La dama se puso de pie, dispuesta a partir. Los caballeros, Tanis y Dalamar se incorporaron en señal de respeto.
—Varios clérigos están de camino para ayudaros. Conducen una carreta llena de víveres y llegarán aquí en algún momento de la noche. Se ofrecieron voluntarios, milord —dijo, anticipándose a los protestas del comandante—. Creo que los necesitaréis.
—Serán muy bien recibidos —contestó el caballero—. Gracias, Hija Venerable.
—Es lo menos que podía hacer —dijo la mujer, suspirando—. Adiós. Que los dioses os guarden. Estaréis presentes en mis plegarias.
Se dio media vuelta y, guiada por el tigre, abandonó la estancia. En su camino hacia la puerta pasó al lado de Tanis, que la oyó decir en un suave murmullo:
—Si es que hay alguien escuchando...
—Yo también me marcho —anunció Dalamar—. Os ofrecería la ayuda de la magia, pero sé que no la aceptaríais. Sin embargo, os recuerdo que lord Ariakan cuenta con hechiceros como parte de su ejército, iguales en rango a los guerreros.
Sir Thomas ofreció las oportunas disculpas.
—Soy consciente de ello, señor mago, y agradezco tu oferta, pero nuestros caballeros nunca han practicado el arte de combinar el acero con la magia. Me temo que se haría más mal que bien en semejantes circunstancias.
—Probablemente tengas razón, milord —respondió el hechicero con una sonrisa sarcástica—. Bien, os deseo a todos mucha suerte. No os importará que diga que vais a necesitarla. Adiós.
—Gracias, lord Dalamar. Tu aviso puede haber evitado un desastre mayor —dijo Thomas.
Dalamar se encogió de hombros, como si el asunto hubiera dejado de interesarle. Miró a Tanis.
—¿Vienes conmigo?
Sir Thomas también miró al semielfo. Todos los presentes en la sala lo miraban.
¿Se quedaría o se marcharía?
Tanis se rascó la barba, consciente de que tenía que tomar una decisión. El único modo seguro de marcharse ahora era por el camino de la magia, con Dalamar.
Sir Thomas se acercó a Tanis y solicitó hablar en privado con él.
—Te esperaré, semielfo —dijo Dalamar, que añadió intencionadamente:— pero no por mucho tiempo.
Tanis y sir Thomas salieron a una pequeña balconada que había en el exterior de la sala del Consejo de Caballeros. Todavía no se había puesto el sol, pero las sombras de las montañas traían una noche prematura a la torre. En un patio, allá abajo, había un enorme y magnífico reptil con las escamas doradas. Era Fuego Dorado, el dragón al servicio de la Hija Venerable Crysania. Otros dragones, en su mayoría plateados, volaban en círculo sobre la torre, montando guardia.
Sir Thomas se apoyó en la balaustrada y contempló la creciente oscuridad del atardecer.
—Seré franco contigo, Tanis —dijo el caballero con voz reposada—. Me vendría bien tu ayuda, no sólo como espadachín, sino para ponerte al mando de tropas. Los caballeros que han quedado para defender la torre son en su mayoría hombres jóvenes, nuevos en la caballería. Sus padres y sus hermanos mayores, a los que normalmente habría puesto al mando, están en casa, defendiendo sus castillos y sus ciudades.
—Que es donde debería estar yo —señaló Tanis.
—Reconozco que tienes razón —admitió Thomas con prontitud—. Y si te marchas, seré el primero en desearte buena suerte. —El caballero se volvió y miró a Tanis a la cara—. Conoces la situación tan bien como yo. Nos enfrentamos a un enemigo cuya superioridad es abrumadora. La Torre del Sumo Sacerdote tiene que resistir, o toda Solamnia caerá. Ariakan controlará el norte de Ansalon, y establecerá aquí su base de operaciones. Desde esta posición puede atacar el sur a su conveniencia. Pasarán muchos meses antes de que podamos reagruparnos y reconquistar la torre... si es que lo conseguimos.
Tanis sabía todo esto; lo sabía perfectamente bien. También sabía que si cinco años antes las gentes de Ansalon les hubieran hecho caso a él, a Laurana, a Crysania y, sí, incluso a Dalamar, esto no habría pasado nunca. Si los elfos, los enanos y los humanos hubieran dejado a un lado sus mezquinas disputas e intereses y se hubieran unido en la alianza que se les proponía, ahora la torre contaría con defensores de sobra.
Tanis podía imaginarlo: arqueros elfos jalonando las almenas, esforzados guerreros enanos defendiendo las puertas, todos ellos combatiendo codo con codo con sus compañeros humanos.
Era una bella imagen, pero jamás se haría realidad. «Si regreso a casa», pensó, «la encontraré vacía.» Laurana no estaría allí. Ella y Tanis se habían despedido al separarse. Los dos sabían en ese momento que podía ser la última vez que se veían. El semielfo evocó la escena.
* * *
En su camino de Solace a la Torre del Sumo Sacerdote, Tanis había pasado por su casa esperando la cálida bienvenida habitual.
No la hubo.
Nadie salió corriendo de los establos para ocuparse del grifo en el que había volado. Ningún sirviente lo recibió en la puerta; los que se cruzaron con él iban y venían apresuradamente con una u otra tarea, y se limitaron a hacer una precipitada reverencia para luego desaparecer en otras partes de la gran mansión. A su esposa, Laurana, no se la veía por ningún sitio. Había un baúl de viaje en el centro del vestíbulo; tuvo que rodearlo para poder pasar. Se oían voces y pisadas, todas ellas en los pisos altos. Subió la escalera buscando la explicación de aquel barullo.
Encontró a Laurana en su dormitorio. Había ropas esparcidas sobre la cama y encima de todas las superficies disponibles, en las sillas, colgando de los biombos pintados a mano. Otro baúl de viaje, éste más pequeño que el que había en el vestíbulo, estaba abierto en medio de la habitación. Laurana y tres doncellas se dedicaban a separar, doblar y hacer el equipaje. Ni siquiera repararon en Tanis, parado en el umbral.
El semielfo permaneció callado, aprovechando este breve momento para contemplar a su esposa sin que se diera cuenta, para ver la luz del sol reflejándose en su cabello dorado, para admirar la gracia de sus movimientos, para escuchar su voz musical. Retuvo aquella imagen para guardarla en su mente del mismo modo que guardaba su retrato en miniatura en un bolsillo, cerca de su corazón.
Era elfa, y los de su raza no envejecían tan deprisa como los humanos. A primera vista, un observador humano habría pensado que Laurana estaba en plena juventud. Si se hubiera quedado en su patria, podría haber mantenido esta apariencia de eterna juventud. Pero no lo había hecho. Había elegido casarse con un mestizo; se había alejado de familia y amigos, y había instalado su residencia en tierras de humanos. Y había pasado todos estos años trabajando continua e incansablemente para que terminara el conflicto que dividía a las dos razas.
El trabajo, la carga, los destellos de esperanza seguidos de la destrucción de ilusiones, habían apagado la radiante serenidad y pureza elfas. Ninguna arruga estropeaba su cutis, pero la tristeza ensombrecía sus bellos ojos. Ninguna hebra gris se enredaba en el oro de su cabello, pero su lustre estaba atenuado. Cualquier elfo que la mirara diría que se había avejentado prematuramente.
Mientras la contemplaba, Tanis se dijo que la amaba más que nunca. Y supo, en ese momento, que posiblemente ésta fuera la última vez que se vieran en esta vida.
—¡Ejem! —carraspeó con fuerza.
Las doncellas dieron un respingo de sobresalto. Una de ellas dejó caer el vestido que estaba doblando.
Laurana levantó la vista del baúl sobre el que estaba inclinada, se irguió y sonrió al verlo.
—¿Qué pasa aquí? —quiso saber el semielfo.
—Acabad de hacer el equipaje —instruyó Laurana a las doncellas—, y guardad estos otros vestidos. —Se abrió paso entre capas, sombreros y otras ropas y, finalmente, llegó junto a su marido.
Lo besó cariñosamente, y él la estrechó en sus brazos. Dejaron que sus corazones latieran al compás un momento, hablándose en afectuoso silencio. Luego Laurana condujo a Tanis a su estudio y cerró la puerta. Se volvió hacia él, con los ojos iluminados.
—¿A que no adivinas? —dijo, y continuó antes de que él tuviera oportunidad de hacer ninguna conjetura—. ¡He recibido un mensaje de Gilthas! ¡Me invita a ir a Qualinesti!
—¿Qué? —Tanis estaba atónito.
Laurana había trabajado sin descanso para obligar a los elfos qualinestis a que la admitieran en su país para estar cerca de su hijo. Una y otra vez, su petición había sido rechazada, advirtiéndole que si ella o su esposo se atrevían a acercarse a la frontera de su patria pondrían sus vidas en grave peligro.
—¿Por qué este súbito cambio? —La expresión de Tanis era sombría.
Laurana no respondió y se limitó a tenderle un rollo de pergamino que había estado sellado con el cuño del sol, el sello del Orador de los Soles, título que ahora ostentaba Gil.
Tanis examinó el sello roto, desenrolló el pergamino y lo leyó.
—Es la letra de Gil —dijo—, pero no son las palabras de nuestro hijo. Alguien le ha dictado esta misiva y él ha escrito lo que le han dicho que tenía que escribir.
—Muy cierto —concedió Laurana sin alterarse—, pero sigue siendo una invitación.
—Una invitación al desastre —respondió Tanis sin andarse por las ramas—. Retuvieron prisionera a Alhana Starbreeze, amenazaron con matarla, y mi opinión es que lo habrían hecho si Gil hubiese rehusado seguir los planes del senador. Esto es algún tipo de trampa.
—Vaya, pues claro que lo es, tonto —le dijo ella con un brillo divertido en los ojos. Le dio un rápido beso en la mejilla y le revolvió la barba, una barba en la que abundaban más los mechones grises que los rojos—. Pero como el querido Flint solía decir: «Una trampa es sólo una trampa si te metes en ella antes de verla». Esta puede verse a un kilómetro de distancia. —Se echó a reír, tomándole el pelo—. ¡Vaya, pero si hasta tú la has visto sin tener puestos los anteojos!
—Sólo me los pongo para leer —replicó Tanis con fingida irritación. Su envejecimiento era el tema de un viejo chiste entre los dos. Extendió los brazos hacia su esposa, y ella se acurrucó contra su pecho—. Supongo que no habré recibido una invitación similar, ¿verdad?
—No, querido —repuso Laurana suavemente—. Lo siento. —Se apartó de él y lo miró a los ojos—. Lo intentaré, en cuanto me encuentre en Qualinost...
—No tendrás éxito. —Sacudió la cabeza—. Pero me alegro de que tú, al menos, estés allí. Porthios y Alhana...
—¡Alhana! ¡El bebé! ¡Ni siquiera te he preguntado! ¿Cómo...?
—Bien, bien. Los dos, madre e hijo, se encuentran bien. Y te diré algo más. Si hubieses visto a Porthios sosteniendo en brazos a su hijo, no lo habrías reconocido.
—Lo habría hecho. Al fin y al cabo, es mi hermano mayor. Siempre fue cariñoso y amable conmigo. Sí, lo fue —añadió al ver la expresión incrédula de Tanis—. Incluso en sus peores momentos de testarudez y prejuicios, comprendí que sólo intentaba evitarme sufrimiento y pena.
—No lo consiguió —dijo Tanis con remordimiento—. Te casaste conmigo, y mira adonde te he llevado.
—Me has llevado a mi hogar, querido mío —repuso Laurana suavemente—, A mi hogar.
Se sentaron y hablaron largo y tendido sobre el pasado, de los amigos que se encontraban lejos, de los que habían dejado este mundo. Hablaron de Gil, compartieron sus recuerdos, sus esperanzas, sus temores. Hablaron del mundo, de sus problemas, los antiguos y los nuevos. Se sentaron y hablaron y se agarraron las manos sabiendo, sin decirlo, que este momento era precioso, que terminaría muy pronto.
Se dijeron adiós. Él volaría hacia el norte esa misma noche para llegar a la Torre del Sumo Sacerdote a la mañana siguiente. Ella se pondría de viaje hacia Qualinesti por la mañana.
Lo acompañó a la puerta a media noche. Los sirvientes se habían ido a dormir y la casa estaba silenciosa; muy pronto se quedaría vacía. Laurana y Tanis habían acordado despedir al servicio. Los dos estarían ausentes mucho, mucho tiempo. De hecho, había ya una sensación de vacío en la casa. Sus pisadas levantaban ecos en aquella extraña quietud.
Quizá seguirían resonando cuando ambos ya no existieran. Quizá sus espíritus recorrerían esta casa, unos benévolos espíritus de amor y risas.
Se abrazaron muy fuerte, susurraron palabras de amor y despedida, y se separaron.
Tanis miró atrás y vio a Laurana de pie en el umbral de la puerta, a la luz de la luna. En sus ojos no había lágrimas. Le sonrió y le dijo adiós con la mano.
Él le devolvió la sonrisa y también agitó la mano.
«Me has llevado a mi hogar, querido mío. A mi hogar», se repitieron en su mente las palabras de su esposa.
* * *
El recuerdo quedó atrás. Tanis consideró su decisión. Podía volver a su casa, pero sería un lugar solo y vacío —¡tan vacío!— donde sólo habría ecos. Se vio a sí mismo yendo y viniendo por las habitaciones, preguntándose qué habría ocurrido en la torre, preguntándose si Laurana estaría a salvo, preguntándose si Gil se encontraría bien, preguntándose si Palanthas estaría siendo atacada, consumido por la impaciencia de no saber nada, corriendo a la puerta cada vez que sonara el trapaleo de cascos, culpándose...
Pide consejo a los dioses.
Abajo, en el patio, la Hija Venerable Crysania se había sentado en el lomo de Fuego Dorado. El tigre de ojos humanos estaba a su lado, protectoramente. Tanis miró a la dama y oyó otra vez sus palabras:
«Si es que hay alguien escuchando...»
El tigre alzó la cabeza y miró hacia arriba, directamente a Tanis. Y entonces, como si el animal le hubiera transmitido alguna información, Crysania volvió sus ojos ciegos, que tanto parecían ver, hacia el semielfo. Levantó la mano en un gesto de bendición... ¿O era de despedida?
El dolor de la elección cesó. Tanis supo entonces que ya había tomado una decisión. Lo había hecho hacía mucho tiempo, en el preciso momento en el que la Vara de Cristal Azul, Goldmoon y Riverwind habían entrado en su vida, allá, en la posada El Último Hogar. Tanis evocó aquel momento y las palabras memorables que había pronunciado en aquella ocasión; palabras que habían cambiado su vida para siempre.
—Disculpa, ¿decías algo? —Thomas miraba al semielfo perplejo y algo preocupado.
«Seguro que está pensando que es demasiada tensión para que pueda aguantarla un viejo.» Tanis sonrió y sacudió la cabeza.
—No tiene importancia, milord. Sólo revivía viejos recuerdos.
Su mirada, prendida en Crysania, fue hacia un lugar de las almenas; un lugar marcado con una mancha carmesí; un lugar reverenciado por los caballeros, que jamás caminaban sobre él, evitando pisar las piedras manchadas de sangre, rodeándolas en respetuoso silencio. Tanis casi podía ver a Sturm plantado allí, y supo que había hecho la elección correcta.