Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
»Con las provisiones de comida y armas que ha acumulado, puede esperar hasta que desistamos o hasta que lleguen refuerzos desde Thorbardin, una eventualidad que acorralaría a nuestro ejército en el valle. ¿Es exacto mi planteamiento?
Argat se mesó la negra barba, antes de desenvainar su cuchillo, lanzarlo al aire y recogerlo en su caída. Pero al espiar de solayo al mago y advertir su disgusto, se detuvo de forma abrupta y estiró las palmas.
—Discúlpame —le rogó—, es un hábito nervioso. Espero no haberte alarmado —agregó con una aviesa sonrisa—. Si te sientes incómodo...
—Si me siento incómodo —le atajó el archimago, aunque en tono afable— lo solventaré por el método más infalible. Adelante —le incitó—, vuelve a intentarlo.
Encogiéndose de hombros, pero, al mismo tiempo, turbado por el escrutinio de aquellos iris que, ocultos en las sombras de la capucha, destilaban una fuerza pavorosa, Argat arrojó el cuchillo hacia el techo.
El arma nunca terminó su recorrido. Una mano enteca, blanca, salió de la negrura, asió su mango y, con asombrosa destreza, clavó la afilada hoja en el escritorio que separaba a los interlocutores.
—Magia —farfulló el thane.
— Pericia —le corrigió Raistlin—. ¿Podemos reanudar nuestra amable discusión, o quieres que practiquemos los juegos que, ya en la niñez, me hicieron sobresalir?
—Tus noticias son correctas —corroboró Argat, a la vez que guardaba el cuchillo en su funda—. Me refiero a los planes de Duncan, claro.
—Bien. Yo he urdido otro, muy simple como comprobarás. Tu rey permanecerá en el alcázar; no acudirá al campo de batalla. En un momento dado, ordenará que se cierren las puertas.
El hechicero calló y juntó las yemas de sus largos dedos. Arrellanado en su butaca, apostilló:
—Su mandato no será obedecido. Los accesos se mantendrán francos.
—¿Así de fácil? —inquirió, perplejo, el enano.
—Sí —se reafirmó Raistlin—. Los soldados encargados de guardarlos habrán muerto. Lo único que has de hacer es impedir que otros los atranquen durante unos minutos, hasta que embistamos nosotros. Pax Tharkas se rendirá, y tu pueblo depondrá las armas para unirse a los vencedores.
—Existe sólo un inconveniente —replicó Argat, clavando en su oponente una mirada astuta—. Nuestros hogares, nuestras familias, están en Thorbardin. ¿Qué será de ellos si traicionamos a nuestro soberano?
—No les ocurrirá nada —contestó el archimago. Tras hurgar en uno de sus bolsillos, extrajo un pergamino enrollado y atado mediante una cinta negra—. Ocúpate de que esta misiva le sea entregada a Duncan. Pero antes, léela —le indicó.
Le alargó el papiro. El hombrecillo, fruncido el ceño y sin descuidar la vigilancia de aquella enigmática criatura, lo asió, deshizo la ligadura y se acercó al cofre repleto de monedas a fin de estudiar su contenido bajo el mágico fulgor que dimanaba.
— ¡Está escrito en el lenguaje secreto de mi pueblo! —vociferó, anonadado.
—Naturalmente, ¿qué esperabas? De otro modo, tu monarca nunca lo creería —le espetó Raistlin con una impaciencia mal disimulada.
—Pero tan sólo conocen este dialecto los dewar y otros pocos, como el rey...
—¡Lee! —le interrumpió el nigromante, exasperado—. No dispongo de toda la noche.
Con un reniego dedicado a Reorx, su dios, el enano acató la voluntad de aquel imperioso humano. Aunque al ojearlo le había parecido fácil descifrarlo, tardó un rato en asimilar las escasas frases que lo formaban. Concluida la lectura, se concentró en sus cavilaciones sin cesar de acariciarse su hirsuta, enmarañada barba. Al fin enderezó la espalda, enrolló de nuevo el mensaje y, asiéndolo, lo hizo tamborilear sobre su palma.
—Tienes razón, esto lo resuelve todo. —Se sentó y fijó sus pupilas en el supuesto Fistandantilus, contraídos los párpados en estrechas rendijas—. Quiero darle algo más a Duncan. Algo convincente.
—¿Qué pueden juzgar «convincente» tus congéneres? —lo interrogó el mago, torcido el labio—. ¿Unas docenas de cuerpos despedazados?
—La cabeza de tu general —murmuró Argat con una perversa mueca.
Se produjo un prolongado silencio. Ni un crujido, ni un murmullo de sus pliegues delató los pensamientos del hechicero, que incluso dejó de respirar. Tan densa era la quietud que el enano tuvo la impresión de que constituía una entidad independiente, poderosa y amenazadora.
Un temblor agitó su cuerpo, y titubeó. Pero no, persistiría en su demanda. Era el único medio de rehabilitarse, de que Duncan lo proclamara héroe igual que al despreciable Kharas.
—Concedido.
La voz de Raistlin resonó vacua, desapasionada, sin un acento inusual que tradujera sus emociones.
Al hablar se inclinó sobre el escritorio y Argat, amedrentado, se retrajo. Ahora veía sus refulgentes iris, aquellos espejos hendidos que le atraían hacia diabólicas simas y, por un efecto reflejo, traspasaban sus entrañas.
—Concedido —repitió el nigromante—. Cumple tu parte del trato y yo te prometo que obtendrás tu recompensa.
—Tu apelativo de Ente Oscuro no es fruto del azar, ¿verdad, amigo mío? —aventuró el cabecilla enanil. Ensayó una carcajada, que no pasó de ser un grotesco amago.
Embutió el pergamino en su cinto y sin aguardar respuesta de su oponente, el cual manifestó su asentimiento mediante un ominoso crujir del embozo, hizo un gesto a sus compañeros por el que les conminaba a recoger el cofre. Los dos secuaces se apresuraron a ajustar la tapa y aplicaron a la cerradura la llave que les tendió Raistlin, después de buscarla en un saquillo prendido de sus vestiduras. Aunque los enanos estaban acostumbrados a cargar fardos de peso considerable, ambos gimieron al izar el colmado objeto. Argat, que no tenía que transportarlo, no cabía en sí de gozo.
Los porteadores precedieron a su cabecilla al salir de la tienda y, soportando entre ambos el codiciado premio, se deslizaron prestos hacia la penumbra del bosque. El adalid observó cómo se alejaban, antes de volverse en dirección al mago para constatar que, al igual que en el momento de su llegada, se confundía con la penumbra de su morada. Era una mancha de tinieblas en la noche.
—No te preocupes, amigo. No te fallaremos.
—No, puedes estar seguro —siseó el aludido. A Argat no le gustó aquel tono y pidió una explicación.
—El dinero que acabo de entregarte está sometido a un maleficio, mi querido colega —le reveló Raistlin—. Si intentas engañarme, tanto tú como todos aquellos que lo hayan tocado sufriréis un terrible castigo. La piel de vuestras manos se amoratará y pudrirá y, cuando se hayan transformado en una masa de carne maloliente, la llaga se propagará por vuestras extremidades. Éstas se tornarán negras y tomarán una textura tumefacta que, a su vez, se extenderá al resto del cuerpo. Asistiréis indefensos a vuestra propia podredumbre, se os quebrarán las piernas y moriréis.
—¡Mientes! —lo acusó el enano en un bramido que brotó estrangulado de su garganta, tan discorde que era apenas inteligible.
El nigromante nada dijo. Absorbido por su entorno, parecía haberse diluido en los vapores circundantes. En medio de la negrura, el pequeño conspirador no le veía ni sentía su presencia, así que, sobrecogido, traspasó la cortinilla. En vivido contraste con la escena que acababa de presenciar, divisó la bullanguera fiesta que tenía lugar en el exterior. Las risas de hombres y enanos retumbaron en sus tímpanos, la luz de las llamas alumbró el recinto donde los trasnochadores, ebrios en su mayoría, se bamboleaban de un lado a otro mientras sus desafinadas voces entonaban alegres canciones.
Abandonó el campamento malhumorado, frontándose las manos violentamente en las perneras de su armadura.
La batalla de Pax Tharkas
Amaneció. El sol de Krynn se encaramó por detrás de las montañas despacio, como si supiera cuan fantasmales iban a ser las visiones que su luz proyectaría aquel día. Una vez hubo aparecido sobre las cumbres recibieron al astro las ovaciones y el repiqueteo de espada contra escudo de quienes contemplaban el alba, acaso para no volver a verla nunca más.
Entre los que aplaudieron se encontraba Duncan, rey de los Enanos de las Montañas. Erguido en las almenas de la inexpugnable fortaleza de Pax Tharkas, rodeado por sus generales, el monarca oyó cómo las voces de sus seguidores se alzaban en su entorno y sonrió satisfecho. Ésta sería una gloriosa jornada.
Sólo un enano no se unió a la algazara. Duncan no necesitó mirarle para tomar conciencia de su silencio, que retumbaba en su corazón con mayor intensidad que los vítores de sus otros súbditos.
Kharas, el héroe del pueblo enanil, se hallaba apartado de sus compañeros. Alto, espléndido en su reluciente armadura y con el descomunal mazo aferrado en sus manos, observó sin un pestañeo la salida del sol aunque, de haberle espiado, más de uno habría distinguido las lágrimas que fluían de sus ojos.
Nadie reparó en Kharas. Los enanos presentes se obstinaban en ignorarle y no porque llorase, pese a que el llanto era tenido por un signo de pueril debilidad. La causa de que le rehuyesen no era que derramase aquellas lágrimas, sino que los acuosos riachuelos se deslizaban a través de una faz desnuda. El insigne enano se había rasurado la barba.
Mientras los ojos de Duncan inspeccionaban los llanos que se extendían en los aledaños de Pax Tharkas, ávidos de determinar en el yermo paraje las posiciones enemigas, las tropas desplegadas en una ancha línea donde despuntaban las lanzas con sus fulgores metálicos, el thane revivió el impacto sufrido al personarse Kharas en la torre. Afeitado y apenas reconocible, su más leal subordinado apareció sosteniendo las rizadas trenzas que adornasen su barbilla y, ante el atónito escrutinio de todos, las arrojó al vacío.
La barba es para un enano un derecho innato, su orgullo y el de su familia. Cuando siente un hondo pesar, como la pérdida de un ser querido, deja de atusársela durante el período de duelo, pero sólo un motivo puede inducirle a arrancársela: la vergüenza. Se priva de tan sagrado don a quien ha caído en desgracia por asesinar, robar, actuar cobardemente o desertar: su pérdida nunca es el fruto de una decisión voluntaria.
—¿Por qué? —fue lo único que atinó a preguntar el atónito soberano.
Abstraída su vista en los aserrados picos, con una voz tan quebradiza como una roca al partirse, el aludido explicó:
—Participo en esta batalla porque tú me lo ordenas, thane. Te juré fidelidad y mi honor me obliga a no quebrantar tal promesa pero, mientras lucho, quiero que todos sepan que va en contra de mis principios matar a mis congéneres, incluidos los humanos que, en múltiples ocasiones, han combatido a mi lado. Todos han de comprender que me avergüenzo de cumplir con tan triste deber.
—Serás un ejemplo magnífico para los soldados encomendados a tu mando —replicó Duncan en tono acerbo.
El siervo no respondió al reproche, se limitó a cerrar la boca y refugiarse en su mutismo.
—¡Fíjate en eso,
thane
!
Eran varios los hombrecillos que, al unísono, reclamaron la atención de su adalid. Su grito se debía a que, en el llano, cuatro figuras diminutas a causa de la distancia se habían destacado del ejército rival y cabalgaban en dirección a la fortaleza. Tres de ellas llevaban estandartes y la última sólo portaba una vara de la que manaba una luz brillante, diáfana a pesar de la creciente luminosidad ambiental y del tramo que les separaba.
El rey de los enanos reconoció los símbolos de dos de las banderolas. Una era la de sus adversarios de las Colinas, con el yunque y el hacha que, en diferentes colores, representaban asimismo a su pueblo. La otra era la de los bárbaros que, aunque nunca la había visto, la identificó al instante porque la imagen que exhibía del viento meciendo la hierba de las praderas se ajustaba a la perfección a su talante. Y, en cuanto al tercer estandarte, presumió que pertenecía a aquel enigmático general que había surgido de la nada.
—A juzgar por las noticias que de él nos han llegado —gruñó Duncan mientras estudiaba desdeñoso la estrella de las nueve puntas—, debería figurar en su diseño el signo de la hermandad de los ladrones y, superpuesto, el contorno de una vaca mugiendo.
Los generales estallaron en carcajadas ante semejante ocurrencia.
—O unas rosas muertas —sugirió uno de ellos—. Tengo entendido que engrosan sus filas de salteadores y granjeros unos cuantos caballeros renegados.
La avanzadilla enemiga cruzó la planicie al galope, en medio de la nube de polvo que levantaban los cascos de sus caballos y bajo el revoloteo de sus banderolas.
—Imagino que el cuarto, el de negras vestiduras, es el mago Fistandantilus —aventuró el monarca enanil, arrugado su ceño hasta tal extremo que las hirsutas cejas casi ocultaron sus ojos. Los enanos no poseen el menor talento para la hechicería y, por consiguiente, la desprecian y recelan de sus manifestaciones.
—Sí, thane — corroboró uno de los oficiales.
—A él es a quien más temo —musitó Duncan.
—No te dejes amedrentar por esa criatura —le aconsejó un anciano general, a la vez que se acariciaba la barba en actitud de complacencia—. Nuestros espías nos han informado de que su salud es delicada. Casi nunca recurre a sus dotes arcanas, pasa el tiempo escondido en su tienda. Además, se necesitaría una legión de nigromantes tan poderosos como él para tomar nuestro alcázar .
— Supongo que estás en lo cierto —repuso el soberano. Al igual que su interlocutor, se llevó la mano a la pelambre de su barba con el objeto de atusarla, pero al atisbar de soslayo a Kharas, se detuvo. Incómodo, enlazó ambas manos detrás de su espalda al mismo tiempo que añadía—: De todos modos, sometedle a una estrecha vigilancia. ¡Arqueros! —vociferó—, ¡daré una bolsa de oro a aquel que ensarte una flecha en el corazón del archimago!
El alegre tumulto que provocaron sus palabras se disipó cuando el cuarteto se plantó frente a la fortaleza. El cabecilla, que no era otro que Caramon, alzó su palma abierta en un gesto que indicaba su deseo de parlamentar. Tras jalonar las almenas y trepar a un bloque de piedra colocado a tal efecto, Duncan puso los brazos en jarras, separó las piernas y se encaró con el recién llegado.
—Queremos dialogar —anunció el hombretón, y su voz retumbó en las paredes del risco que flanqueaba el vetusto edificio.
—Ya se ha dicho todo —le atajó el thane, tan vigoroso su timbre como el del general, pese a que su tamaño era muy inferior.