La Guerra de los Enanos (40 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—Michael —declaró, alzadas aún las manos—, uno de los mejores amigos que he tenido fue un Caballero de Solamnia. Murió en una guerra lejos de aquí, en una época en que... Los detalles carecen de importancia —rectificó, entre otras razones porque semejante relato no habría hecho sino desorientar al soldado—. Sturm, mi amigo, era tan fiel como tú al Código y la Medida, estaba dispuesto a dar su vida por defenderlos. No obstante, al final de su imitable y valerosa existencia, descubrió que había algo más fundamental que las sagradas normas y códigos que os rigen.

Se endureció la expresión de su oyente, quien aferró su arma con mayor ahínco.

—La vida, ese don precioso que vuestras leyes desdeñan —concluyó el general.

Percibió un pestañeo en los enrojecidos párpados del centinela, una leve vibración que se ahogó en sendos lagrimones. Disgustado consigo mismo, Michael los enjugó y recuperó su ademán decidido, aunque ahora lo tamizaba, o así se le antojó al guerrero, un hondo desaliento.

Aprovechando esa desazón, ese desgarro que le abría una puerta, Caramon reanudó su arenga como si fuera el filo de una espada apuntada al pecho de su oponente.

—La vida, Michael, la esencia de todo y lo único que tenemos. No me refiero únicamente a las nuestras, sino a la de cuantas criaturas pueblan el mundo. El Código y la Medida fueron creados para preservar nuestra común existencia, mas tan encomiable designio acabó tergiversándose y las normas adquirieron más trascendencia que lo que debían salvaguardar.

Despacio, sin bajar las manos, dio otro paso hacia el guardián.

—No te pido que abandones tu puesto en un acto de traición, y ambos sabemos que no te mueve la cobardía —continuó—. Los dioses son testigos de los fenómenos que se han obrado aquí esta noche. Si te suplico que me franquees el acceso, lo hago apelando a tu piedad, ya que es probable que mi hermano yazca moribundo en el interior de su tienda. Cuando te arrancó aquel juramento no había previsto tan funestas consecuencias. Tengo que ir a su lado, Michael. Te ruego que me permitas entrar. No hay nada deshonroso en ello.

El aludido se puso rígido, mientras mantenía la mirada en lontananza. Sin embargo, transcurridos unos segundos se tambaleó, dobló los hombros hacia adelante y soltó la lanza. Al comprobar que se desmoronaba, que el arma se deslizaba entre sus dedos, el hombretón detuvo su caída y le sujetó con sus poderosos brazos. El cuerpo del caballero se convulsionó con un sollozo tan patético, que el general le dio unas consoladoras palmadas en el hombro.

—Que alguno de vosotros traiga a Garic —mandó a los soldados que custodiaban el recinto—. ¡Ah, estás aquí! —exclamó aliviado cuando éste se presentó a toda carrera—. Lleva a tu primo junto al fuego, dale comida caliente y hazle dormir unas horas. Tú —indicó a otro de los centinelas—, releva a tu compañero.

Mientras Garic se alejaba con su pariente, Crysania se aproximó a la recia urdimbre, pero el guerrero la detuvo.

—Será mejor que me cedas la delantera, sacerdotisa —propuso.

Preparado como estaba para la réplica, le sorprendió comprobar que la dama se apartaba con dócil sumisión. En el instante en que descorría la cortinilla, sintió la mano femenina posada en su piel y, sobresaltado, dio media vuelta.

—Eres tan sabio como Elistan, Caramon —susurró la mujer, clavados en él sus iris grisáceos—. Yo podría haberme dirigido en esos términos al caballero, pero ¿por qué no lo hice?

—Quizá porque yo he comprendido sus motivaciones —sugirió el luchador, ruborizándose.

—En efecto, mi error ha sido empeñarme en que me obedeciera sin establecer ninguna comunicación —se lamentó la dama, a la vez que, pálida, se mordía el labio.

—No me tildes de brusco, señora —le imprecó él—, si te recomiendo que analices tu alma en otra ocasión más propicia. Ahora necesito tu ayuda.

—Por supuesto.

Recuperada la confianza, la determinación, la sacerdotisa siguió al general.

Consciente de que había un guardián apostado, y de que varios pares de ojos les espiaban, el hombretón corrió de inmediato la gruesa tela que hacía las funciones de puerta. Reinaba en la estancia un silencio absoluto, una oscuridad tan intensa que al principio ninguno de los recién llegados acertó a vislumbrar nada. De repente, mientras aguardaban inmóviles que sus pupilas se acostumbraran a la penumbra, Crysania tiró del brazo de su acompañante.

—¡Le oigo respirar! —anunció.

Él asintió y echó a andar, aunque sin precipitarse. La claridad del exterior disipaba la noche perpetua de la tienda, y a cada paso mejoraba su percepción. Propinando un puntapié a una banqueta que, volcada en el suelo, obstaculizaba su avance, distinguió la figura del archimago.

—Raist —lo llamó, al mismo tiempo que se arrodillaba.

El nigromante estaba tumbado cuan largo era. Tenía el rostro ceniciento, los labios amoratados y la respiración débil e irregular, mas al menos sus pulmones trabajaban. Tras alzarlo con sumo cuidado en volandas, Caramon lo transportó hasta el lecho. Bajo la exigua luz, creyó entrever una sonrisa en sus comisuras. El yaciente se hallaba sumido en un plácido sueño.

—A juzgar por su expresión, duerme tranquilo —comentó, desconcertado, a la sacerdotisa, que estaba ocupada en extender una manta sobre la inerte forma del hechicero—. Pero resulta obvio que algo terrible ha ocurrido. Me pregunto... ¡En nombre de los dioses!

Crysania dio un respingo ante aquel súbito cambio de tono e inspeccionó el lugar por encima de su hombro.

Los soportes de madera estaban chamuscados, el resistente trenzado de las paredes se había ennegrecido y se adivinaban pequeñas grietas en algunas costuras. Era ostensible que un incendio había azotado el aposento mas, contra toda lógica, la estructura se mantenía en pie y sólo había sufrido daños menores. Sea como fuere, lo que provocó la consternación del guerrero no fue el panorama general, sino el objeto que se erguía en la mesa.

—¡El Orbe de los Dragones! —balbuceó.

Creada decenios atrás por los magos de las Tres Túnicas, la cristalina esfera que encerraba la quintaesencia de los reptiles del Bien, el Mal y la Neutralidad, y que poseía la virtud de desbordar las fronteras del tiempo, seguía apoyada en el soporte de plata.

Su luminosidad mágica, embrujadora, los fulgores que un día derramase en su derredor, se habían apagado. Se había convertido en un objeto de negrura, sin vida, como si escapasen sus efluvios a través de una fisura abierta en su centro.

—Se ha roto —constató el general en tonos apagados.

4

Una travesía azarosa

El ejército de Fistandantilus jalonó el Estrecho de Schallsea en una desordenada flota constituida por barcas de pesca, botes sin aparejo, balsas de tosca manufactura y embarcaciones de recreo vistosamente decoradas. Aunque la distancia no era excesiva, se necesitó más de una semana para transportar hombres, animales y enseres.

Cuando Caramon inició los preparativos de la travesía, sus levas habían aumentado en tal proporción que no pudo encontrarse una nave capaz de llevarlos a todos. Así, pues, contrató una serie de pequeños balandros para que fueran y vinieran en diversas etapas y aprovechó los de mayor envergadura como cuadras o corrales flotantes del ganado. Convertidas en auténticas granjas, sus bodegas fueron provistas de compartimientos destinados a los caballos y de casillas donde albergar a los cerdos.

La expedición se desarrolló sin novedad en su mayor parte, si bien el general tan sólo dormía dos o tres horas cada noche. Estaba siempre atareado en resolver problemas que ningún otro podía manejar, complicaciones que iban desde atender a los animales mareados hasta rescatar un baúl repleto de espadas que salía despedido por la borda. Y, para colmo de desventuras, se desató una tempestad cuando avistaban su destino y se creían a salvo. El mar embravecido, el manto de arremolinada espuma, volcó dos embarcaciones que, al soltarse sus amarras, naufragaron e interrumpieron la singladura durante un par de días.

Por fortuna, a pesar de los contratiempos, fondearon en condiciones aceptables. Sólo se registraron algunos casos de enfermedades propias de la navegación, la pérdida de un niño que fue salvado antes de que las aguas lo engulleran y un caballo que se rompió una pata al cocear la partición de la cuadra y que, lamentablemente, hubo de ser sacrificado.

Tras desembarcar en los llanos de Abanasinia, el ejército fue recibido por el cabecilla de las tribus bárbaras que habitaban las regiones septentrionales del país y ansiaban apoderarse del codiciado oro atesorado en Thorbardin. También acudieron a darles la bienvenida los representantes de los Enanos de las Colinas, un hecho que produjo tal impacto en el hombretón, que tuvo los nervios desquiciados durante varios días.

—Reghar Fireforge y su escolta —anunció Garic desde la entrada de su tienda. Haciéndose a un lado, el caballero invitó a pasar a un grupo formado por tres enanos.

Vibrantes sus tímpanos con la resonancia de aquel apellido familiar, Caramon estudió anonadado al hombrecillo que encabezaba la comitiva. Los delgados dedos de Raistlin aferraron su brazo.

— ¡Ni una palabra! —le susurró.

— ¡Pero se le parece tanto! Y se llama igual que él —protestó el general en voz baja.

—Por supuesto —asintió el hechicero como si fuera lo más natural—, es el abuelo de Flint.

¡Un ancestro de su viejo amigo! Del compañero que muriera en la Morada de los Dioses en brazos de Tanis, de aquella criatura gruñona e irascible, tierna y sabia. ¡Pensar que siempre le asombró su tremenda ancianidad y que ahora todavía no había nacido! En presencia del guerrero se hallaba nada menos que su abuelo.

De pronto se le reveló, más punzante que un golpe físico, el alcance de su proyecto y lo que significaba estar en aquel lugar. Hasta entonces había vivido la marcha de sus tropas como una aventura en su propia época; no se había tomado en serio la guerra que iba a desencadenarse. Incluso la idea de que Raistlin lo enviase al hogar le había parecido tan sencilla como reservar un pasaje en una goleta y despedirse del archimago en un muelle cualquiera. Y, en cuanto a la cuestión de alterar el tiempo, la había descartado desde el principio. Le desconcertaba. Para él, significaba deambular sin rumbo en un círculo cerrado e infinito.

Se sintió acalorado y, sin apenas transición, su sudor se tornó gélido. Tanis no existía, ni tampoco Tika, ni él mismo. ¡Era demasiado improbable, demasiado abstracto!

La tienda empezó a girar de tal modo ante sus ojos, que temió perder el conocimiento. Le salvó del desvanecimiento su siempre alerta gemelo, que, al advertir su lividez y adivinar con su plecaro instinto lo que estaba tratando de asimilar, se puso de pie y prodigó corteses frases a sus invitados enaniles, con el único objeto de darles unos segundos, durante los cuales pudieran restablecerse. No dejó, sin embargo, de dirigir al luchador una penetrante mirada por la que le conminaba a cumplir con su deber.

Ya más sosegado, Caramon logró desembarazarse de tan perturbadores pensamientos. Se dijo para sus adentros que no le faltarían oportunidades de reflexionar, que se ocuparía de resolver sus contradicciones en la soledad de su aposento. En las últimas semanas, había forjado a menudo estos propósitos, si bien la quietud que precisaba no acababa de materializarse debido a las continuadas interrupciones que sufría en su descanso.

Incorporándose a su vez, el general fue capaz incluso de estrechar la mano del resuelto enano de barba cana.

—Nunca imaginé —declaró Reghar en hosca actitud, mientras se instalaba en la silla que le ofrecían y aceptaba una jarra de cerveza, que bebió de un solo trago— que algún día pactaría con humanos y hechiceros, y menos aún en contra de mis congéneres.

El guerrero examinó, taciturno, el recipiente vacío. Luego hizo un escueto gesto al muchacho que le atendía para que volviera a llenarlo. Sin perder su mueca de disgusto, el hombrecillo aguardó hasta que se hubo posado la espuma y entonces, con el brazo en alto, brindó frente a su colosal oponente.

— Durth Zamish och Durth Tabor. Las circunstancias singulares crean lazos también singulares —tradujo.

—Me acojo a ese axioma —respondió Caramon, quien, de nuevo acomodado en su butaca, alzó un vaso de agua y lo ingirió.

Observó a Raistlin de soslayo y éste, consciente de su mensaje y diplomático cuando le convenía, se humedeció los labios con el vino que le habían servido.

—Mañana nos reuniremos para discutir nuestros planes —manifestó el guerrero—. El adalid de los bárbaros de las Llanuras, que llegará esta misma tarde, participará en la asamblea. —Se acentuó el enfado en las facciones de su huésped y el general suspiró, previendo un serio conflicto. Mas no queriendo exteriorizar su recelo, continuó en el mismo tono alegre y despreocupado—: Cenemos juntos esta noche y sellemos nuestra alianza.

—Quizá tenga que luchar en el mismo bando que esos hombres —replicó el enano—. Pero, ¡por la barba de Reorx, no me sentaré a su mesa! Ni tampoco a la tuya —dictaminó.

Caramon se levantó. Embutido en una espectacular armadura de gala, obsequio de los caballeros, constituía una visión imponente. Reghar no pudo por menos que pestañear al contemplarlo.

—Presumes de grandullón, ¿no es cierto? —le imprecó—. Me pregunto si tu cabeza no albergará más músculos que raciocinio —agregó, con un dubitativo movimiento de cabeza.

Lejos de sentirse ultrajado, el fornido humano esbozó una sonrisa. Era la similitud con las expresiones habituales de Flint lo que le encogía el corazón, no la pretendida ofensa.

A Raistlin, por el contrario, no le hizo ninguna gracia aquel comentario.

—Mi hermano posee una inteligencia privilegiada para las tácticas militares —salió en su defensa de manera inesperada—. Cuando abandonamos Palanthas, éramos tres. Tan sólo la pericia y la perspicacia del general Caramon han obrado el prodigio de trasladar este numeroso ejército hasta vuestras costas. Opino que deberías someterte a su liderazgo.

Reghar emitió un resoplido y espió al nigromante con la frente arrugada por encima de sus pobladas y grisáceas cejas. Envuelto en el matraqueo de su pesada armadura, dio vuelta y se encaminó hacia la cortinilla para, ya en el umbral, hacer una pausa.

—¿Tres en Palanthas y ahora este enjambre? —inquirió.

Clavó sus fulminantes ojos en el guerrero y ondeó su mano en un gesto por el que intentaba abarcar la tienda, los caballeros de noble apariencia que montaban guardia en los flancos de ésta, los centenares de hombres que había visto descargar las provisiones de las naves y aquellos otros que practicaban las técnicas bélicas, sin olvidar las interminables hileras de fogatas donde se guisaba el alimento.

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