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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (15 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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El ruido de los cascos de un caballo al trote sobresaltó a Narcís: el extranjero se dirigía hacia ellos. Al llegar al grupo tiró de la brida de su enorme montura y aminoró el paso. Los hombres lo miraron y lo saludaron con un mínimo gesto de cabeza, casi a la vez, y siguieron caminando silenciosos hasta que desaparecieron por el sinuoso sendero que conducía a la montaña.

Anclado en la puerta, el padre miraba en dirección a los hombres mientras se apretaba la faja por encima de la camisa.

—Parece que Rosendo tiene compañía, padre —comentó Narcís
Xic.
Y en tono de broma, añadió—: No sé a quién habrá engañado.

—Me parece que eran Héctor, Creus y el gordo Zampas. Son muchachos trabajadores. Ve adentro y acaba de vestirte; hemos de empezar la jornada.

—Sí, padre.

En la mirada de Narcís, quieto en el umbral de la puerta contemplando a los mineros, se reflejaba el orgullo de su condición de padre, condición que ejercía casi a escondidas.

Capítulo 21

La humilde casa de los Roca se hallaba en pleno revuelo para preparar la cena que ofrecerían a Henry Gordon, el extravagante comerciante escocés y socio de Rosendo. En los últimos meses las ventas de carbón habían sido prósperas. El número de clientes a los que proveían se expandía cada vez más: al norte, este, oeste, pero sobre todo hacia el sur de Runera, descendiendo el río en dirección a su desembocadura. Las ganancias de Rosendo y de Henry crecían de manera gratificante. En consecuencia, las condiciones de la familia también comenzaban a mejorar, tal y como había deseado siempre Rosendo.

El día de su aniversario, en la primavera de 1833, cuando cumplió veintitrés años, Rosendo quiso celebrar una cena especial con Henry como invitado, que se había convertido ya en su amigo. Angustias cedió gustosa ante el deseo de su hijo. El padre, en cambio, aceptó a regañadientes, poco acostumbrado a recibir visitas. Narcís
Xic
se alegró por la novedad; seguro que Henry hablaría de su país, de sus aventuras y no de la conocida rutina del campo.

Al caer la noche ya estaban todos sentados a la mesa. La comida que Angustias había preparado para la ocasión era abundante: un guiso hecho a base de lonchas de tocino y col, un trocito de solomillo de ternera para cada uno y de postre manzanas asadas. La bebida la había proporcionado Henry. Según explicó satisfecho había conseguido una botella de un «excelente vino del Penedés», a la que sumó una botella de jerez como regalo para la familia.

—Aquí no he podido conseguir el delicioso whisky, pero sí este estupendo jerez. Por cierto, señora Roca, su cena está realmente exquisita,
out standing!

Narcís padre observaba a aquel singular individuo con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Las ropas elegantes que llevaba y ese acento extranjero no le hacían sentirse demasiado cómodo. El pequeño de los Roca preguntó a Henry:

—¿Y cómo es que sabes tanto de licores?


Sorry…
—dijo mientras se cubría la boca con la mano—, en Escocia trabajé en una destilería de whisky. Una vez se destila, ha de guardarse en barriles de roble que hayan contenido antes jerez. Los barriles nuevos darían mucho sabor de madera,
you know?
Y yo, como agente comercial, tuve muchos contactos con fabricantes de Jerez. ¿Sabías que las relaciones comerciales entre Jerez y Escocia vienen de siglos atrás?

Narcís
Xic
abrió los ojos sorprendido.

—Vaya, no, no lo sabía. ¿Y te iba bien en ese trabajo?

—Oh, sí, muy bien —asintió sonriente Henry.

—Entonces… ¿por qué lo dejaste?

Henry mudó su semblante. Angustias lanzó una mirada de reproche a Narcís
Xic.
Rosendo carraspeó, aunque por dentro también se preguntaba lo mismo. Narcís padre siguió comiendo en un intento de disimular su interés.


Well…
—comenzó Henry—, es una historia un poco…
painful…
—miró a Rosendo, que se encogió de hombros— dolorosa, eso es. Yo nací en Edimburgo, capital de mi país, donde viví hasta los… un poco más de tu edad, Narcís —dijo con una sonrisa de complicidad al hermano de Rosendo—. Después a mi padre le ofrecieron trabajo en una destilería en las Highlands, más al norte, una zona montañosa donde se elabora mucho whisky. Yo también comencé a trabajar allí y con el tiempo fui haciendo tareas comerciales: como me gustaba viajar, iba mucho a Edimburgo a tratar con los clientes que compraban nuestro whisky. En uno de esos viajes, cuando yo tenía veinte años, conocí a la hija de un político de la capital que era cliente nuestro. Elisabeth McCallan era la muchacha más bella del mundo, era tan bonita… —Durante unos instantes Henry se quedó pensativo. Narcís
Xic
iba a pedirle que siguiera, pero Angustias lo detuvo con un gesto de la mano. Al poco, como despertando de un sueño, Henry prosiguió:

—Sorry…
Bien, como decía… Ella también se enamoró de mí pero su padre tenía otros planes. Yo no era más que un trabajador de una destilería y esa chica merecía algo mejor. El padre la casó con un hombre rico inglés y ella se fue a vivir con él. Desapareció de mi vida.

Dio un par de sorbos al vino. Todos estaban en silencio, esperando a que continuara.

—Durante años continué con mi trabajo, aunque decepcionado por el amor, me volví un
dandy.
Bueno, no exactamente, ¡porque yo trabajaba y los
dandys
no! —Soltó una risotada—. Pero sí que me dediqué a... —Henry notó la mirada reprobadora de Angustias y se sonrojó ligeramente— a ser galante con las señoritas. Y así hasta unos meses antes de venir aquí.

El escocés dio un par de bocados a la comida. Sonrió satisfecho y mostró su agrado a Angustias mientras masticaba. Rosendo se sorprendió una vez más de la capacidad que demostraba Henry a la hora de explicar historias; siempre conseguía dejar a sus interlocutores con el alma en vilo.

—En aquellos años mis viajes a Londres fueron aumentando. El whisky ganaba prestigio y todos los hombres de buen gusto querían tener en casa un barril de buena calidad. ¡Y el nuestro era excelente! Suave, con ligeras notas ahumadas, aromas a nuez, a...—se interrumpió—. Perdón —soltó una risita—, ¿por dónde iba? ¡Ah, Londres!

Bien, recibí el encargo de visitar a un comerciante de lana,
míster
Steele, que quería probar nuestro whisky. Lo visité en su despacho en Londres y lo convencí para que nos encargara un buen pedido. Hicimos algo de amistad y me confesó que tenía un problema: había traído un cargamento de lana para una fábrica que había cerrado porque se incendió. Tenía un montón de lana en el puerto y estaba desesperado por venderla. Como yo conocía mucha gente, me ofrecí a hacerle alguna gestión. Conseguí contactar con otro fabricante que se la compró y, desde entonces,
míster
Steele no sólo fue un gran cliente sino que nos hicimos amigos de verdad. Agradecido, me invitó a su casa de campo. Yo estaba muy ocupado con los viajes, así que tardé meses en poder asistir. Y…

De nuevo se quedó en silencio. Pero en esta ocasión había una tristeza en sus ojos que hizo que todos contuvieran el aliento.

—La esposa de mi amigo era precisamente Elisabeth… A pesar de los años seguía igual de bella. Y mi corazón, dormido, despertó. Ella se comportó correctamente, ambos disimulamos, no era oportuno decir que nos conocíamos. Nunca pudimos hablar a solas pero por su forma de mirarme notaba que me seguía amando.
Oh, my God!
Maldije mil veces mi mala suerte. Pasé noches en vela haciendo planes locos para secuestrarla, para fugarnos juntos. Otras trataba en vano de no pensar en ella… Hasta que un día
míster
Steele me pidió un cargamento extra de nuestro mejor whisky. Tenía motivos: por fin su mujer se había quedado embarazada.

Angustias tenía las manos entrelazadas de forma nerviosa, y miraba a Henry con ternura. Narcís
Xic
tragó saliva de forma ostensible.

—¿Y qué pasó? ¿Qué hiciste? —preguntó ansioso Narcís
Xic.
Henry negó con la cabeza.

—Decidí que lo mejor para todos era desaparecer. No podía olvidarla, no podía romper mi amistad con
míster
Steele y no podía ensuciar el nombre de mi amada. Reuní todo el dinero que había ahorrado y emprendí un viaje para conocer la Europa exótica, la Europa del Mediterráneo. Quería aventura, comenzar desde cero y… bueno, conocí a Rosendo.

Palmeó a Rosendo en el hombro, quien le devolvió el gesto esbozando una sonrisa. Angustias susurró «qué historia tan bonita» y se levantó con la excusa de cambiar los platos. Narcís
Xic
se quedó pensativo mientras el padre sirvió otra copa de vino, y se la ofreció a Henry.

—Tenga, esto quita todas las penas.

—Oh, thank you…
Aunque le aviso de que algunas penas saben nadar. —Y guiñó un ojo.

Narcís
Xic
rió con ganas la ocurrencia del escocés, quien enseguida recobró el buen humor y comenzó a relatar una retahíla de anécdotas divertidas de sus viajes. Cuando estaban acabando las manzanas, Rosendo se incorporó y apareció al momento con un zurrón.

—Este año será al revés. Yo os traigo regalos. Os lo merecéis, por apoyarme.

Toda la familia Roca se mostró sorprendida. Primero entregó un paquete al padre. Éste lo abrió y descubrió una navaja con una empuñadura de ciervo primorosamente labrada. Apenas se atrevió a tocarla. Después dijo «mucho floripondio para una navaja», aunque pronto se corrigió ante el suave codazo de Angustias. Entonces tomó por fin la iniciativa y la abrió y cerró sin cesar para acabar probando en qué bolsillo del chaleco le sentaba mejor.

A la madre le entregó un paquete envuelto en tela. Angustias, poco acostumbrada a los regalos, se puso algo nerviosa al ver que el suyo abultaba más que el de su marido. Pero en cuanto lo abrió, sus ojos se llenaron de lágrimas: era una edición de la Biblia en tapas de piel y bordes dorados. Abrazó a Rosendo con todas sus fuerzas y cuando éste le confesó que en la elección lo había ayudado Henry, estampó un sonoro beso en la mejilla del escocés.

Finalmente hizo entrega a Narcís
Xic
de otro paquete. Lo abrió con desesperación y alegría, pero su rostro se apagó en cuanto vio el contenido: un cuaderno, una pluma y un juego de plumines junto a un tintero.

—Un regalo como ése fue el que recibí a tu edad —explicó Rosendo. Narcís asintió pero no escondió su decepción. De pronto, apareció ante él un segundo paquete—: También tengo esto. Creo que te gustará más.

Era otra navaja, más pequeña que la del padre, pero también con la empuñadura de asta de ciervo finamente ornamentada. Narcís Xic dejó escapar una exclamación y enseguida fue a compararla con la de su padre.

Rosendo contempló por unos instantes a toda la familia reunida, contenta y satisfecha por la velada, la comida y los regalos. Se sintió feliz: para eso estaba luchando en la mina cada día. Sin embargo, de repente, notó un malestar en su interior. La vista del cuaderno de su hermano abandonado en una esquina de la mesa y los recuerdos que la historia del triste enamoramiento de Henry, que tanto se le asemejaba a retazos de sus propias y más recientes vivencias le trajeron, sin saber muy bien por qué, malos augurios y una desazón en su interior que, confuso, no sabía cómo conjurar.

Capítulo 22

El verano estaba siendo especialmente caluroso. El bochorno, que alcanzó incluso el subsuelo, incrementó un par de grados la temperatura habitual de la mina. Toni Creus, como trabajador incansable que era, agarró el saco repleto de carbón y lo cargó sobre sus espaldas. El peso, sin embargo, lo hizo tambalearse ligeramente, lo que llamó la atención de uno de sus compañeros:

—¿Quieres que te ayude?

—No, no… Ya puedo yo solo —respondió Toni, sofocado por el esfuerzo.

El saco pesaba mil demonios pero Toni ya estaba acostumbrado, formaba parte del trabajo en la mina. Tras picar en la galería, cuando había suficiente carbón, salía de su agujero y lo metía en sacos. A pesar del peso del fardo, Toni agradecía poder hacer algo que lo obligara a cambiar la incómoda postura de estar encorvado todo el tiempo. La veta que estaba picando se encontraba al final del túnel, a escasa distancia del nivel del suelo.

Héctor, al verlo en la boca de la mina, se acercó con una carretilla. En unos instantes estuvo a su lado.

—Anda, deja el saco aquí, ya lo llevo y lo tamizo yo.

Toni Creus contestó resoplando:

—Un día de éstos se va a fundir el carbón…

Y soltó con cuidado el saco sobre la carretilla. Luego se estiró y se llevó las manos a los riñones mientras sonreía aliviado.

De repente, su gesto se tornó en una mueca de consternación.

Héctor lo miró sorprendido. Por un instante pensó que quizá se hubiera hecho daño en la espalda, pero no debía de ser eso, porque Toni miraba al suelo con la cabeza inclinada.

A sus pies, fluyendo de las perneras de su pantalón, se estaba formando un charco de color grisáceo con fragmentos como de cascara de arroz. Y un intenso olor a pescado podrido lo inundó todo. Toni levantó el rostro con gesto asustado: ese líquido provenía de él, de su cuerpo. Durante un instante, Héctor tuvo la tentación de reírse: no dejaba de ser burlesco que su compañero hubiera defecado justo cuando estaba estirándose. Al ver la palidez de su rostro, la piel seca y los ojos acuosos, se contuvo. Iba a preguntarle si se encontraba bien cuando Toni habló:

—Joder, Héctor, joder…

—No pasa nada, Toni, estás cansado. Eso es todo…

Toni tragó saliva con esfuerzo y, serio, continuó:

—Sí, que pasa, Héctor, sí que pasa. Esto tiene la pinta de ser lo que me contaba mi abuelo.

Héctor hizo un gesto de interrogación.

—Esto… —dijo tartamudeando Toni—, esto es el cólera.

Héctor lo mandó rápidamente a casa. Comunicó de inmediato el incidente a Rosendo y éste no dudó en hacer llamar a la partera, Emilia Sobaler, para que fuera a visitarlo cuanto antes. Tenían que asegurarse de si era cólera o no, porque en caso de que lo fuera, Toni no sería el único en caer enfermo, todos estaban en riesgo.

Tras rodear una zona que era usada como estercolero, Rosendo encontró la humilde casa donde vivía Toni Creus. Lo recibió la jovencísima esposa del trabajador, quien le informó de que Emilia Sobaler lo estaba visitando y que no quería ser molestada. Rosendo esperó afuera. La esposa se frotaba las manos inquieta, sin saber muy bien qué hacer, cómo tratar al jefe de su marido. Finalmente oyó aliviada la voz de Emilia que la llamaba y, murmurando unas atropelladas disculpas, entró en la casa.

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