La Guerra de los Enanos (44 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—Os damos una última oportunidad —siguió Caramon impertérrito—. Restituid a vuestros hermanos de raza lo que legítimamente les corresponde. Devolved también a los humanos lo que les habéis sustraído, compartid con ellos vuestra vasta riqueza. Después de todo, ¡muertos no podréis gastarla!

—Vosotros vivos sí hallaréis el modo de hacerlo, ¿verdad? —le recriminó el enano desde su atalaya, entre burlón y acusador—. Todo cuanto poseemos lo hemos obtenido a través del trabajo honrado, laborando sin descanso en nuestras casas subterráneas en lugar de dedicarnos, como otros, a saquear aldeas en compañía de una horda de bárbaros salvajes. Creo que no he podido hablar más claro.

Levantó la mano y los arqueros, dispuestos y a la espera de instrucciones, tensaron las cuerdas de sus armas. Cuando volvió a bajarla, centenares de flechas rasgaron el aire y los enanos de las almenas rieron de buen grado, convencidos de que los atacados huirían en desbandada.

Pero las risas se helaron en sus labios. Las figuras nada hicieron para evitar los proyectiles, una reacción del todo imprevista. En medio del estupor general, el mago de Túnica Negra estiró sus dedos y las puntas de las saetas ardieron en llamas que, al propagarse por las astas, las disolvieron en pleno vuelo.

—También nuestra respuesta es elocuente —declaró Caramon con acento severo, frío.

Tiró el fornido guerrero de las riendas de su corcel y se alejó al galope en busca de su ejército, escoltado por el nigromante, Reghar y el hombre de las Llanuras.

Al oír que sus seguidores murmuraban entre sí y advertir que intercambiaban miradas dubitativas, taciturnas, Duncan descartó sus propias vacilaciones y giró la faz hacia ellos. Su barba temblaba de ira.

—¿Qué significa esto? —les reprendió—. ¿Os asustan acaso los trucos de un ilusionista ambulante? ¿Qué es lo que conduzco, unas tropas aguerridas o un grupo de niños?

Al comprobar que los amonestados bajaban la cabeza y se sonrojaban, el monarca descendió de la roca. Tras encaminarse de nuevo al puesto que ocupaba antes de producirse el incidente, oteó el ancho patio de la fortaleza, que estaba formado no por muros de manufactura enanil, sino por las paredes naturales de la montaña. Numerosas grutas se alineaban en la piedra, aberturas que habitualmente daban libre curso a densas humaredas y a los ecos que despedía el mineral al ser extraído y transformado en acero. Ese día, sin embargo, las minas y las fraguas estaban cerrados.

El patio que contemplaba el thane era un auténtico hervidero de hombrecillos que, ataviados con pesadas armaduras, tanteaban sus escudos o revisaban sus hachas, pertrecho elegido por la infantería. Todas las cabezas se alzaron al asomarse Duncan al parapeto y las aclamaciones que se habían interrumpido al arribar el adversario renacieron con nuevo ímpetu.

— ¡Esto es la guerra! —bramó el rey, imponiéndose a la batahola. Se hizo un breve silencio hasta que, todos a una, los enanos entonaron un cántico.

Bajo las montañas,

del hacha la esencia brota de las cenizas,

del alma, de un fuego apagado.

Templado su astil, anuncia su presencia,

pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.

El corazón del soldado domina y anima la acción.

Vuelve glorioso, o sobre el blasón.

Salidas de las cuevas, al surcar el aire, en una

pirueta, las hachas sueñan, sueñan con la roca,

con metal vivo que nació de una generosa veta.

Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.

El corazón del soldado anhela, desea la acción.

Vuelve glorioso, o sobre el blasón.

El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo,

el verde del bronce, del cobre siempre fiel,

creados en el fuego de la fragua del mundo,

consumen la injusticia al hender la piel.

El corazón del soldado descansa,

completa la acción.

Vuelve glorioso, o sobre el blasón.

Excitado por la tonada, el thane sintió que desaparecía su resquemor como antes se desvanecieran las flechas. Sus generales abandonaron las almenas a fin de ocupar sus posiciones de batalla, todos salvo Argat. Además del mandatario de los dewar, quedaron en la torre Kharas y el propio Duncan, quien, tras clavar sus pupilas en el héroe y consejero, despegó los labios resuelto a hablar.

El respetado súbdito refrenó tal intento mediante una mirada sombría, que ponía de manifiesto sus alteradas emociones. Sin pronunciar una palabra, se inclinó en una reverencia y siguió a los otros oficiales para situarse, también él al frente de su batallón de infantería.

—¡Que Reorx le confunda y haga crecer en su faz una barba de llamas! —farfulló Duncan mientras se aprestaba a descender al patio, ya que debía estar presente cuando se abrieran las puertas y su ejército emprendiera la marcha—. ¿Quién es él para tratarme así? Ni siquiera mis hijos osarían comportarse con tan poco respeto. Esta situación no puede continuar. En cuanto regrese de la batalla pondré los puntos sobre las íes.

Sin cesar de rezongar, el mandatario se aproximó a la escalera que conducía a la planta inferior del recinto, pero, en el momento en que se disponía a acometerla, le retuvo una mano en su brazo. Levantando el rostro, descubrió a Argat.

—Te suplico, mi rey —dijo el dewar en su tosco lenguaje—, que recapacites sobre el plan que te propuse. No les arrojes ese amasijo de piedra inútil, permíteles que se enseñoreen del alcázar y, como no han de fortificarlo por estar persuadidos de su triunfo —señaló las formaciones que se organizaban en el llano—, nos retiraremos a Thorbardin y ellos se lanzarán a perseguirnos. Una vez hayan salido a las praderas, recuperaremos Pax Tharkas —entrechocó sus manos en una siniestra palmada— y les venceremos. Nada podrán hacer atrapados entre nuestros dos flancos, el del norte y el meridional.

El monarca estudió fríamente a su interlocutor. Argat había expuesto su estrategia ante el consejo, y todos sus miembros se asombraron de que pudiera ocurrírsele semejante idea. Los dewar no solían mostrar el menor interés por los asuntos militares. Lo único que les preocupaba era establecer el reparto del botín y asegurarse una buena porción. ¿Era Kharas quien le había susurrado estas maquinaciones, en su empeño de evitar el conflicto?

—¡Pax Tharkas nunca se rendirá! —rugió el thane, a la vez que se desembarazaba de su garra—. Tu táctica es la del cobarde. ¡No entregaré nada a esa turba, ni una moneda de cobre ni un guijarro del suelo! Prefiero morir aquí mismo.

Sin más preámbulos, el soberano inició el descenso a grandes zancadas. Tan furioso estaba, que su barba se erizó en crespos mechones.

—Eso es lo que va a sucederte, rey Duncan —murmuró Argat con el labio retorcido en una mueca sarcástica—. Pero yo no he de quedarme para compartir tu suerte.

Giróse hacia dos subordinados de su tribu, que habían asistido a la escena agazapados en sendos recovecos del muro, y asintió tres veces con la cabeza. Los dewar, tras repetir la señal, desaparecieron.

Solo en las almenas, el enano oscuro observó la trayectoria del sol durante unos minutos. Absorto en sus pensamientos, comenzó a frotar sus manos sobre la armadura como si pretendiera limpiárselas.

El Highgug tenía la rara sensación de que algo iba mal, aunque no adivinaba qué podía ser.

Su capacidad perceptiva no constituía una de sus mejores virtudes, ni tampoco comprendía las complejas estrategias bélicas, pero no por ello dejó de ocurrírsele que unos enanos que regresasen victoriosos del campo de batalla no entrarían en la fortaleza bamboleantes, cubiertos de sangre y cayendo muertos a sus pies uno tras otro.

Si se hubieran producido uno o dos casos los habría considerado simples víctimas de la fortuna, mas el número de combatientes que se derrumbaban aumentaba a un ritmo alarmante. El Highgug decidió averiguar qué pasaba.

Dio dos pasos al frente pero al oír una espantosa conmoción a su espalda se detuvo. Tras exhalar un hondo suspiro, giró la cabeza, pues acababa de caer en la cuenta de que había olvidado a su compañía.

—¡No, no! —bramó encolerizado, ondeando las manos—. ¿Cuántas veces habré de decíroslo? Quedaos aquí, ¿entendido? El rey me lo ha ordenado claramente. «Vosotros, los gugs, quedaos aquí», me ha especificado. ¿Acaso no entendéis lo que eso significa?

Escrutó a sus subordinados con ojo centelleante —el otro ojo le faltaba—, tan enfurecido que aquellos que todavía estaban de pie y se enfrentaron a la mirada de su pupila empezaron a temblar. Los gully encomendados a su mando que habían tropezado contra sus picas, los que las habían soltado y los que, en la confusión del momento, habían traspasado accidentalmente a su vecino o habían caído de bruces en el suelo, así como los desorientados que se habían vuelto y ahora contemplaban el parapeto en actitud obstinada, escucharon la imperiosa voz de su cabecilla y se amilanaron.

—Os lo explicaré, lombrices de los hongos —gruñó el Highgug—. Me propongo investigar sobre lo que ha ocurrido, porque se me hace extraño que nuestras tropas regresen a la fortaleza en esas condiciones. No cantan, sólo sangran, y el thane no me anunció nada semejante. Voy a informarme, y vosotros os quedaréis aquí —persistió—. ¿Habéis captado el mensaje? Veamos, repetidlo.

—Voy a informarme —obedecieron los aludidos—, y vosotros os quedaréis aquí.

Y, orgullosos de su inteligencia, todos echaron a andar en distintas direcciones.

—¡No! —los retuvo el mandamás, próximo a la desesperación—. Soy yo, el Highgug, quien se va mientras vosotros, mi compañía, aguardáis instrucciones. ¡Quietos, no mováis una pestaña! —concluyó al comprobar que, cuanto más se esforzase, menos le entenderían.

Cuando se alejaba, vibró de nuevo en sus tímpanos el estrépito de las picas al chocar contra la piedra. Pero optó por ignorarlo y seguir su camino.

Fue sin duda una suerte que no tuviera que ausentarse mucho tiempo, ya que, de haberlo hecho, al volver habría encontrado a la mitad de sus hombres ensartados en las puntas de sus propias armas. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, descubrió lo que deseaba saber y retornó a su puesto antes de que las bajas sobrepasasen la media docena.

Avanzó unos veinte pasos, dobló un recodo y casi se estrelló contra Duncan. El soberano no advirtió su presencia, pues estaba de perfil y enzarzado en una animada conversación con Kharas y otros oficiales. Apresurándose a recular, el Highgug aguzó el oído.

A diferencia de los otros enanos reunidos en el cónclave, que presentaban en sus petos metálicos tantas abolladuras que parecían haberse precipitado por una ladera rocosa, la armadura de Kharas únicamente exhibía algunas muescas dispersas en los cantos. El héroe tenía las manos y los brazos ensangrentados hasta los codos, pero era la savia del enemigo, no la suya, la que manchaba sus miembros. Existían muy pocas criaturas capaces de resistir el embate de su gigantesco mazo. Fue ingente el número de infortunados que sucumbieron a su implacable ataque, si bien más de uno se preguntó, antes de expirar, por qué tan egregio guerrero derramaba amargas lágrimas al asestar el golpe mortal.

Ahora no sollozaba. Se habían secado los torrentes de sus ojos, su único empeño era conferenciar con su rey.

—Hemos sido derrotados, thane — declaró—. El general Mano de Hierro ha obrado con prudencia al ordenar la retirada. Si pretendes conservar Pax Tharkas, debemos concentrarnos y atrancar los accesos como planeamos. Recuerda, señor, que ya habíamos previsto este desenlace.

—Lo cual no lo hace menos humillante —repuso el monarca, defraudado—.¡Nos ha vencido una cuadrilla de ladrones y granjeros!

—Para empezar, thane, esos individuos a los que tanto desprecias han sido adiestrados a conciencia —le corrigió el interpelado, en medio de la aprobación de los generales que le circundaban—. Además, engrosan sus filas los hombres de las Llanuras y nuestros parientes, que se han debatido con el arrojo innato en nuestra raza. Y por último, respaldando a los belicosos bárbaros y los valientes Enanos de las Colinas, se han abalanzado sobre nuestras huestes los Caballeros de Solamnia a lomos de sus corceles.

—Manda que cierren las puertas, thane —apremió a Duncan uno de los oficiales—, o prepárate a morir junto a tus súbditos.

—De acuerdo, clausurad las entradas —accedió el soberano a regañadientes—. Pero no activéis el mecanismo hasta el último segundo. Quizá no sea necesario. Les costará sudores y trabajos resquebrajar las gruesas hojas, y me gustaría poder abandonar luego el recinto sin verme obligado a desplazar toneladas de roca.

—¡Cerrad los accesos! —corearon varias voces.

Todos cuantos se hallaban en el patio, los vivos, los heridos e incluso los agonizantes, contemplaron cómo se iniciaba el ajuste de los macizos batientes. También el Highgug, agazapado en su rincón, observó la escena. Había oído comentar en innumerables ocasiones con cuánta delicadeza aquellas colosales puertas se deslizaban sobre sus no menos enormes goznes que, siempre lubricados, funcionaban tan suavemente que dos enanos a cada lado bastaban para accionarlos. Al retumbar en sus oídos el chirriar de la madera, del metal, se dijo que era una lástima que no pusieron en funcionamiento el manubrio de las piedras. El espectáculo que ofrecían los peñascos al caer en un auténtico alud debía de ser portentoso, lamentaba perdérselo.

No obstante, antes de que concluyera la operación, lanzó una postrera mirada al exterior, y lo que vio le sobrecogió hasta tal punto que casi se estranguló a sí mismo al contener el resuello, paralizados todos sus músculos. Un ingente tropel de criaturas armadas corría hacia él, ¡y no se trataba de su ejército!

Tras cavilar unos instantes, decidió que en aquel conflicto sólo había dos bandos, el suyo y el del adversario, por lo que dedujo horrorizado que era el enemigo quien se acercaba.

El sol, en su cenit, reverberaba en las armaduras de los Caballeros de Solamnia, arrancaba fulgores de sus escudos e incendiaba las espadas que esgrimían. Tras ellos, la infantería reclutada por el poderoso Fistandantilus marchaba hacia la fortaleza antes de que sus defensas le obstruyesen el paso. Los escasos Enanos de las Montañas que tuvieron agallas para interponerse fueron reducidos en un santiamén, pereciendo bajo los destellos del acero y el estampido de los cascos hostiles.

El ejército rival se aproximaba sin tregua. Nervioso, el Highgug tragó saliva. Nada sabía de maniobras militares, pero se le antojó que aquél era el momento propicio para terminar de aislar el recinto y, al parecer, los generales coincidían en esta opinión, ya que todos se precipitaron en dirección a la entrada entre gritos e improperios.

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