La Guerra de los Dioses (39 page)

Read La Guerra de los Dioses Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

BOOK: La Guerra de los Dioses
11.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

La Gema Gris.

Huestes de Caos

—Eso está bien —dijo Tasslehoff, que observaba a Palin y a Usha—. Ahora se tienen el uno al otro, y, así, por supuesto, todo irá bien. Al menos, se merecen que todo les vaya bien. —Dio un suspiro y añadió:— Claro que, a menudo, he visto que merecer y conseguir no van necesariamente asociados.

Permaneció observando a los dos jóvenes el tiempo suficiente para verlos encontrar solaz y consuelo en los brazos del otro. El amor verdadero —si no eres una de las partes interesadas, sólo un tercero que se limita a ser testigo de él— tiende a ser un poco aburrido. Tas bostezó, soltó un fuerte estornudo cuando algo de ceniza le entró en la nariz, y miró a su alrededor buscando algo para entretenerse.

Allí, extendiéndose ante él entre los tocones de los árboles quemados, había un sendero.

«Todos los caminos llevan a alguna parte», es un antiguo dicho kender. Si se combina con «Todo camino es bueno si es derecho, incluso si es un ramal izquierdo», entre ambos se resume muy bien la filosofía kender.

—Y quizás este camino me lleve a la Gema Gris —dijo Tas, tras considerarlo.

El kender iba a decirles a Palin y a Usha que se marchaba, pero después pensó que quizá no querían que los molestaran, así que se alejó muy sigilosamente, siguiendo el sendero que había descubierto.

Mientras caminaba, moviéndose en silencio para no importunar a nadie, repasó todo lo que sabía sobre la Gema Gris.

—Supongo que es una joya como cualquier otra, sólo que está rota, por supuesto, lo que es una ventaja —dijo Tas, pensativo—, porque así no tendré que tomarme la molestia de romperla.

Recordó a Raistlin diciendo algo sobre que la Gema Gris estaba guardada, pero Tas no había prestado mucha atención a esa parte. Por experiencia sabía que las gemas siempre están guardadas, y puesto que los guardias suelen ser gente con un prejuicio, totalmente irracional, hacia los kenders, Tas no veía por qué este caso iba a ser diferente. Siguió camino adelante, saltando sobre tocones carbonizados, y pensando que los montones de ceniza gris se parecían mucho a los de nieve, salvo que eran negros, y tenían un cierto olor pútrido; de repente, se encontró con un enano que estaba agazapado detrás de un árbol.

—Caramba —exclamó Tas, que se frenó en seco—. Qué cosa tan rara.

El enano iba excelentemente vestido, sobre todo para estar escondido detrás de un tronco quemado en mitad de un bosque devastado y abrasado. Las finas ropas del enano estaban cubiertas de hollín, así como su barba y su largo cabello, y la pluma del sombrero aparecía mugrienta y mojada. El enano estaba observando algo atentamente; estaba medio de espaldas al sendero, lo que significaba que también estaba medio de espaldas al kender que venía por él.

—Creo... Sí, estoy seguro —musitó Tas—. Es Dougan Martillo Rojo.

Tas siguió la dirección de la mirada del enano, intentando ver lo que Dougan observaba tan atentamente, pero, a causa de otro gran pino —o lo que quedaba de él— que estaba en su camino, Tas no alcanzaba a ver de qué se trataba.

El enano parecía estar muy absorto en su contemplación. Tas no quiso molestar a Dougan, así que avanzó sigilosamente, desplazándose sobre el abrasado terreno tan silencioso como un ratón, cosa que sabía de buena tinta, ya que de forma accidental se había convertido en ratón una vez. Se acercó al enano sin hacer el menor ruido y, al llegar junto a él, le dio unos golpecitos en el hombro.

Fue sorprendente, considerando la corpulencia de Dougan, lo alto que el enano podía llegar a saltar. Y que, además, fuera capaz de saltar tan arriba sin perder su sombrero de ala ancha, también resultaba extraordinario.

El que Dougan saltara de aquella manera sobresaltó tanto a Tas que éste cayó hacia atrás, tropezó con un tronco quemado, y acabó tumbado en el suelo. El orondo enano, respirando trabajosamente y poniéndose tan colorado como el cielo, se echó sobre el kender y le tapó la boca con la mano.

—En nombre de Reorx, ¿quién demonios eres? —demandó Dougan en un susurro ronco—. ¿Y qué haces aquí?

Tas contestó lo mejor que pudo, aunque hablar le costaba trabajo al tener la mano del enano sobre la boca.

—¿Sasegol Purfuzz? —repitió el enano—. No he oído hablar de ti, aunque tu cara me resulta familiar.

Tas sacudió la cabeza violentamente al tiempo que se retorcía e indicaba con señas que mantendrían esta conversación mucho mejor si él pudiera hablar.

Dougan lo miró un instante, y después levantó la mano de la boca de Tas; acto seguido se puso en cuclillas.

—¡Guarda silencio! —advirtió—. Ellos están cerca, ahí mismo. Y, aunque no estoy seguro de si pueden oír o no, es mejor no correr riesgos.

Tasslehoff asintió con la cabeza, se frotó la cabeza donde se había golpeado contra una piedra, y se sentó.

—¿Quiénes son «ellos»? —susurró.

—¿Quién eres tú? —respondió Dougan con otro susurro malhumorado.

—Lo siento, olvidé presentarme. —Tas se puso de pie, y Dougan hizo otro tanto, aunque, al fijarse en su oronda circunferencia, el kender supuso que debía de hacer siglos que no se veía los pies. Le tendió la mano—. Soy Tasslehoff Burrfoot.

—Oh, vaya —gruñó Dougan—. Así que de eso te conozco. Soy...

—Lo sé. Reorx —dijo Tas en un sonoro murmullo—. Pero no te preocupes, no se lo contaré a nadie —añadió apresuradamente, al reparar en el gesto ceñudo de Dougan.

—No hay nada que contar —gruñó el enano, mirando a Tas a los ojos con expresión furibunda—. Me llamo Dougan Martillo Rojo, ¿entendido?

—No —contestó Tas, tras pensarlo un momento—. Pero hay muchas otras cosas que no entiendo. La muerte, por ejemplo. Y que haya alguaciles. Esas dos cosas le quitan un montón de chispa a la vida. Y, ya que estamos en ello, tampoco entiendo los hipidos. A ver, dime: ¿para qué sirven los hipidos? También me preguntaba si podrías explicarme...

Dougan dijo algo sobre que «el Abismo se convertiría antes en un estanque de hielo para patinar», lo que a Tas le pareció muy curioso, y estaba a punto de pedir al enano que le explicara eso, pero la mano de Dougan volvió a taparle la boca.

—¿Por qué has venido? ¿Qué haces aquí?

Levantó la mano ligeramente, lo bastante para que Tas pudiera mascullar una respuesta.

—Me envía Raistlin Majere —contestó el kender, orgulloso—. Tengo que coger la Gema Gris.

—¿Te envía
a ti?

El enano olvidó su propia prohibición y pronunció estas palabras en voz muy alta. Encogiéndose, se agazapó detrás de un árbol y arrastró a Tas consigo.

—¿A ti? —repitió, al parecer muy alterado—. ¿Te envía a ti?

Tas no estaba seguro de que le gustara el modo desdeñoso con que Dougan repetía «a ti». No sonaba muy halagüeño para Raistlin.

—Soy un Héroe de la Lanza —manifestó Tas—. He combatido a dragones, y una vez capturé a un prisionero, a pesar de lo que Flint diga en contra. Rescaté a Sestum de un dragón rojo, y he estado en el Abismo y he regresado de él dos veces, y...

—¡Basta! —bramó el enano, aunque sin levantar la voz; toda una proeza, y una que el kender habría apostado que nadie era capaz de conseguir si no hubiera acabado de ver a Dougan haciéndola.

»
Estás aquí, así que supongo que tendré que sacar el mejor partido posible de ello —rezongó el enano, que añadió algo sobre por qué el mago no había mandado también unos cuantos gnomos para acabar de amargarle la vida (la de Dougan). Tiró de Tas, sacándolo de detrás del árbol y dijo:— Ven, quiero enseñarte algo. ¡Y mantén la boca cerrada!

Tas miró y guardó silencio como le había ordenado, no porque se lo hubiera mandado, sino porque lo que estaba viendo lo dejó sin habla durante mucho, mucho tiempo.

Había siete pinos muertos que formaban un círculo. También habían sido víctimas del fuego, pero, a diferencia de los otros árboles que habían quedado reducidos a cenizas y tocones negros, estos pinos seguían enteros, y ahora se erguían como fantasmales esqueletos, con sus ramas peladas, retorcidas en una agónica muerte.

Un sollozo —de pena por lo que en su momento fueron magníficos árboles— estuvo a punto de escapársele, pero Tas se las arregló para contenerlo. En medio del círculo de pinos muertos había un montón de madera. Maravillosa e inexplicablemente, la madera no se había consumido con el terrible incendio que había abrasado el resto de la isla. Algo brillaba cerca del fondo del montón de madera; lanzaba destellos rojos, reflejando el implacable brillo del ardiente y empecinado sol, que seguía rehusando ponerse como era su obligación.

Tas puso una mano en la oreja de Dougan, se inclinó, y dijo en voz queda:

—¿Es ésa la Gema Gris?

—Partida por la mitad —respondió el enano con expresión sombría—. Sus dos mitades están entre lo que queda del altar. Las escondí de Él. No pudo encontrarlas, aunque las buscó largo y tendido. Y eso me hizo pararme a pensar.

—¿Pensar qué?

—¿A ti qué te importa? —replicó Dougan severamente, con gesto muy serio—. Lo primero que tenemos que hacer es recuperar la joya.

—Entonces, vayamos por ella. ¿Qué nos lo impide?

—Ellos. —Dougan señaló con la barbilla hacia el altar.

Tas miró a su espalda, pero no vio ningún dragón, ni draconianos. Tampoco vio hordas de goblins u ogros o kobolds o caballeros fantasmales o
banshees
o guerreros esqueléticos o cualquier otra clase de guardianes de gemas mágicas que suele haber. Ni siquiera había un alguacil. No había nada, y así se lo dijo a Dougan.

—Así que empinando la botella de aguardiente enano otra vez, ¿no? —añadió con actitud compasiva.

—¡No estoy borracho! —repuso, indignado, el enano—, ¡Los guardianes están ahí, entre los árboles!

—Entre los árboles sólo hay sombras —comentó Tas.

—Ésos son ellos —susurró Dougan—. Sólo que no son sólo sombras. Son seres de sombras, espantosos guerreros de Caos.

—¿En lugar de carne y hueso están hechos de sombras? —preguntó el kender, impresionado.

—Están hechos de agujeros en la materia de los seres mortales. No los ves a ellos, sino que ves a través de ellos su reino, que es el plano de la no existencia. Si te tocan, te conviertes en lo que son ellos: nada. Ésa es la perdición que Caos prepara para este mundo y cada persona, animal, roca, árbol, planta, río, arroyo y océano. Todo, todo será nada.

Tas notó un repentino vacío, una sensación desagradable en la boca del estómago. Se imaginó a sí mismo como nada; a todo lo que había a su alrededor convertido en nada... Todo desapareciendo en la oscuridad del olvido, sin que quedara nadie en ninguna parte que supiera que esa nada había sido algo una vez.

—¿Estás... estás seguro, Dougan? —preguntó al tiempo que tragaba saliva y se frotaba el estómago con la mano, intentando convencer a la desagradable sensación para que se fuera.

—Sí, amiguito, estoy seguro. Es lo que Él prometió, y mantendrá esa promesa. Será lo único que mantenga —añadió Dougan ominosamente.

—Pero, si cogemos la Gema Gris, ¿podremos pararlo?

—Eso creo, muchacho. Aunque, ojo, no estoy seguro. Es sólo una idea que tengo. —Suspiró—. Y la única, hasta ahora. Así que hemos pensado que merece la pena intentarlo.

—Veamos si lo he entendido bien —dijo Tas mientras echaba una ojeada al destrozado altar bajo el cual yacían las dos mitades de la Gema Gris—. Tenemos que escamotear las dos partes rotas a esas sombras.

—Esos seres de sombras —rectificó Dougan en voz baja.

—Sí, eso. Bueno, no me parece una tarea muy difícil. —Tas se sentó en el suelo y empezó a rebuscar en uno de sus saquillos—. Tengo un artefacto mágico muy poderoso...

—¿Lo tienes? —Dougan se acuclilló e intentó asomarse al interior de la bolsa.

—Sí, lo tengo. Me lo dio mi tío Saltatrampas...

—Por supuesto. ¿Quién, si no? —rezongó el enano con acritud—. No será eso, ¿verdad? —señaló.

—No, esto es una lagartija seca. Por lo menos, es lo que creo recordar que es...

—¿Y eso otro?

—Un pañuelo con las iniciales «FB». Ummmm. ¿A quién conozco con las iniciales «FB»? En fin, esto tampoco es. ¡Aja! —gritó Tas.

—¡Chiiist! —gesticuló Dougan, frenético.

—¡Aja! —susurró el kender—. ¡Aquí está! La Cuchara Kender de Rechazo.

Dougan miró la cucharilla y resopló con fastidio.

—Quizá sirva de algo, si los seres de sombras nos convierten en sopa de sombras, lo que no creo probable. —Se puso de pie y empezó a pasear con actitud irritada, gruñendo y tirándose de la barba—. ¿Por qué a mí? ¿Por qué siempre me toca a mí?

—Esto —dijo Tas, irguiéndose con dignidad, lo que le hizo superar la altura del enano, sin contar el sombrero— es un famoso artefacto kender. Observa. Ahora verás cómo funciona.

Tasslehoff salió de detrás del árbol y se encaminó hacia el altar sosteniendo ante sí la plateada cucharilla de té de Dalamar.

33

Tasslehoff en apuros.

El plan de Dougan.

La ladrona

—¿Tasslehoff? ¿Dónde estás? —llamó Palin. No hubo respuesta.

Todos los viajeros de Krynn lo bastante valientes o insensatos para ir en compañía de un kender saben que, aunque resulta agotador llevar uno en el grupo, es diez veces más irritante descubrir que el kender se ha marchado a vagabundear solo. Grandes partidarios de correr aventuras, cuando vuelven de sus correrías los kenders tienen la interesante costumbre de traer esas aventuras consigo para compartirlas con sus compañeros, lo quieran ellos o no.

Maldiciéndose rotundamente por su error —aunque sólo le había dado la espalda a Tas menos de cinco minutos—, Palin buscó por los alrededores y enseguida descubrió las huellas de pequeños pies que se alejaban por un sendero.

—¿Adónde lleva esto? —le preguntó a Usha.

—Está todo tan cambiado que cuesta reconocerlo —dijo la muchacha, que miraba en derredor tristemente—. Creo... Sí, ése debe de ser el sendero que conduce al altar que los irdas construyeron para la Gema Gris.

—Dios bendito. Entonces, allí es donde ha ido. —Palin apretó con fuerza el bastón, elevó una plegaria en silencio, y después, alertas y cautelosos, Usha y él siguieron el rastro.

Lo que quedaba de los árboles abrasados jalonaba el sendero: tocones ennegrecidos, ramas carbonizadas, cenizas. Palin empezó a tener la sensación de que sólo había tres colores en el mundo: negro calcinado, gris ceniza y el rojo fuego del cielo.

—¿Estamos cerca? —preguntó el joven mago.

Other books

Warlock and Son by Christopher Stasheff
Clubbed to Death by Elaine Viets
A Love to Cherish by Mason, Connie
Tainted Blood by Arnaldur Indridason
Under My Skin by Graves, Judith
Still the One by Debra Cowan
Cast a Pale Shadow by Scott, Barbara
Operation London by Hansen, Elle