Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Tras un buen rato recorriendo el mercado y el pueblo, Verónica, ni corta ni perezosa, le preguntó por el contenido de su cesta, donde asomaba el hatillo de su almuerzo. Mientras Rosendo le detallaba el contenido, Verónica abrió los ojos y se pasó la lengua por los labios. Tomándole de la mano una vez más, tiró de él mientras le decía:
—Vamos, aquí cerca hay un lugar donde podremos comer con tranquilidad, ¡corre!
Condujo a Rosendo a trompicones a las afueras del pueblo. Siguieron un camino ganadero y se acercaron a una especie de pequeña y tosca cabaña de piedra.
—Ésa la usa Patricio, el pastor que todas las mañanas pasa por aquí para desayunar mientras sus cabras pastan por esta zona. Luego se las lleva al monte y no vuelve hasta la noche, así que podemos estar tranquilos. —Y mirando a Rosendo añadió—: De paso me quito el frío, ¡que me estoy quedando helada!
Entraron agachados en la cabaña. Dentro había restos de un fuego. El tiro de la chimenea subía recto hasta el techo. Verónica recogió algunas de las ramas que todavía quedaban por el suelo, las colocó sobre las brasas aún calientes y sopló para avivar las llamas. Sentados al lado del fuego mientras las ramitas comenzaban a arder, miró de nuevo la chaqueta de Rosendo y éste, al fin, acertó a ofrecérsela, pasándosela por los hombros. Verónica sonrió satisfecha.
—Y ahora veamos qué tienes ahí —dijo, y metió la mano en el hatillo.
Rosendo se quedó hipnotizado por el apetito voraz de la moza, quien sin detenerse a ver si su acompañante comía, devoraba la cecina y el pan con deleite. Una vez saciada, se limpió los labios con la manga de la chaqueta y, apoyando las manos en el suelo, se echó ligeramente hacia atrás. Rosendo no pudo evitar mirar el escote que asomaba entre los primeros botones desabrochados de la camisola de Verónica. Turbado, agachó la mirada. La muchacha lo observaba sin que él se diera cuenta, coqueta y divertida.
—¿Sabes? —comenzó a decirle—, no es que seas guapo, pero tienes algo… —Y sonrió.
Rosendo sintió en ese momento que la cara le hervía. Ella dejó escapar una risa que aumentó la turbación del chico. Rosendo se dio cuenta de que sin abrigo tampoco tenía frío. Verónica le tomó la mano y se acercó a la luz de la pequeña hoguera.
—Una gitana me enseñó a leer el futuro. A ver qué veo aquí.
A pesar de la magia de las palabras de la chica, Rosendo no lograba concentrarse. Su mente estaba ocupada en el fino tacto de la piel de Verónica, el brillo de sus ojos a la luz de las llamas, en sus rizos, ese olor dulce que desprendía… Cada vez que sus miradas se cruzaban sentía un vuelco en el corazón.
Algo debió notar la muchacha porque de repente guardó silencio y sonriendo levemente se quedó observándolo durante unos instantes. A ella le atraía esa extraña forma de mirar de Rosendo, su mutismo. Respiraba indeciso y prudente. Verónica condujo la robusta mano de Rosendo hacia su rostro, y se acarició con el dorso de ella. Él giró la mano despacio, apoyó los dedos sobre la suave mejilla de Verónica y recorrió sus pómulos, su barbilla, su frente. Tomó el rostro de la chica sin dejar de mirarla embobado. Ella, con los ojos cerrados, se fue acercando a Rosendo. El muchacho se sintió mareado, pero esa sensación, lejos de producirle malestar, lo embriagó. Echó un último vistazo al escote ahora más generoso antes de cerrar los ojos y sentir sus labios.
Nunca antes había dado un beso así y nunca antes había sentido tal ardor. Como si el tiempo se hubiera detenido, se dejó conducir por los besos expertos de Verónica. Las manos de la joven se posaron sobre las piernas de Rosendo mientras las de éste se decidieron todavía dubitativas y torpes a acariciar el cuerpo de aquella muchacha tan arrebatadora.
De repente, se oyó un crujido. Verónica, de un respingo, se separó y escuchó. «Ha sido una rama en la hoguera», dejó escapar Rosendo en susurros. La chica lo hizo callar mientras seguía escuchando. Se levantó para asomarse por un ventanuco y soltó una exclamación entre dientes.
—¡Es Patricio! Vuelve antes de tiempo, ¡mierda de nieve! ¡Vamos, recoge todo, que no nos vea!
Salieron medio agachados, Verónica delante de Rosendo. Al llegar al camino, Verónica comenzó a correr hacia Runera.
—¡Anda que si nos llega a pillar! ¡Con la mala leche que se gasta el Patricio! —Y soltó una risa.
En cuanto llegaron a un cruce, Verónica le devolvió la chaqueta, le soltó un leve beso en la mejilla y, con gesto coqueto, se despidió. Rosendo, contento, entusiasmado, la contempló alejarse correteando y abrazándose por el frío. En cuanto la perdió de vista lamentó no haberle preguntado si podía volver a verla. De regreso a casa su mente se inundó de recientes imágenes, todavía no recuerdos, de su encuentro con Verónica.
Al llegar, su madre le preguntó por qué había tardado tanto. Rosendo contestó enseñándole el dinero.
—Siéntate, que te pongo el potaje al fuego y así comes algo caliente. ¡Hay que alimentar ese corpachón!
Una respuesta orgullosa y contundente salió de su boca sin haberla premeditado:
—No tengo hambre, madre.
Narcís miró incrédulo a su hermano mayor: no lo había visto rechazar un plato de garbanzos en su vida.
Rosendo se estuvo arrepintiendo toda la tarde. Su padre requería de su ayuda mientras el hambre iba y venía igual que Verónica en su cabeza. De vez en cuando sus tripas se volvían un remolino que desajustaba amenazante su cuerpo. Entonces sólo podía pensar en la maravillosa muchacha morena, en su piel, en sus besos y en ese ardor que lo emborrachaba con tan sólo recordarla.
Tras los azotes por la manzana, Rosendo había redoblado sus esfuerzos y se había volcado en el trabajo. Durante las siguientes semanas, de tan atareado como estaba, apenas pudo ver a Héctor. Más de una vez maldijo también su mala suerte por no haber visto de nuevo a Verónica. El invierno y las nieves terminaron y aunque todavía hacía algo de frío se notaba el inicio de la primavera. Tan ensimismado estaba entre las labores y el recuerdo de Verónica que ni se acordó de su decimoquinto cumpleaños. Fue su padre quien en el campo se le acercó y le dijo que fuera a casa, que sobre todo se aseara bien antes de sentarse a comer puesto que un regalo hay que recibirlo con las manos limpias.
Rosendo miró al vacío y aunque no sonrió, sus ojos oscuros parecieron brillar bajo sus pobladas cejas.
—Así lo haré, padre.
—Y ya puestos, no te olvides de lavarte la cabeza. Tienes ahí más polvo y tierra que todo mi erial —le soltó como algo que pretendía ser una broma. Narcís lo miró mientras se alejaba, aquel niño se había convertido en un hombre. A sus quince años, su corpachón era proporcional a su capacidad de trabajo, algo que lo llenaba de orgullo. No dejaba de ser su primogénito y ahora se daba perfecta cuenta de que Rosendo era un Roca más; era, en efecto, trabajador, incansable y honesto.
Cuando entró en el comedor, Narcís se encontró con un ambiente relajado. Los chicos se habían sentado a la mesa, Rosendo con el pelo todavía mojado pero perfectamente peinado. Angustias, que gozaba ese día de una tregua en sus dolencias crónicas, llevó las fuentes a la mesa: había preparado sopa de verduras y había frito queso de cabra y unos chorizos. Ante la impaciencia de Narcís
Xic,
le hizo señas para que se quedara quieto.
—Esperad a que padre se siente. Hoy es un día especial.
—Ya lo sé —saltó el benjamín—, es el cumpleaños de Rosendo. Muchas felicidades, hermanito —dijo con musicalidad y acentuando de manera simpática la última palabra.
Rosendo esbozó una sonrisa de agradecimiento o de ilusión, siempre era difícil conocer sus sentimientos.
—Feliz aniversario, Rosendo, querido —dijo Angustias mientras lo abrazaba y le daba dos sonoros besos en las mejillas. Acto seguido extrajo un pequeño paquete del bolsillo de su delantal y lo depositó encima de su plato—. Esto es para ti.
Rosendo dirigió su mirada al pequeño bulto primorosamente envuelto en un delicado papel blanco. Se quedó un momento inmóvil, disfrutando del instante. Deslizó las yemas de sus dedos por encima del paquete como acariciándolo, como absorbiendo la bondad de su madre al ofrecérselo con tanto cariño.
—Gracias, madre —logró responder con voz resuelta pero sin levantar la mirada. Y un segundo después, añadió—: Gracias, padre.
Los ojos de los presentes siguieron los movimientos de Rosendo al abrir sin prisas el envoltorio. Cuando el papel se soltó, el homenajeado se quedó quieto. Contemplaba un hermoso cuaderno con tapas de piel y un lapicero artesano de madera finamente pulida. Rosendo no había visto nunca nada parecido. Junto al cuaderno, un pequeño libro: El
héroe,
de Baltasar Gracián.
Su madre, todavía junto a él, tomó con dulzura el lapicero y escribió con suma precisión el nombre y apellido de su hijo sobre la primera página de la libreta. Los ojos de Rosendo se humedecieron de alegría.
Después de la comida; que discurrió tranquila y alegre, el padre le dijo que esa tarde no quería verlo en el campo. Exultante con sus regalos, Rosendo se dirigió a su rincón favorito, cerca del río. Se sentó sobre la piedra situada en lo alto de la cascada a la que siempre acudía para estar solo.
Lo primero que miró fue el libro. Angustias le explicó durante la comida que el autor era un sabio jesuita que escribió muchos libros con grandes enseñanzas y que ése en cuestión,
El héroe,
estaba destinado a aquellos que quieren hacer grandes cosas en la vida. La madre pensó que sería una lectura ideal para sus quince años, justo ahora que empezaba a hacerse un hombre. Rosendo sonrió para sus adentros y comenzó a leerlo: «Quiero formar con un libro pequeño un varón gigante», «Aspiro a crear un hombre fuera de lo común, de perfección milagrosa», leyó en la dedicatoria del autor. Eso lo hizo concentrarse aún más y fue devorando con ansia cada frase. Entre las que leyó ese primer día, una le quedó grabada: «Tú que aspiras a la fama, presta atención: que todos te conozcan, pero que ninguno te abarque.» Se quedó pensando y le pareció que el texto se dirigía a él. Sintió que nadie sabía de lo que realmente era capaz. Rosendo pasó entonces al cuaderno que abrió y empezó a escribir:
Hoy ha sido mi cumpleaños. Tengo ya quince años. Mamá me ha regalado esta libreta y un libro. Padre me ha dejado la tarde libre. Nunca antes lo había hecho.
Rosendo, acostumbrado a la tiza, escribía trabajosamente con el lápiz. Su mano repleta de callos y rasguños por el trabajo diario se esforzaba en que la letra quedara lo mejor posible en esa preciosa libreta. A mitad de la escritura, Rosendo escuchó los pasos de alguien que se acercaba rápidamente y cerró el cuaderno en un acto reflejo. Era Héctor.
—¿Qué es eso? —preguntó éste jadeante después de su carrera.
—Nada. Me lo han regalado por mi cumpleaños —respondió mientras volvía el cuerpo en dirección a su amigo.
—¡Felicidades! No me acordaba de que…
En ese momento llegó Verónica, también corriendo, e interrumpió las palabras de Héctor.
—¡Has hecho trampas! —reclamaba ella sofocada.
—Mira, mira lo que le han regalado a Rosendo por su cumpleaños —le respondió Héctor para evadir su culpa.
—¿Hoy es tu cumpleaños? —le preguntó Verónica.
—Sí —respondió Rosendo sin más. Por unos momentos pensó que ése era su mejor regalo: volver a verla.
—¡Pues felicidades! —gritó. Subió a la roca y le dio un cálido beso en la mejilla.
A Rosendo se le encogió el pecho y se le tensaron todos los músculos.
—¿Y qué es eso que te han regalado? —preguntó la chica. Al cogerle el cuaderno, Rosendo se estremeció con el contacto de sus manos.
—Es para escribir —respondió con sencillez. Mientras escuchaba el sonido del agua, Rosendo se sentía en la gloria. Trataba de retener la escena, todos los detalles de lo que estaba viviendo en ese momento: el beso, la caricia… Se sentía en una nube.
Héctor y Verónica, totalmente ajenos a lo que ocupaba la cabeza de su amigo, observaban la libreta con indiferencia: a ellos no les servía para nada. Abrieron y observaron esas páginas de un blanco inmaculado, con las dos líneas que Rosendo había escrito unos minutos antes. No las entendían.
—¿Para qué quieres escribir? ¡El trigo y las vacas no te pedirán que les escribas cartas! —bromeó Verónica mientras cogía el lápiz de las manos de Rosendo e intentaba dibujar algo en la libreta, aunque sólo fue capaz de trazar un círculo abollado.
Verónica soltó una sonora carcajada y arrugó su respingona nariz. Rosendo no podía apartar su vista de ella. Héctor también rió y Rosendo a su lado hizo una mueca parecida a una sonrisa. Quería igualarse a sus dos amigos, pero eso de las emociones nunca se le había dado demasiado bien. Optó por continuar admirando la presencia de Verónica. Ella, tras devolverle el cuaderno, se tumbó en la vegetación del lateral del río y dejó caer:
—Pues a mí mi novio me regaló por mi cumpleaños un espejo pequeñito enmarcado en hierro. Como es herrero…
Con los brazos cruzados bajo su cabeza en forma de almohada, miró disimuladamente a Rosendo. Sabía que estaba loco por ella.
—Y tú, Rosendo, ¿no tienes novia? —le preguntó Verónica al volverse. Tumbada ahora de lado, apoyaba la cabeza sobre su mano formando el brazo un ángulo recto. Los negros y largos rizos lucían más que nunca. La chica jugueteaba con el lápiz de Rosendo sobre la hierba. Rosendo, que en ese momento había sentido cómo su corazón se resquebrajaba en mil pedazos, respondió en un susurro apenas audible:
—No —tenía la mirada fija en las manos de Verónica.
—¿Y tú, Héctor? —preguntó ella sin prestar atención a la respuesta de Rosendo.
—Uy, sí, yo tengo muchas…
Pero Rosendo ya no escuchaba a nada ni a nadie. La luz empezaba a desvanecerse, como la alegría que hacía tan sólo unos instantes había experimentado. Verónica estaba con otro. Eso dolía, eso le amargaba las entrañas. Por un lado se sintió traicionado y por otro se sintió estúpido por haberse hecho ilusiones y haber pensado en ella constantemente.
Rosendo se levantó de la piedra y le cogió de la mano el lápiz a Verónica. Quería salvarse del dominio de esa chica.
—He de irme. Me esperan en casa —mintió.
Desapareció por la ladera de la montaña mientras sostenía con fuerza los regalos y luchaba por disimular la rabia y tristeza que pugnaban por salir.
Cuando Rosendo llegó a casa, su hermano le dijo: