Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Hija mía —anunció Valentín para referirse a la joven—, ven a ver cómo tu padre hace negocios.
Helena Casamunt dirigió al recién llegado una mirada mezcla de vergüenza y odio. Ahí estaba ese campesino sucio y orgulloso echando a perder la que debía haber sido su entrada triunfal. Al escuchar las palabras del señor, Rosendo comprendió muchas cosas. Ahora entendía de dónde había sacado esa niña la educación y el descaro que mostró aquel lejano día.
—Hoy celebramos su cumpleaños y también su puesta de largo… —continuó Valentín despertando a Rosendo de su ensimismamiento—, pero tú querías proponerme un negocio, ¿no es así?
El señor Casamunt quedó sonriente, a la expectativa.
—¿Qué tienes tú que ofrecernos, si eres un simple y vulgar campesino? —sonó una voz masculina que se acercaba a la escena.
—Ah, hijo, quédate y aprende —animó el patriarca a Fernando, que al darse cuenta del revuelo quería ser testigo directo. Rosendo ignoró el comentario despectivo. Había venido con un propósito y lo iba a realizar.
—Quiero que me arriende las tierras que forman parte de la montaña. Usted no les saca provecho. Quiero cavar una mina en su ladera y extraer carbón.
—¿Cómo dice? —Valentín no se esperaba una determinación como la que le estaba demostrando aquel gigante que le obligaba a hablar con la cabeza hacia arriba.
—¿Y cómo va a hacerlo? Lo de abrir la mina, digo.
—Picando.
La simplicidad del chico hizo que Valentín estallara en una ruidosa carcajada y que los demás invitados, en silencio hasta el momento, lo imitaran. Su mayordomo había acertado: estaban disfrutando.
—¿Cómo me ha dicho que se llamaba? —le preguntó.
—Rosendo Roca —respondió.
—Rosendo Roca —repitió el noble en señal de burla—, seguro que nunca antes habías visto nada de esto —anunció moviendo los brazos en el aire con pedantería mientras señalaba la magnificencia de la sala—. Seguro que le gustaría conseguir algún día una mansión como ésta, ¿verdad? ¿Cree que algo así se consigue… picando? ¿Cree que nuestra familia ha perdurado siglos y siglos a base de dar golpetazos a un trozo de tierra? ¿Qué necesidad tengo yo de hacer negocios con un campesino como usted? ¿Qué ganaré yo en ese «negocio»?
Rosendo tragó saliva y contestó:
—Ponga usted las condiciones.
El viejo señor creyó que aquel chico debía de sufrir algún retraso. La mirada perdida, su forma escueta de hablar y la simpleza con la que trataba un proyecto de las dimensiones que acababa de proponerle eran indicios que apuntaban a un perfil sin duda poco sensato. Así que tras una pausa decidió aprovechar la oportunidad y sorprender a todos los invitados.
—De acuerdo. Acepto tu negocio.
La respuesta provocó el alboroto entre los allí presentes, que comenzaron a murmurar divertidos sobre el posible estado de embriaguez que movía al patriarca.
—Pero establezcamos ahora mismo las condiciones —continuó Valentín. Estaba entusiasmado con el espectáculo que estaba teniendo lugar, y para dar ya el siguiente paso levantó la mirada en busca de alguien en concreto—: El notario, ¿dónde está el notario? —vociferó llamándole entre el gentío, que seguía murmurando.
—Aquí —se escuchó en la sala. Y una mano elevada empezó a caminar en dirección al señor Casamunt apartando educadamente a quienes se interponían en su camino—. Aquí estoy. A su disposición, señor Casamunt.
—Muy bien. Jacinto, tráeme papel, pluma y tintero —ordenó Valentín a su mayordomo, que se había mantenido cerca durante todo ese tiempo.
Mientras el señor indicaba dónde debían situarse la mesa y las sillas para redactar el contrato, regresó el mayordomo con los utensilios de escritura solicitados.
—Empiece a escribir —requirió el patriarca al notario. Valentín Casamunt tomó asiento y dejó su copa encima de la mesa. Seguidamente, cuando vio que el notario estaba preparado con la pluma entintada en su mano, comenzó a disponer. En sus ojos se hacía patente que se encontraba bajo los efectos de una dulce mezcla de alteración, protagonismo y alcohol. Mientras anunciaba los términos del acuerdo iba fijándose una a una en las miradas de todos sus invitados buscando la aprobación y el regocijo en sus rostros.
—Veamos, Rosendo: en esas tierras podrá extraer y construir todo lo que quiera, como si es una mansión igual que ésta —le dijo esbozando una sonrisa taimada—. Pero además de pagarme el alquiler anual, que en esta ocasión será algo más elevado de lo normal, pongamos de unos… —calló un instante mientras inclinaba su cabeza y pensaba en una cifra al azar— cinco mil reales —hubo un murmullo de asombro entre los invitados—, me tiene que proporcionar un diezmo de los beneficios, esto es, la décima parte de lo que consiga ganar. Igualmente, también quiero yo proponerle algo nuevo en este sentido… Rosendo permanecía en silencio, imperturbable. Helena, situada detrás de su padre, continuaba observándolo pendiente de su reacción. No había olvidado a ese campesino tan desaliñado, con esa piel curtida y ese pelo tan despeinado. Era el mismo hombre por el que se había sentido extrañamente atraída tiempo atrás. Deseó que todo aquello acabara de una vez, que aquel inoportuno ganso se marchara cuanto antes y que sonara de nuevo la música.
—Si el año que viene no puede entregarme puntualmente el dinero acordado, trabajará para mí durante cinco años sin percibir dinero alguno. Pasado ese primer año, en cambio, si falla en un pago anual, entonces perderá directamente y en favor mío todo lo que haya preparado, almacenado o construido. ¿Está claro? —le preguntó al notario a la vez que le presionaba con fuerza el hombro con la mano derecha—. Y, finalmente —prosiguió—, si todo le va bien y puede mantener su negocio, en un plazo de cincuenta años, usted o su familia pasarían a ser propietarios de lo que hubieran creado a cambio de un pago final de… —Valentín hizo una mueca dando a entender que estaba pensando— un millón de reales. —En ese instante los bisbiseos de los oyentes aumentaron de volumen—. Si llegado ese momento no pueden cumplir esta cláusula, todo pasará a mis manos o a las de mis descendientes.
Los convidados cuchicheaban entre ellos atentos a los siguientes acontecimientos. Valentín Casamunt, como si acabara de interpretar un monólogo, dedicó un gesto de satisfacción a su hijo Fernando con el que quería darle a entender que «así es como deben hacerse las cosas».
—¿De acuerdo? —preguntó Valentín dirigiéndose esta vez al campesino.
Rosendo permaneció en silencio un instante más, las cifras no paraban de bailarle en la cabeza y es que él no era un hombre de números, sino de acción. Pero tenía fe en su proyecto y no estaba dispuesto a dejar pasar aquella oportunidad. Lucharía con todo su empeño, eso era lo único que tenía claro, y sin mentar palabra cogió con arrojo la pluma que el notario le ofrecía y firmó el contrato escribiendo su nombre completo: Rosendo Roca. Los invitados rompieron a aplaudir.
Una vez cerrado el trato, Rosendo recogió el papel con su copia y se marchó de la sala sin esperar a que nadie lo acompañara ni lo despidiera.
—Buen trabajo, padre —convino Fernando—. Ése no va a pagar ni el primer año.
—Así es, hijo, siempre va bien tener a alguien a tu servicio por una deuda. De todos modos habrá que mantenerlo vigilado —respondió el patriarca para acercarse después al notario.
Valentín Casamunt tomó entonces el contrato. Cuando observó la perfecta letra con la que Rosendo certificaba su compromiso, le asaltó un temor: quizá ese tal Roca no era tan tonto si sabía escribir así. Se encogió de hombros y bebió otro sorbo de su copa. Confiaba en no haberse equivocado.
Todavía no había salido el sol cuando Rosendo apareció frente a la veta que varios días atrás había visto en la montaña. En una noche clara y templada como aquélla, el joven contaba con la iluminación que la luna y las estrellas le proporcionaban. Faltaba poco para que éstas finalizaran su turno: el cielo se tornaba violeta.
Comenzaba su primer día de trabajo en la mina todavía con el recuerdo del momento en que, durante la cena, informó de su decisión a Narcís y a Angustias. El padre, ofendido, le reprochó que no le hubiera consultado nada y le tachó de arrogante. Su madre, como siempre, trató de mostrarse conciliadora, confiando en que si Rosendo había tomado esa decisión, por algo sería. En su hermano vio cierto brillo de admiración, aunque tampoco mostró mucho entusiasmo. Poco importaba eso ahora, había firmado un contrato y debía cumplir con su palabra. En cuanto a su familia, cuando vieran que era capaz de sacar adelante la mina, se disiparían las dudas. Rosendo estaba convencido de que tan sólo era cuestión de voluntad y de capacidad de trabajo. Ambas cosas nunca le habían fallado.
Colocó los sacos vacíos y la pala al pie de la montaña y cogió el pico con nervio. El primer golpe que asestó a la franja que tenía ante él le sirvió para comprobar la dureza de aquella superficie rocosa. El segundo tampoco fue suficiente. Con el tercero, por fin, la montaña empezó a perder fragmentos de su faldón. De la veta se desprendieron pedazos de carbón que caían al suelo mezclados con pedruscos. Rosendo se detuvo para regresar con sus grandes y endurecidas manos el mineral que acababa de conseguir. Lo estrujó con fuerza. La emoción, que el día anterior se había visto reducida por la discusión con su padre, empezaba a retomar fuerza. Inspiró profundamente y llenó su pecho y sus pulmones de energía. Recuperó el pico que descansaba en el suelo conociendo esta vez la potencia que necesitaba para acometer el ataque.
Un golpe, dos golpes, tres golpes…
El sol apareció en el horizonte. Los campesinos empezaron a salir de sus cabañas para iniciar su rutina.
Cincuenta golpes, cincuenta y un golpes, cincuenta y dos golpes…
Narcís y su hijo pequeño fueron al cobertizo a recoger los aperos para esa jornada.
Cien golpes, ciento un golpes, ciento dos golpes…
Angustias, pese a su perenne debilidad que sobrellevaba como podía, preparaba queso y recogía los huevos de las gallinas. Oyó un ruido nuevo, sordo, y se preguntó, somnolienta, de dónde provenía.
Al tercer día, cuando llegó la hora de comer, Rosendo tampoco paró de picar. Por la noche, mientras recogía la mesa, Angustias no pudo más. Preocupada por su hijo, le pidió a Narcís que hablara con él:
—No sé si habrá comido algo, ¿por qué no le dices que venga? Árida, por favor…
—Él sólito se ha metido en este enredo. ¿Qué quieres que le diga?
Narcís padre salió al umbral de la casa y comenzó a liarse un cigarrillo, de fondo los golpes continuaban sonando sin cesar. Se preguntó cómo podía aguantar tanto tiempo sin descanso. Se asomó a mirar a su hijo, que picaba duramente, embadurnado de tierra, carbón y sudor. Apenas se distinguía su cuerpo de la roca, parecían haberse hecho uno. Arrugó su boca en un gesto complacido y tras cabecear y lanzar un susurro al vacío, se dirigió al establo. El hermano menor se encontraba cepillando el lomo de la mula.
—Narcís, ven un momento.
—Dígame, padre.
—Coge ese cubo de ahí —le dijo señalando con el dedo índice—, llénalo de agua y ve a dárselo a Rosendo.
El muchacho frunció el ceño.
—Venga, llévaselo antes de que se desmaye.
Narcís
Xic
cogió el cubo renuente. ¿A qué venía eso ahora? Todavía no había terminado su faena. Él también estaba ocupado, ¿es que alguien se preocupaba de cómo estaba él?
—¿Por qué tengo que llevárselo yo? Si quiere agua, que vaya a buscarla.
—Anda, ve —insistió mientras le cogía el cepillo.
¿Rosendo estaba haciendo todo eso para ser el centro de atención?, se preguntó Narcís
Xic.
Mientras caminaba, se le endurecieron todos los músculos al sentir el frío que la sombra proyectada de su hermano estaba empezando a ejercer sobre él.
Ya era noche cerrada cuando Rosendo paró de picar y dio por acabada esa nueva jornada de arduo trabajo. El joven respiraba y escupía carbón. Había llenado todos los fardos que tenía y ahora le tocaba recoger los frutos. Cargó con los sacos y el utillaje y a la luz del candil se acercó hasta el establo. Dejó la carga ordenadamente en una esquina, apartada de las herramientas que su padre y su hermano utilizaban para el campo. Se lavó entonces un poco la cara y el cuerpo con el agua que había en el barreño. Antes de irse a dormir, comió un trozo de pan y varias piezas de fruta que su madre había dejado sobre la mesa del comedor. A pesar del cansancio, aquella noche, en la oscuridad de su cuarto, esbozó una sonrisa auténtica. La primera de toda su vida.
Los sacos de carbón se apilaban en un equilibrio un tanto precario. Rosendo había conseguido sacar partido a una vieja carretilla de madera que su padre ya no usaba. La bajada a Runera transcurría por un camino en mal estado, embarrado además por las primeras lluvias del otoño. Para evitar que los sacos cayeran, Rosendo aminoró el paso y aumentó las precauciones al máximo. No podía permitirse perder, por pequeña que fuese, una parte de su mercancía. Comenzaba ahora lo más importante: conseguir convertir en dinero lo que arrancaba de la montaña.
Rosendo recordó cuando conoció a Verónica, hacía ya algunos años, y le descubrió las posibilidades de vender diferentes cosas en el mercado. Durante la mañana que pasaron juntos, Rosendo también se sorprendió de la utilidad del carbón. Tiempo después había descubierto que por Runera pasaban dos carboneros diferentes, pero que no venían todas las semanas. Los que necesitaban el carbón con frecuencia se veían obligados a realizar compras grandes y Rosendo creía que podría hacerse con esa clientela. Además, el carbón siempre estaría ahí, en la montaña, no dependía de las lluvias, no se perdería después de un pedrisco o de una helada. El topo ya no era una amenaza: ahora sería él y sólo él quien mordisqueara las raíces de la tierra para su beneficio.
Los comerciantes y demás vendedores se empujaban unos a otros en su quehacer frenético. Rosendo estuvo a punto de quedarse sin sitio. Había pagado la tasa obligatoria para obtener el permiso de venta, pero no había previsto la rapidez con la que se repartían los mejores lugares. A Rosendo, de todas formas, lo que le interesaba era dar a conocer su carbón y la regularidad de su venta. Durante un buen rato nadie pareció darse cuenta de su presencia. Tuvo que esperar más de una hora a que alguien se detuviera en su parada. El primero fue un viejo del lugar que se acercó y miró los sacos con un gesto de menosprecio. Clavó sus ojos en Rosendo sin decir nada. Cuando éste comenzaba a sentirse incómodo, el viejo habló: