Read La herencia de la tierra Online

Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (11 page)

BOOK: La herencia de la tierra
12.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Tú eres el hijo de Narcís Roca?

Rosendo asintió.

—Ya he oído que has abandonado a tu padre para dedicarte a esto… —Y con su arrugada mano describió un arco que abarcaba los sacos—. ¿Para qué? ¿Para prosperar? ¿Para acabar convertido en un burgués? —El viejo dejó caer un salivazo a su lado, en el suelo—. Este país se va al carajo con esta juventud que se deja arrastrar por la peste de los liberales. ¡Los jóvenes ya no quieren trabajar la tierra! ¿Te lo puedes creer…? Pero pronto eso va a cambiar. ¡Escucha lo que te digo! Carlos V será rey y volveremos a estar como antes, como siempre. El noble gobernando, el campesino en el campo y el artesano en el taller. ¡Nada de modernidades degeneradas! ¡Ah! ¿Dónde estás, Santa Inquisición?

El viejo arrugó el puño en un gesto nervioso y se alejó del puesto refunfuñando. Rosendo acomodó los sacos de carbón y procuró descifrar lo que el viejo había dicho. Cierto es que, obstinado, sólo pensaba en trabajar, pero esa curiosidad suya que su madre, desde el mismo momento en que le enseñó a leer, se había empeñado en fomentar en él, había hecho que no le pasaran desapercibidos los recientes acontecimientos del país, que llegaban hasta allí como un eco amortiguado trayendo noticias de la muerte del Rey y de que ahora era su hija Isabel la heredera al trono, si bien las fuerzas más conservadoras del país se oponían a que, cuando llegara a la mayoría de edad, se convirtiera en su reina. Para ellos el candidato debía ser un hombre, el hermano del difunto Rey, a quien sus seguidores, entre los que al parecer se contaba el viejo que acababa de hablarle, habían proclamado con el nombre de Carlos V.

Para asegurarse el trono, María Cristina, la regente y madre de la futura reina Isabel, tuvo que apoyarse en el sector más progresista de la época, los liberales, herederos de la Constitución de Cádiz de 1812, y su gobierno tuvo que hacer concesiones. La Revolución francesa y el comienzo de la industrialización habían cambiado la fisonomía de toda Europa. Una nueva capa social, la burguesía, se preparaba para acceder al poder político y reflejar así su posición cada vez más preponderante en la economía. Por el contrario, las clases sociales más tradicionales como la aristocracia, el clero y ciertos militares, permanecían estancadas, ajenas a las transformaciones del mundo moderno. Aun así, su poder en España era todavía inmenso, sobre todo en las zonas agrícolas, mayoritarias en el país. En estas zonas, los partidarios del infante Carlos, algunos de los cuales ya habían llegado hasta allí, pensó Rosendo al ver en la distancia cómo seguía su camino el viejo, se estaban preparando para armarse y, llegado el momento, lanzarse al monte. En aquellas fechas comenzaban a sonar los tambores de guerra. El reciente conflicto de los agraviados o
malcontents
había sido sólo el prólogo de lo que estaba a punto de producirse.

Después del incidente con el viejo, un hombre de mediana edad, oscurecido por los años y el poco uso del jabón, se quedó observando la mercancía de Rosendo. No se acercó al puesto, aunque pasó por delante en más de una ocasión a lo largo de la mañana. A ese hombre se añadió algún curioso pero nadie realizó compra alguna.

Casi al final de la jornada, el extraño apareció de nuevo sujetando las riendas de un viejo mulo tan sucio como el carro del que tiraba.

—Qué, muchacho, ¿no ha habido suerte hoy, eh? —dijo mientras descendía.

Rosendo no supo qué cara poner. Ante sí estaba el carbón con el que había llegado, los seis sacos que era capaz de apilar en la destartalada carretilla.

—Mira, no tengo ninguna necesidad, pero te haré un favor: te compro la mitad de tus sacos por dos reales.

Mientras hablaba, el hombre extrajo del bolsillo de su chaleco una pequeña bolsa de cuero desgastado.

—¿Qué me dices? —añadió éste.

Rosendo no conocía el baremo de precios ni había realizado nunca un regateo. Además se acercaba la hora de cierre del mercado, era su primer día y tenía ganas de vender lo que había llevado con tanto esfuerzo hasta allí. Tenía claro que no quería volver a casa con la mercancía.

—De verdad, no te voy a dar más de dos. ¿Sí o no? —Acompañó sus palabras con el gesto de marcharse, reforzando así que ésa era su única oferta.

—De acuerdo. Se los subo.

Rosendo cargó los tres sacos y cobró su dinero. El comprador se montó en el carro y atizó las riendas con suavidad. Mientras el rudo jamelgo echó a trotar con desidia, un hombre vestido con levita se acercó a Rosendo y le dijo en un tono confidencial, casi en un susurro:

—Estaba mirando cómo vendías el carbón a ese hombre. ¿Cuánto dices que te ha pagado? ¿Dos reales?

—Así es, ¿no le parece bien?

—No, no, pero es que ayer compré un saco y me costó lo mismo que todo lo que se ha llevado él. Yo creo que te ha timado.

—¿Y por qué ha esperado a decírmelo ahora?

—Hombre, si tú has acordado ese precio, tú sabrás. A mí ni me va ni me viene.

—¿Se puede esperar aquí un momento?

Sin necesitar la respuesta, Rosendo salió acelerado tras el hombre del carro. En la frenética carrera tuvo que esquivar a personas, fardos de lana, animales cruzando la calle con parsimonia y cestos de fruta y verdura. Los aldeanos que, ajenos a la prisa, se vieron atropellados por tal torbellino seguían con la mirada su estela sin saber muy bien qué les había pasado por encima.

Al final de la calle divisó al comprador hablando tranquilamente con el panadero. Cuando llegó a su altura y reparó en Rosendo, el cliente disimuló su sorpresa.

—Oye, no quiero tu dinero. Devuélveme los sacos —le espetó Rosendo.

—Espera, espera, no te lances. ¿A qué viene esto? Te he pagado, me has dado el carbón y cada uno a su casa.

—No estoy de acuerdo.

Azuzando el raquítico mulo, aquél le replicó mientras se alejaba:

—Pues ve a denunciarme a la autoridad.

Rosendo se quedó parado en mitad de la calle, sintiéndose observado por los comerciantes que habían escuchado la conversación y lo miraban irónicos. La mayoría de ellos había pasado alguna vez por algo parecido, alguien más listo les había tomado el pelo. Ahora le había tocado al nuevo y podían divertirse a su costa.

Ajeno a estos pensamientos, Rosendo parecía digerir la situación con la mirada clavada en el suelo, pensando la menos mala de las salidas posibles. Finalmente salió corriendo para alcanzar enseguida el carro. Asustado, el animal se paró de golpe.

—Dame dos reales más —reclamó Rosendo.

—Ni en broma. Ya hemos cerrado el trato. —Y, acto seguido, lanzó el látigo con saña sobre el animal, dando por zanjada la conversación.

Pero el animal no avanzó. Rosendo, furioso, atenazaba los macizos radios de la rueda de la carreta.

—Me has estafado. No saldrás de aquí.

El hombre no consiguió hacer progresar al animal y empezó a sentir algo más que miedo. ¿De qué sería capaz ese vendedor de carbón? En un gesto de impotencia, colocó el látigo en el pescante y saltó a la parte de atrás para lanzar los sacos al suelo. Dos de ellos se rompieron al caer, y su contenido se desparramó. Rosendo relajó el empuje y, por fin, la mula empezó a avanzar, renqueante. El hombre miró hacia atrás, con los ojos extremadamente abiertos. Rosendo se metió la mano en el pecho y extrajo su pequeño saco. Cogió las dos monedas, las lanzó al carro con la misma antipatía con que él le había tirado el carbón y dijo:

—Esto no es mío.

Rosendo dejó los sacos en el camino y fue a buscar la carretilla. Cuando llegó a su puesto, casi se pasa de largo, no había reconocido el sitio. Allí no había ni rastro del hombre, ni de la carretilla ni de nada. No se lo podía creer, todo le estaba saliendo al revés. Aquélla era la segunda vez que le timaban y ahora había sido un robo a traición.

Maldiciendo su suerte, el joven volvió de nuevo a por los sacos de en medio del camino. Al acercarse vio que un hombre vestido de blanco estaba recogiendo pedazos de carbón del suelo. Rosendo resopló, aquello era el colmo. Se dirigió decidido a evitar más risas. Primero golpearía y después preguntaría.

De repente el hombre se levantó y metió la mano debajo del faldón blanco para extraer un objeto brillante. Rosendo se detuvo precavido.

—Aquí tienes tus seis reales por el carbón. Es lo que había pactado con Anglada cuando llegaste y es lo que te doy a ti. Te espero la semana que viene con más. Soy Ramón, el panadero.

Rosendo se quedó en mitad de la calle, con las seis monedas en la mano. La sensación era agridulce: por un lado había aprendido de la forma más dura que no iba a ser fácil vender el carbón y, por otro, había logrado un cliente fijo. Guardó las monedas en su saco, levantó la cabeza y comenzó a caminar por el mercado mientras los comerciantes desmontaban sin prisa sus puestos.

Capítulo 16

Habían transcurrido varios meses desde que Rosendo comenzó su aventura de crear una mina y ya era popular en Runera. Poco a poco fue consiguiendo clientes fijos que le compraban el carbón cada semana. Esa fría mañana de invierno Rosendo se abrigó con un chaleco de piel de oveja y se envolvió el cuello con una bufanda, regalo de su madre. La chaqueta era insuficiente para mantener el cuerpo caliente en su parada del mercado.

En cuanto entró en el pueblo, Rosendo se dirigió directamente a casa de Ramón. Al llegar, el panadero le indicó con un gesto el lugar donde debía depositar la carga. El calor que provenía de los hornos era realmente agradable en aquel día helado.

—Esta vez está más limpio —indicó Rosendo.

—Perfecto, Rosendo. Toma, tu dinero.

—Hasta la semana que viene.

—Pásate al volver a casa y te llevas algo de pan, ¿de acuerdo? —añadió Ramón dándole una palmada en el hombro.

Rosendo guardó el dinero en la bolsa que le colgaba del cuello y se aferró de nuevo a la carretilla. Se instaló en su lugar habitual y abrió los sacos para mostrar su negro contenido. Últimamente había sacrificado la cantidad por la calidad del material extraído. Era mejor cargar con menos peso y cobrar más por cada entrega.

La gente se acercaba a su puesto, muchos conocían a sus padres y preguntaban por ellos y por su hermano. Rosendo tuvo que aprender a mantener conversaciones cordiales a pesar de que su naturaleza le conducía más bien a contestar con monosílabos. Si bien es cierto que la mayoría se alejaban sin comprar nada, siempre había quien se llevaba un poco de carbón, y cada pedazo vendido suponía un paso más hacia su meta. Rosendo era consciente de que en el pueblo todavía había quien le criticaba por haber abandonado a sus padres con el trabajo del campo y escoger un camino diferente. Esa clase de comentarios no le molestaban, estaba acostumbrado, sólo esperaba de los demás que fueran justos con él, como él intentaba serlo con todo el mundo.

Entre los primeros clientes que pasaron consiguió vender al detalle más de un saco entero. Cuando Rosendo agarró la bolsa que pendía de su cuello vio a un niño que, estirado en el suelo, recogía los pedazos de carbón que habían ido cayendo. Al cruzarse las miradas, el chico salió corriendo dejando caer el botín.

Al cabo de un rato volvió a aparecer. Esta vez el niño se mantuvo a una distancia prudencial, deambulando entre la gente alrededor del puesto de carbón. Al principio Rosendo lo buscó con cierto enfado pero de tanto esconderse y mirarlo en medio de aquel frío, el chico consiguió ablandar a Rosendo. Entonces éste llamó al muchacho con un gesto amistoso.

El pequeño se acercó con pasos cortos y precavidos, la mirada baja, dócil. Rosendo le señaló la camisa y, cuando el crío la abrió para mostrar que no tenía riada, que toda su carga había caído en la huida, Rosendo se la llenó con lo que le cupo en sus grandes manos. El niño lo miró con una sonrisa y sin decir palabra salió veloz. Con casi un par de zancadas se situó ante el puesto de las manzanas asadas, con el objetivo de usar el carbón como moneda de cambio. Al poco, se volvió con una sonrisa y levantó el palo con el apetitoso fruto en señal de victoria hacia Rosendo. Por detrás de él, el vendedor miraba complacido la alegría del chico.

Al final de la jornada había conseguido vender todo el carbón que le quedaba. A pesar de las bajas temperaturas, las malas cosechas hacían que la gente sólo comprara lo más imprescindible. La carretilla aparecía ahora vacía y eso indicaba que por fin podía volver a casa. Antes de dirigirse al camino de vuelta, recordó las palabras del panadero y fue a recoger lo prometido.

—¿Te va bien esta hogaza? —preguntó Ramón.

—Perfecto, gracias.

Rosendo enfiló la calle, con el pan recién hecho, caliente y humeante en una mano y conduciendo la carretilla con la otra. Mientras masticaba se sentía satisfecho por la mañana de trabajo, el sabor del pan, el calor que emanaba de la masa y que lo abrazaba. Todo iba bien. Levantó la cabeza para mirar el cielo claro. Era un día diáfano y helado. Añadió mentalmente las monedas ganadas ese día a la suma que había conseguido reunir hasta la fecha. Y de pronto se detuvo. Recordó la cifra de los cinco mil reales que debía pagar a los Casamunt. Lo asaltó el pánico: no podía ser, al ritmo actual de ventas necesitaría mucho más de un año para conseguir la cantidad acordada. Por unos instantes se vio vencido, convertido en un esclavo de los Casamunt y en la mayor vergüenza para sus padres. La garganta se le cerró: el pan no podía pasar. Un acceso de tos le hizo escupir el pedazo y permitió que el aire helado penetrara en sus pulmones. Dio varias bocanadas y trató de tranquilizarse. Debía trabajar, sólo tenía que pensar en eso, en esforzarse, en arrancar más y más carbón. ¿Qué sabía él de números? Tenía que desechar las dudas como borraba de la pizarra las palabras que escribía mal cuando su madre le enseñaba a escribir.

Al reanudar su camino, sintió un golpe por detrás. Rosendo no pudo sostener el pan, y la carretilla se desestabilizó y volcó llevándole a él también al suelo. Sorprendido, se volvió. Helena y Fernando Casamunt lo miraban insistentemente sobre sus caballos. Fernando, que trataba de calmar al animal alterado tras el golpe, le espetó:

—¿Es que no sabes mirar por dónde vas?

Rosendo se mantuvo en silencio, con la rabia contenida reflejada en su rostro. Poco a poco, se fue incorporando desafiante hasta que mostró su imponente estatura. Fernando espoleó a su caballo mientras lanzaba un insulto al aire. Helena miró a Rosendo sarcástica y lentamente, pasó cerca con su caballo, muy cerca, casi rozándolo, para después alejarse al galope. Rosendo, manchado por el barro, miró cómo los hermanos se sacudían con pequeños golpes la suciedad del camino.

BOOK: La herencia de la tierra
12.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Storm Bride by J. S. Bangs
Power Unleashed by Savannah Stuart
Clandestine by Nichole van
Raised by Wolves by Jennifer Lynn Barnes
Under the Boardwalk by Barbara Cool Lee
Away by Teri Hall