Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—En cincuenta años pueden pasar muchísimas cosas —respondió Valentín—. Sois unos ignorantes, vivís muy bien de mi dinero, pero no sabéis nada —repetía el patriarca mientras hacía gestos grandilocuentes con sus brazos—. No sabéis nada de malas cosechas ni de campesinos muertos, ¿verdad? No sabéis que los campos no aseguran los pagos anuales, así que no digáis nada porque, simplemente, no sabéis un carajo.
Tras coger de encima del escritorio el saco de dinero, Valentín abandonó el despacho. Continuaba exclamando solo. Los dos hijos se mantuvieron en silencio mientras él se perdía por el pasillo. La tensión se aflojó.
—Se lo va a gastar todo, como siempre. ¿Para eso quiere el dinero? El viejo no sabe lo que está haciendo —dijo Helena.
Fernando se encogió de hombros.
—Pero razón no le falta, Helena. Mientras pague…
—¿Te parece bien que ese bruto grandullón se ría de nosotros? ¡Por favor, si no tiene cerebro, sólo músculos y más músculos!
Fernando miró a su hermana y esbozó una sonrisa sarcástica. Luego se acercó a ella y le dijo:
—Vaya, hermanita, veo que no te han pasado desapercibidos…
Helena se sonrojó violentamente.
—Cállate, eres un estúpido —dijo con voz gélida.
—¡No soy un estúpido! ¡No vuelvas a llamarme estúpido! —gritó inesperadamente Fernando.
Helena, sorprendida, encajó la reacción y le contestó con voz tranquila:
—Está bien, Fernando, está bien. Discúlpame, no eres ningún estúpido. Espero que me perdones.
Helena realizó una leve reverencia y salió del despacho disimulando una sonrisa.
Fernando, mirando al suelo, musitó una vez más: «No soy un estúpido.»
Una sensación de liberación envolvía a Rosendo con su calidez. El canon había sido pagado así que, tras un año entero sin descanso, decidió que ese día sería de fiesta.
Aún cojeando un poco, se dirigió a su santuario, la roca que asomaba afilada en la zona de la cascada, un lugar que había estado presente en todas las fechas importantes de su vida.
En cuanto llegó, se subió a la piedra y dejó vagar su mente, que iba de los Casamunt a su madre, pasando por la mina, el mercado, Runera, Verónica, Héctor, su padre, su hermano… Era consciente de que había comenzado una etapa nueva, así que decidió ponerse a escribir de inmediato en su diario una especie de resumen de lo vivido.
Desde la frondosidad del bosque húmedo que rodeaba aquel afluente del Llobregat, unos ojos observaban atentos aquella extraña silueta encaramada a la roca. La simetría de los rasgos, que parecían estar formados por líneas rectas, delataba al personaje: Helena había ido a su pesar en busca de Rosendo. Le costaba todavía creer que hubiera sido capaz de salirse con la suya y quería averiguar cómo lo había hecho.
No podía evitar sentir cierta admiración por ese hombre. No tenía nada que ver con los que la rodeaban: débiles, vagos y pusilánimes que, en cuanto tenían algo de dinero, no dudaban en gastárselo en lo que hipócritamente llamaban «entretenimientos», el impotente de su marido el primero.
Pero Helena también tenía sus inquietudes y quizá era el momento de avanzar sola. Malcasada, malquerida, rodeada de hombres que la consideraban un objeto, un bien que cambiar, con el que comerciar y que atesorar para incrementar su poder, honor o patrimonio, y a cuyos deseos debía plegarse a pesar de que sabía que era mucho más inteligente que cualquiera de ellos, sólo sentía interés, y hasta se atrevería a decir que respeto, por un único varón: Rosendo Roca. Le atraía y repelía por igual. No podía evitar verlo como el miserable campesino que era, alguien muy por debajo de su apellido pero dotado de una fuerza, de una energía inusual. Su físico varonil, fuerte, grande, musculoso, le recordaba al de un animal. Pero, al mismo tiempo, ese aspecto sano, potente, y esos ojos que de tan oscuros parecían una sombra y la taladraban con su intensidad, le provocaban escalofríos.
No sabía cómo, pero debía entablar una conversación con él y acabar seduciéndolo. Helena estaba segura de que era la mujer más guapa que había podido ver un hombre de su ralea. Cierto es que su belleza había decaído algo desde que estaba casada, que había perdido cierto aplomo y se sentía mayor, pero la juventud de sus diecinueve años todavía se reflejaba en la tersura de la piel, en la gracia de sus curvas y en un ardor insatisfecho por un marido más interesado en las partidas de cartas que en los placeres de la carne. Era su cumpleaños y quería hacerse un regalo.
Entonces la yegua soltó un bufido que asustó a la joven y alertó a Rosendo. Él alzó la mirada y reconoció entre la tupida maleza a la yegua y a la inquietante mujer. Descubiertos los intrusos, salieron con calma a su encuentro. No era habitual encontrarse con aquel tipo de personajes por ese lugar, así que sin duda lo habían seguido. Se preguntó qué motivo oculto tendría Helena Casamunt.
—¿Qué haces? —espetó Helena.
—Escribo —contestó Rosendo.
—Ya, escribes… Si los campesinos como tú no sabéis ni hacer una cruz…
—Mi madre me enseñó. ¿Qué quieres?
Ésta tomó aire y replicó:
—Quiero que me digas cómo conseguiste el dinero. Quiero que me expliques cómo has logrado pagar el canon vendiendo sólo negro y sucio carbón en Runera. Quiero también que no me mientas y que me digas qué haces con ese cuaderno entre las manos. Eso, eso es lo qué quiero.
—Pides mucho.
Rosendo se puso de pie después de cerrar las tapas de su libreta.
Helena, tras dejar atada la yegua, se acercó y clavó sus ojos claros sobre los de su oponente. Sintió una punzada al acercarse a su cuerpo. Rosendo tenía la camisa abierta para refrescarse en la sombra, y la visión de aquel ancho torso empezó a marearla. Abanicándose con una mano, Helena se soltó varios botones de su cuello de blonda, lo que dejó ver la blancura de su piel. Una gota de sudor resbaló hasta el nacimiento de sus senos. Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Rosendo, que seguían el recorrido de la gota. Los dedos de Helena bajaron un poco más para desabrochar otro botón. Y otro más. Sus senos asomaron turgentes, ofreciéndose ante él. Sonrió, podía notar cómo saltaban chispas del cuerpo del campesino. Ya lo tenía a su merced. Sin darle tiempo a reaccionar, tomó una de las manos de Rosendo y la llevó hasta su pecho, al tiempo que se apretaba a su cuerpo y le ofrecía los labios abiertos.
Rosendo notó la lengua de Helena sumergiéndose en su boca. La piel de la mujer era muy suave, y con tan sólo tocarla percibió cómo su miembro comenzaba a crecer bajo los pantalones. Sin abrir los ojos, sin separar sus bocas, una mano de ella se posó sobre la entrepierna de él y lo acarició con fuerza. La joven lo cogió del pelo y lo condujo hacia sus pechos, hacia sus pezones. Rosendo se sintió arrastrado, creía caer por un barranco, enardecido por el deseo. Helena, que dejaba escapar breves y frenéticos gemidos, le bajó los pantalones con ansia, buscando su pene. En cuanto lo tocó, un gesto de triunfo cruzó por su cara: por fin tenía ante sí a un hombre de verdad, no como su marido, un hombre con el que tener un hijo mezcla perfecta de su inteligencia y su clase y el poderío físico y aguerrido de Rosendo.
Sus manos y sus bocas, sus cuerpos, se enredaban ansiosos. Ella se subió la falda y él le bajó la saya y el refajo. Helena lo apretó contra su cuerpo rodeándolo con las piernas. Su mano guió a Rosendo hacia la puerta de su deseo húmedo. Suave y tibio, el calor los fue abrazando. El joven se movió de manera torpe pero enseguida, ante los movimientos rítmicos de Helena, encontró la cadencia precisa. En ese momento, ella lo miró con sus ojos azules casi grises, la pupila marcada en el centro como una aguja incandescente, y se sintió más fuerte que él porque era capaz de dominarlo, de hacerlo suyo, de lograr que sucumbiera gobernándolo a su antojo. Fuera de sí, exultante, autoritaria y feliz, empezó a gritar mientras le cogía la cabeza e intentaba acercarla a la suya, frente contra frente, en un esfuerzo que le mantenía la espalda alejada del suelo. Y jadeante, repetía insistentemente una palabra que podía ser una orden o un deseo: «lléname… lléname…».
Helena gemía de placer. Y poco antes del clímax, Rosendo reaccionó: notaba que se estaba convirtiendo en un objeto, qué se había dejado atrapar por esa mujer altiva y caprichosa. Se sintió fuerte y frío, capaz de dominar la situación, y decidió que no lo permitiría. Le dedicó una última mirada y entonces, cerró los ojos. Se estremecieron ambos cuerpos entregados a un placer que les resultaba oscuro. Parecía que ya estaba todo dicho, todo hecho, pero justo antes de culminar, Rosendo se retiró y eyaculó sobre la tierra.
Helena, ante la imprevista retirada, se incorporó de un salto y gateó el espacio que la separaba de Rosendo. Rastreando rabiosa, buscaba recuperar de entre la hierba la simiente derramada, desesperada por introducírsela. Nadie hubiera podido aguantar la mirada de odio que dedicaba al campesino. Rosendo se alejó y la dejó a solas con su ira. Finalmente, Helena, acurrucada como un niño, estirada boca abajo en el suelo, con la ropa interior arrebujada en sus tobillos, rompió a llorar. Y lo hizo con la amargura de una joven desahuciada, condenada a una vida vacía, yerma, despreciada por el que para ella era ahora un miserable incapaz de sentir pena o compasión por ella, de comprenderla en su soledad y su desdicha, y rodeada de hombres a los que odiaba porque no estaban a su altura.
Desde lo alto del cerro pelado se alcanzaba a ver el escenario. Rosendo divisó a Helena subida en su yegua discurrir paralela al río en busca de la casa familiar. Se volvió y empezó el suave descenso. Cuando faltaba poco para llegar a su casa reconoció a Henry que, sentado al sol, tomaba parsimonioso un vasito de licor de hierbas que Angustias le había procurado con su amabilidad habitual.
—Buenas tardes,
míster
Rosendo. ¿Cómo ha ido todo?
—Bien. Tenemos otro año por delante.
—Muchos años quedan por delante —dijo el inglés acentuando la primera palabra—.
Well,
ahora deberá confiar en mí.
Sit down,
por favor —dijo, y le señaló una silla que tenía a su lado. Y continuó—: Por ahora, Rosendo, ha logrado algunos clientes ¡y eso está muy bien! Pero si queremos que el negocio prospere, debemos conseguir más. —Henry hablaba despacio, tropezando con ciertos sonidos en un español dificultoso, como si tuviera la boca llena. Continuó—: Si vendemos sólo por aquí, nunca haremos grandes ventas. Tenemos que conseguir grandes clientes —dijo acentuando la palabra «grandes» con un gesto—. Eso significa no conformarnos con Runera y… y… alrededores.
Yes,
tenemos que ir más allá y contactar con fábricas. Pero —levantó el dedo índice— para una fábrica hace falta mucho carbón, y todas las semanas mucho carbón, ¿entiende? ¡Ah! Y siempre con contrato. ¿No firmó un contrato con los Casamunt?
Pues igual con los clientes. Hemos de averiguar qué competencia hay en la zona y hacerlo mejor, mejor carbón y más abundante.
—Pero con mis clientes no necesito ningún contrato. Con dar la palabra, basta.
—Oh, claro, eres hombre de palabra, ¡y eso está bien! Pero el mundo moderno exige medidas modernas. Hay que olvidar esa manera antigua de comerciar, tenemos que constituirnos en compañía. El libre comercio es el futuro, amigo mío.
A continuación Henry comenzó una perorata sobre el mercado, el comercio, el liberalismo, la justicia, la legalidad… Todos aquellos conceptos al fin y al cabo no le resultaban tan ajenos a Rosendo, pero aquella terminología lo confundía. No era un teórico, no era un hombre de palabras sino de acción. Lo que hubiera que hacer, se haría, se llamara como se llamara. Las palabras las dejaba para Henry. El escocés bien sabía que una cierta falta de perspectiva era, por otro lado, la cosa más normal en la España rural de la época. Mientras que en otros países la influencia de la Revolución francesa había conseguido alterar el Antiguo Régimen, en España el cambio era lento. Henry era un gran admirador de la Revolución francesa. En cuanto le fuera posible instruiría a Rosendo sobre la libertad del hombre y sus derechos. Aunque su socio era un ejemplo de independencia, había tenido que pagarla muy cara con un contrato que era francamente un abuso.
Henry sabía que en Europa las reivindicaciones políticas de la burguesía estaban derribando los cimientos de la estructura social basada en los estamentos y los privilegios. Junto a la burguesía habían surgido nuevos conceptos políticos, filosóficos y artísticos. No, nadie podía detener la modernidad. Ni tan siquiera los Casamunt de aquel pueblo ni los de otros. Henry era un liberal a ultranza y creía a pies juntillas en las extraordinarias ventajas de la igualdad ante las leyes y el fisco, el libre comercio y el sufragio universal, entre otras cuestiones. Henry sorprendería a Rosendo con ideas nuevas que lo obligaban a salirse de los conceptos básicos y simples en los que siempre se había movido.
Continuaron con los detalles referentes al negocio de la mina. A pesar de su desconocimiento, Henry descubrió en Rosendo un alumno aplicado, alguien que prestaba atención y que aprendía con rapidez. El escocés dio un sorbo a su copita y continuó:
—Veo que me entiende. Hemos de invertir dinero para conseguir más dinero. ¡Ah!, y hágame caso: a los primeros trabajadores les pagaremos por producción.
Rosendo no entendía a qué se refería.
—Verá,
míster,
es mejor pagar un pequeño salario y una cantidad por sacos de carbón. Más carbón, más cobran. ¿Entiende ahora? —Rosendo asintió—. Y con el transporte, igual. Si viajan más rápido, más cantidad de carbón movemos y más cobran. Necesitamos a hombres que se sientan parte del negocio. Luego ya contrataremos por jornada. Estos mineros de ahora serán los jefes después. Los inicios de los negocios son siempre duros, por eso en estos momentos tenemos que conseguir gente de confianza.
Rosendo volvió a asentir en silencio.
—Creo que ya sé a quién proponérselo.
—Bien, eso lo dejo en sus manos. Usted consiga hombres, yo conseguiré transporte. Esos son nuestros primeros objetivos. Ahora voy a la fonda a descansar… ¡este sol es agotador! —Y dicho esto se levantó y realizó una leve reverencia antes de dirigirse hacia su caballo
Brave—.
¡Hasta mañana, Rosendo!
—Hasta mañana, Henry —se despidió un Rosendo pensativo, concentrado en el siguiente paso a dar.
En los albores del día, Narcís
Xic
había sido el primero en levantarse. Mientras se lavaba en la jofaina, oyó pasos. Se asomó a la puerta y vio pasar a Héctor, acompañado de otro joven, Toni Creus, y de Manuel, apodado el
Zampas.
Los tres caminaban con la cabeza alta en dirección a la mina. Rosendo apareció entonces en el comedor, le atusó el pelo en un gesto cariñoso y salió de la casa. Se unió al grupo en silencio, como en una costumbre adquirida después de años. El adolescente observó a los hombres: le parecieron gigantes a punto para la aventura, aunque ésta se encontrase sólo a un tiro de piedra. Su hermano se adelantó un paso y los demás, como si de una tropa se tratase, lo siguieron.