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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

La Guerra de los Dioses (4 page)

BOOK: La Guerra de los Dioses
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El semielfo repitió las palabras ahora, como lo había hecho antes. No era de extrañar que sir Thomas se hubiera mostrado desconcertado. No eran unas palabras inspiradoras; no eran la clase de palabras que resonarían en las bóvedas de la historia. Sin embargo, sí decían mucho del extraño, ilógico, dispar grupo de amigos que había surgido para cambiar el destino del mundo.

—Tendremos que salir por la cocina.

Riéndose, Tanis dio media vuelta y regresó al interior de la torre.

2

El regreso.

El juicio.

Se dicta sentencia

Era de noche en las Llanuras de Solamnia, aunque pocos de los que estaban en el campamento de los Caballeros de Takhisis lo habrían podido advertir. Los ejércitos de la oscuridad habían desplazado las tinieblas. Estaba prohibido prender hogueras, ya que lord Ariakan no quería que se produjera un incendio en las praderas, donde la hierba estaba tan seca como yesca a causa de la sequía. Pero los Caballeros de la Espina, los hechiceros vestidos de gris, habían proporcionado enormes esferas hechas de cristal que brillaban con una incandescente luz gris. Suspendidas de las ramas de los árboles, las esferas transformaban la noche en un espeluznante día.

Steel vio la luz cuando todavía estaba a cierta distancia del campamento. Lord Ariakan despreciaba el ocultar su ingente número de fuerzas en las sombras. Que el enemigo viera todo el potencial de su ejército y se sumiera en el desaliento. Montado a lomos de la hembra de dragón azul, Steel sobrevoló el campamento en círculo y se quedó impresionado. Llamarada aterrizó en un campo arado, la cosecha agostada por el calor. Los encargados de cuidar a los dragones corrieron a ayudar al caballero a bajar de la silla, le indicaron la dirección del campamento principal, y se ocuparon de las necesidades del dragón.

El único deseo de Llamarada era reunirse con sus compañeros. Los había oído llamarla antes incluso de verlos y, habiéndose asegurado de que Steel no la necesitaría hasta la mañana siguiente, voló hacia donde se encontraban los azules.

Los dragones azules eran las monturas favoritas de los Caballeros de Takhisis. Por lo general, los grandes reptiles son extremadamente independientes y tienen una pobre opinión de la humanidad. A la mayoría de los dragones les resulta muy difícil obedecer órdenes dadas por seres a los que consideran inferiores, y con ciertas especies esto es del todo imposible.

Los dragones negros son taimados y egoístas, y no son de fiar; ni siquiera aquellos a los que supuestamente sirven pueden confiar en ellos. No ven necesario «sacrificarse» por ninguna causa que no sea la suya propia, y, aunque se los puede engatusar para que luchen, cabe la posibilidad de que abandonen la batalla en mitad del combate para ir tras la consecución de sus objetivos.

Durante la Guerra de la Lanza, los dragones rojos fueron las monturas preferidas de muchos comandantes, entre ellos el infame Señor del Dragón, Verminaard. Enormes, perversos, y con capacidad de arrojar fuego por la boca, los dragones rojos no tienen paciencia para las sutilezas de la clase de contienda practicada por Ariakan. La idea de los rojos de atacar una ciudad es quemarla, saquearla, destruirla y matar a todo ser viviente que hay en ella. El concepto de que una ciudad intacta, con sus habitantes vivos y en buen estado, es más útil para la Reina Oscura que un montón de escombros y cadáveres calcinados, es un anatema para los rojos. Que el humo de los incendios, el hedor de la muerte, proclamen la gloria de su majestad, sin olvidar el brillo del oro escondido en los cubiles de los dragones rojos.

En cuanto a los dragones verdes, resultaron inútiles para la batalla durante la última Guerra de los Dragones. Los verdes luchan cuando están acorralados, pero no hasta entonces. Prefieren usar sus poderosos hechizos para hacer caer en una trampa a su oponente. Por lo tanto, los verdes sienten poco o ningún respeto por los mandos militares, aunque obedecerían a los Caballeros de la Espina —los magos grises— si creyeran que podían sacar algún provecho.

Los dragones blancos, acostumbrados a vivir en climas fríos, casi habían desaparecido con el anómalo y devastador calor, que había convertido masas de hielo en ríos y había derretido sus cavernas.

En consecuencia, lord Ariakan eligió a los dragones azules para que los montaran sus caballeros, y los resultados no podían haber sido mejores. De hecho, a los dragones azules les gustaban los mortales y eran increíblemente leales a sus jinetes y unos con otros. Obedecían órdenes, combatían bien como una unidad conexa, y, lo más importante, comprendían claramente la Visión y su parte en ella.

Steel dejó a Llamarada para que se reuniera con sus compañeros, que la recibieron con exclamaciones alegres en su propio lenguaje. Unos cuantos azules volaban en círculo montando guardia, pero la mayoría estaba en tierra, descansando para la gran batalla. Ariakan no temía que se produjera un ataque. Tenía la espalda cubierta. Su inmenso ejército había avanzado por el norte de Ansalon como un violento incendio, arrasándolo todo a su paso.

Steel entró en el campamento a pie, buscando el estandarte que señalaría la localización de su garra. Enseguida comprendió que encontrarlo era casi imposible, debido a las dimensiones de la fuerza reunida en la llanura. Viendo que podría pasarse toda la noche buscando su unidad sin resultado alguno, se paró para preguntar a un oficial, que le indicó la dirección correcta.

Trevalin celebraba una reunión con sus oficiales. La interrumpió al ver llegar a Steel y lo invitó a que se uniera a ellos.

—Caballero guerrero Brightblade presentándose para el servicio, señor —dijo Steel al tiempo que saludaba.

—Ah, Brightblade, me alegro de verte. —Trevalin sonrió—. Me alegro mucho. Por lo visto, había quien pensaba que no regresarías.

Steel frunció el entrecejo. Aquello era una afrenta a su honor. Tenía derecho a enfrentarse a quien lo había vilipendiado.

—¿Y quién puso en duda mi vuelta, subcomandante?

—La Señora de la Noche que fue responsable de enviarte a esa misión que, para empezar, era una estupidez. —Trevalin torció el gesto como si tuviera mal sabor de boca—. No es que lo dijera a las claras. Sabe muy bien que no conviene insultar públicamente el honor de uno de mis caballeros, pero ha estado rondando por aquí todos los días haciendo comentarios e insinuaciones. Relájate, hombre. Olvídalo. Tienes otros asuntos más urgentes de los que preocuparte. —La sonrisa de Trevalin se endureció y sus labios formaron una línea prieta, severa. Steel adivinó lo que venía a continuación.

»
Lord Ariakan estuvo aquí, buscándote. Dejó órdenes. Tienes que presentarte a él de inmediato. —La expresión de Trevalin se suavizó mientras ponía una mano en el brazo de Steel en un gesto de apoyo—. Creo que tiene intención de llevarte a juicio esta noche, Brightblade. Es lo que ha hecho con otros. "La disciplina debe restablecerse rápidamente", dice. —Trevalin señaló hacia un lado—. Aquélla es su tienda, la que está en el centro. Tengo que llevarte yo, así que será mejor que vayamos ahora. Lord Ariakan dijo que te presentaras en cuanto llegases.

Steel apretó los dientes. Lo iban a juzgar esta noche, y casi con toda seguridad sería condenado. Su ejecución se llevaría a cabo a continuación. Unas lágrimas ardientes acudieron a sus ojos, pero no eran de miedo, sino de amarga decepción. Mañana los caballeros atacarían la Torre del Sumo Sacerdote en la que estaba destinada a ser la batalla decisiva de esta campaña, y él se la perdería.

Despacio, medio cegado por las lágrimas que le hacían ver las cosas borrosas, desenvainó la espada de su padre y se la tendió a Trevalin.

—Me entrego a vos, subcomandante.

La espada de los Brightblade tenía fama de haber pertenecido a uno de los antiguos héroes de la caballería, Bertel Brightblade. Había pasado de padre a hijo durante generaciones, y, según la leyenda, sólo se rompería si el espíritu del hombre que la blandía se quebrantaba antes. La espada había permanecido descansando junto a los muertos durante un tiempo sólo para, una vez más, volver a pasar a manos de otro Brightblade cuando llegó a la mayoría de edad. Su antigua hoja de acero, que Steel mantenía amorosamente pulida, relucía aunque no con la fría luz grisácea de los hechiceros de Takhisis. La espada brillaba con su propia luz plateada.

Trevalin miró la empuñadura, con su decoración del martín pescador y la rosa, símbolos de los Caballeros de Solamnia, y sacudió la cabeza.

—No la tocaré. Voy a necesitar las manos mañana y no quiero que la ira de Paladine las queme. Me sorprende que puedas manejar tal artefacto con impunidad. También le sorprende a la Señora de la Noche. Ése fue uno de los comentarios que hizo sobre ti.

—La espada perteneció a mi padre —respondió Steel mientras enrollaba el cinturón alrededor de la vaina con enorgullecido cuidado—. Lord Ariakan me dio permiso para llevarla.

—Lo sé, y también lo sabe la Señora de la Noche. Me pregunto qué hiciste, Brightblade, para que te odie de ese modo. En fin, ¿quién sabe lo que pasa por la cabeza de un hechicero? Espera aquí mientras informo a los demás adonde vamos.

No fue una caminata larga. Tampoco lo fue el juicio.

Por lo visto, Ariakan había ordenado que estuvieran esperándolos porque, en el momento que llegaron, un caballero del estado mayor del mandatario los reconoció y los sacó de la extensa aunque ordenada multitud de oficiales, correos y ayudantes que aguardaban a ser atendidos por lord Ariakan.

El caballero los condujo al interior de una gran tienda sobre la que ondeaba el estandarte de Ariakan: un lirio de la muerte enlazado con una espada, sobre campo negro. El mandatario estaba sentado a una mesa pequeña de madera negra que le habían regalado sus hombres en el aniversario de la fundación de la orden de caballería. La mesa viajaba con Ariakan, siempre iba entre su equipaje. Esta noche, la mayor parte de la reluciente superficie negra estaba tapada con mapas enrollados que habían sido pulcramente atados y apartados a un lado. En el centro de la tienda, delante de Ariakan, había una caja enorme llena de arena y rocas que habían sido dispuestas de manera que representara el campo de batalla.

La Caja de Batalla era una idea de Ariakan, de la que se sentía muy orgulloso. La arena y las rocas podían alisarse y luego volver a darles la forma de cualquier tipo de terreno. Unas piedras grandes representaban las montañas Vingaard. Palanthas —los edificios hechos con oro y rodeados por una muralla hecha de guijarros— estaba localizada en la esquina occidental de la caja, cerca de un parche de lapislázuli triturado que representaba la bahía de Branchala. En el paso entre las montañas había una Torre del Sumo Sacerdote diminuta, tallada en jade blanco. Diminutos caballeros hechos de plata fundida aparecían colocados en la Torre del Sumo Sacerdote, junto con unos cuantos dragones plateados y dorados.

Los Caballeros de Takhisis, hechos de brillante obsidiana, tenían rodeada la torre. Dragones de zafiro se posaban en las rocas, todas las cabezas vueltas en una dirección: la torre. La disposición de la batalla ya había sido determinada y cada garra tenía sus instrucciones. Steel vio el estandarte de su unidad, llevado por un diminuto caballero montado a lomos de un pequeño dragón azul.

—Caballero guerrero Brightblade —dijo una voz profunda, severa—. Adelante.

Era la voz de Ariakan. El subcomandante Trevalin y Steel avanzaron, los dos hombres eran conscientes de las miradas que les dirigían los que se arremolinaban fuera de la tienda.

Ariakan estaba sentado solo a la mesa, y escribía en un libro grande encuadernado en piel; eran las crónicas de sus batallas, en las que trabajaba cuando tenía un momento disponible. Steel estaba lo bastante cerca como para ver en las páginas las marcas, claras y precisas, que reproducían la disposición de las tropas representada en la Caja de Batalla.

—Se presenta el subcomandante Trevalin con el prisionero tal como fue ordenado, milord.

Ariakan acabó de hacer un trazo, hizo una breve pausa para revisar su trabajo, y luego —llamando con una seña a un ayudante— apartó el libro abierto a un lado. El ayudante esparció arena en la página para secar la tinta y se llevó el libro.

El Gran Señor de la Noche, comandante y fundador de los Caballeros de Takhisis, volvió su atención a Steel.

Ariakan rondaba los cincuenta y se encontraba en la plenitud de la vida. Un hombre alto, fuerte, bien proporcionado, todavía era un guerrero fuerte y capaz que se mantenía en forma con justas y torneos. Había sido un joven atractivo, y ahora, en la madurez, con su afilada nariz aguileña y sus negros ojos penetrantes le recordaba a uno un halcón marino. Era una imagen muy apropiada, ya que, supuestamente, su madre era Zeboim, diosa del mar e hija de Takhisis.

Su cabello, aunque plateado en las sienes, era negro y espeso. Lo llevaba largo, peinado hacia atrás y atado en la nuca con una tira de cuero trenzada, negra y plateada. Su rostro, pulcramente rasurado, tenía la piel morena y curtida. Era inteligente, y podía resultar encantador cuando se lo proponía. Gozaba del respeto de quienes lo servían, y tenía fama de ser justo y objetivo, y también tan frío y misterioso como las profundas aguas del océano. Estaba dedicado en cuerpo y alma a la reina Takhisis, y esperaba igual devoción de aquellos que le eran leales.

Miró fijamente a Steel, a quien había metido en la caballería cuando era un chico de doce años, y, aunque en sus ojos había tristeza, no había piedad ni compasión. Lo contrario habría sorprendido a Steel, y probablemente su comandante lo habría decepcionado.

—El acusado, el caballero guerrero Brightblade, se encuentra ante nosotros. ¿Dónde está el acusador?

La hechicera vestida de gris, que había estado de acuerdo en enviar a Steel en la fallida misión, salió de entre la multitud.

—Yo soy la acusadora, milord —dijo la Señora de la Noche, que no miró a Steel.

Él, por su parte, mantuvo la mirada prendida en Ariakan, orgullosamente.

—Subcomandante Trevalin —continuó el mandatario—, agradezco tus servicios. Has entregado al prisionero según lo ordenado. Ahora puedes regresar con tu garra.

Trevalin saludó pero no se marchó enseguida.

—Milord, antes de irme, pido permiso para decir unas palabras en favor del prisionero. La Visión me insta a hacerlo.

Ariakan enarcó las cejas y asintió con la cabeza. La Visión estaba ante todo, y no se la invocaba a la ligera.

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