takhisis trataron de imponer el orden en la ciudad. Salieron en grandes grupos, marchando por las calles y dispersando a la muchedumbre, instando a la gente a regresar a sus casas. Los caballeros cerraron las tabernas, intentaron silenciar las campanas, pero, cerca ya del alba, las campanas fueron reemplazadas por el redoble de tambores. Los caballeros que habían recorrido las calles empezaron a salir en formación por las puertas de la ciudad, dirigiéndose hacia la calzada que conducía a la Torre del Sumo Sacerdote.
Los ciudadanos no tardaron en caer en la cuenta de que Palanthas era libre.
Hubo gran regocijo, y los rumores corrieron ahora como el viento. La nación elfa se había levantado y había lanzado un ataque contra los caballeros negros. La nación enana se había levantado y había lanzado un ataque. La enanos y los elfos se habían levantado y... Los bulos continuaron hasta que alguien juró que se había enterado de que un ejército de kenders estaba minando las murallas de la Torre del Sumo Sacerdote. Las campanas volvieron a repicar, esta vez proclamando la victoria. Sus tañidos cesaron enseguida.
A media mañana, los barcos empezaron a entrar apresuradamente en el puerto. Sus tripulaciones informaron que habían visto el océano ardiendo; el resplandor rojo en el cielo provenía de un fuego terrible, mágico, que se alimentaba del agua. Una vez que se propagó esta noticia, la gente corrió a los muelles para escuchar lo que contaban los marineros y para contemplar fijamente el parpadeante fulgor rojizo: una puesta de sol anormal a una hora del día equivocada, y en el punto cardinal equivocado.
Y entonces llegó la noticia de que los bosques de la montañas Vingaard estaban ardiendo, que la Torre del Sumo Sacerdote había sido atacada por una fuerza desconocida, poderosa y horrenda, la misma que podía hacer arder el agua como si fuera yesca y leña seca. Un manto de humo se desplazó desde las colinas ardientes y se extendió sobre la ciudad. Hasta el momento, el incendio de los bosques estaba muy lejos y no representaba una amenaza, pero si el viento cambiaba de dirección...
—¿Dónde dejaste tu bote? —preguntó Palin a Usha mientras los tres salían por las puertas de la muralla de la Ciudad Vieja y se dirigían hacia el puerto.
—En el muelle público. Pagué a un enano para que lo vigilara. Oh, Palin —exclamó Usha, consternada, y se paró en seco—. ¡Mira qué muchedumbre! ¿Cómo vamos a pasar entre tanta gente?
La mitad de la población de la urbe se encontraba en el puerto, esperando la llegada de los barcos, cuchicheando con los que tenía al lado o guardando un lóbrego silencio, contemplando el extraño color del cielo. Era una muralla viviente que se desplazaba y se arremolinaba con cada nuevo rumor, pero que permanecía como un frente sólido, a pesar de todo.
—¿Eso? ¡Bah! No será ningún problema —aseguró Tas con actitud alegre—. Vosotros seguidme, y ya veréis.
Echó a andar hacia el grupo de gente más cercano, varios hombres de gremios que se abanicaban y se enjugaban el sudor de la frente al tiempo que hablaban sin parar en tono bajo y excitado, haciendo sólo un alto de vez en cuando para preguntar a cualquiera que pasara a su lado qué noticias tenía.
—Disculpad —dijo Tasslehoff en voz alta. Tiró de la larga y abullonada manga de uno de los hombres—. Mis amigos y yo intentamos...
—¡Kenders! —chilló el hombre. Con una mano agarró su bolsa de dinero, con la otra sujetó el enjoyado colgante que llevaba al cuello, y retrocedió dando tres brincos.
Este hombre chocó con fuerza contra la espalda de otro, que estaba charlando con su grupo. Ese segundo hombre se volvió, y al ver a Tas, agarró su bolsa de dinero y saltó tres pasos hacia atrás. A no tardar, la gente empujaba y saltaba y daba codazos para quitarse de en medio.
—Gracias —dijo Tasslehoff con educación, y echó a andar, con Palin y Usha siguiéndolo rápidamente, hasta que llegó a la siguiente barrera humana, donde con su estridente: «¡Disculpad!» volvió a dar comienzo todo el proceso.
De este modo los tres pasaron entre la multitud con mucha más facilidad y más deprisa de lo que habían esperado. El que su paso fuera acompañado por secas órdenes de «¡No te acerques!» y repetidos gritos de «¡Eh, devuélveme eso!» así como alguna que otra pelea, sólo fue una pequeña molestia que no merecía tomarse en cuenta.
La mayoría de la gente estaba arremolinada cerca de la muralla de la ciudad, o reunida en los muelles comerciales, cerca de donde los botes llevaban a tierra a las tripulaciones y pasajeros de los grandes barcos anclados a la entrada del puerto. Una vez que llegaron al borde del agua, el número de personas disminuyó.
Se habían izado banderas de prevención que colgaban fláccidas sobre la oficina del capitán de puerto, aunque en realidad los marineros no las necesitaban. Veían por sí mismos que ninguna persona en su sano juicio saldría a la mar esa extraña mañana.
Usha no era una experta marinera, ni sabía nada sobre banderas preventivas, aunque tampoco les habría hecho mucho caso de haberlo sabido. Volvía a casa. Descubriría la verdad, fuera la que fuese, por terrible que resultara.
Al parecer, su temor había agudizado sus sentidos, su vista, pues encontró su barco de vela enseguida, aunque estaba apiñado entre muchas otras embarcaciones.
—¡Allí! —señaló.
—Parece muy pequeño. —Palin observaba el bote con desconfianza.
—Cabremos los tres de sobra.
—Quiero decir pequeño para aventurarse en el mar.
Dirigió la mirada hacia el horizonte. No soplaba ni chispa de brisa en el puerto. Las olas causadas por el movimiento de los barcos chapaleaban perezosamente bajo el muelle. Ninguna ave marina sobrevolaba la superficie del agua ni peleaba por coger las cabezas y las colas de pescado. Ninguna nube empañaba el cielo, aunque el resplandor de los rayos y el retumbo de los truenos era permanente en el cielo oriental. El extraño y ominoso resplandor rojo se extendía por el horizonte y se reflejaba en el agua. Palin sacudió la cabeza.
—No hay viento, y no podemos remar toda la distancia que nos separa de tu tierra. Tenemos que encontrar otro modo de trasladarnos.
—No, no tendremos que hacerlo —replicó Usha mientras tiraba de él—. El bote es mágico, ¿recuerdas? Me llevará de vuelta a casa, Palin. Me llevará de vuelta a casa... —repitió en un murmullo.
—Usha. —Palin tiró de su mano, obligándola a frenar sus pasos—. Usha...
La muchacha lo vio en su cara, oyó en el tono de su voz lo que estaba a punto de decirle. Era como mirarse a un espejo en el que viera reflejados sus propios temores.
—Estaré bien —dijo—. Te tengo conmigo.
Agarrándose fuerte de su mano, la muchacha echó a andar por el muelle, dirigiéndose hacia su embarcación.
Saltó al bote y empezó a revisarlo para asegurarse de que seguía en condiciones de navegar. Palin y Tas permanecieron en el embarcadero, achicharrándose bajo el sol, listos para soltar las amarras cuando fuera el momento de partir. Varias personas los observaban con curiosidad, pero no les dijeron nada, probablemente porque suponían que estaban acondicionando la embarcación para que aguantara la tempestad, sin imaginar en ningún momento que planeaban zarpar.
Palin se preguntó si la gente intentaría detenerlos, y qué haría para manejar esa situación si se presentaba.
Tenían que tomar esta ruta, por mucho que le desagradara navegar hacia ese horizonte ardiente. Lo que había dicho Usha era cierto. La embarcación mágica la llevaría de vuelta a su tierra natal. No había otro camino, puesto que nadie más sabía dónde estaba la tierra de los irdas, ni siquiera los miembros del Cónclave. Quizá los dragones lo supieran, pero estaban disputando sus propias batallas.