Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
La herencia de la tierra es la historia del triunfo personal de un hombre que luchó por su sueño, desafiando a todos. Un hombre, de origen humilde, que con su empeño y trabajo consiguió un mundo mejor para él y los suyos, y se convirtió en pionero en la industrialización de Cataluña: Rosendo Roca.En la Cataluña rural del siglo XIX (1815-1881) cuando aún conviven los modelos de una sociedad en transformación: la nobleza y la burguesía industrial, que viene a sustituirla, Rosendo Roca es capaz de enfrentarse a los poderes reinantes y triunfar. Ya desde niño Rosendo es diferente y taciturno. Le marca profundamente la delicada salud de su madre. Pero ante todo una extraordinaria voluntad que sólo llama a los pioneros. Rosendo propone al señor de las tierras, Casamunt, que le deje explotar una montaña que nadie quiere, Cerro Pelado. El precio fijado es demasiado alto. Pero la suerte le sonríe cuando está a punto de perderlo todo. Un viajero escocés, Henry, sabrá valorarlo y se asociará con él. La industria del carbón acaba de nacer.La herencia de la tierra es el retrato histórico de una época: desde la guerra de la independencia, atravesando el turbulento reinado de Fernando VII, el hambre vivida en los pueblos durante la guerra civil y las revueltas de 1835 a 1854, la revolución de 1868, el desastre colonial y el ulterior renacimiento político.Además de entretener y recrear una época, la novela es también una honesta parábola del poder del esfuerzo, la amistad y el amor.
Andrés Vidal
La Herencia De La Tierra
ePUB v1.1
Sirhack01.01.11
ISBN: 9788408101314
Año de edición: 2010
Editorial planeta
A mis padres.
A todas las mujeres que, sin saberlo, ya son de roca.
Era el año 1815. Angustias salió a recoger la leña que alimentaría el fuego de aquel día. A pesar de que el hogar donde vivía con su marido Narcís y su hijo Rosendo era más bien pequeño, se hacía algo difícil calentarlo. Los días de septiembre seguían siendo calurosos en Martinet de Cerdanya pero las noches eran bastante frescas y la chimenea instalada en el comedor debía encenderse a media tarde para calentar el resto de los compartimentos. Mientras se levantaba con varios troncos bajo el brazo le pareció ver algo en la distancia: una diminuta silueta familiar se acercaba bordeando el camino. «Ya está aquí», pensó Angustias, y una ráfaga de viento levantó el polvo haciendo volar restos de paja seca.
Angustias esperó frente a la entrada de la casa y se secó el sudor de las sienes con el ajado delantal. Transcurrieron unos minutos hasta que pudo distinguir, a través de la luz intensa, lo que parecían moretones y manchas de sangre en el rostro y la ropa de Rosendo. La mujer soltó rápidamente los troncos que cayeron sin orden al suelo y corrió asustada en dirección al niño. Cuando por fin lo alcanzó, se abalanzó sobre él y lo cogió en brazos.
—¿Pero qué te han hecho, hijo mío? —le preguntó la madre mientras lo examinaba. enseguida se fijó en la cantidad de sangre que había en las hinchadas manos del chico. Angustias buscó una herida abierta. Miró en las manos, los brazos, la cara, en todo el cuerpo, pero no encontró tal herida. Nada. La sangre no era suya. Angustias se fijó en los enormes ojos castaños de Rosendo, clavados en el suelo. Su expresión no había cambiado. No era la primera vez que Rosendo volvía a casa golpeado por niños del pueblo. Sí era, en cambio, la primera vez que, a juzgar por la sangre y los nudillos amoratados, él se había defendido.
—Este pueblo es cada vez peor, cada vez peor —se repitió la madre para sí, ahogando un sollozo.
De camino a casa, Angustias parloteaba aun sabiendo que nadie iba a responderle. A sus cinco años Rosendo todavía no había pronunciado una sola frase completa. El único médico que se pudieron permitir y al que habían acudido cuando el niño cumplió tres años, había sentenciado que Rosendo sufría algún tipo de retraso mental. Angustias, sin embargo, no creía en ese diagnóstico. Ella estaba convencida de que su hijo era, de alguna manera, especial, y ante esa certeza poco le importaba lo que el médico o la gente del pueblo pudieran decir.
Pero la presión de los vecinos era un hecho. En más de una ocasión Angustias había insinuado a su marido la posibilidad de marcharse de Martinet. Tenía una hermana en Barcelona, y ella podría acogerlos durante una temporada. Narcís no quería ni oír hablar del tema: él había nacido en Martinet y quería seguir viviendo allí. Era un hombre de pocas luces: ni el daño que en aquella zona de frontera había causado la reciente guerra de la Independencia contra los franceses podía hacer cambiar de opinión a Narcís Roca.
La guerra había comenzado unos años atrás, en 1807. Napoleón, mediante el Tratado de Fontainebleau, había conseguido que Carlos IV permitiera entrar a las tropas francesas en España. Pero allí, en el pueblo, los más ancianos sabían que las guerras llegaban como las pestes, sin previo aviso, y lo asolaban todo. Y no era 1807 sino el año en el que Paquita se había casado con Clemente, cuando había nacido Mariona y cuando el herrero compró un par de caballos nuevos. El párroco del pueblo trató de convencerlos de que Napoleón era un liante que, con la excusa de expulsar a los ingleses de Portugal, se había metido en España y había provocado la contienda. En un primer momento, algunas mozas soñaron con aquellos apuestos soldados, y los más jóvenes con la gloria de las armas. Pero pronto se descubrió que, en efecto, las tropas llegaron para quedarse y que había que pagar un alto precio por ello. Napoleón consiguió que el rey abdicara para cederle el trono a su hermano José. Y muchas madres lloraron a sus hijos ausentes.
Junto a los soldados también había llegado una multitud de funcionarios franceses. Pese a su espíritu renovador, la población sufrió constantes abusos por parte de las fuerzas napoleónicas. Los saqueos y robos constantes condujeron al miedo, y tras el miedo llegó la rabia. Una fiebre contagiosa animó a la gente de los pueblos a organizarse. Se vendían tantas armas que el herrero no paraba de trabajar. Se fabricaban más cirios, se encargaban más misas. Cuando las tropas francesas abandonaron el país en 1814, muchas zonas quedaron devastadas. La lucha pasó a ser contra la pobreza, las tierras marchitas y la falta de alimento.
Narcís llegó a casa a la hora de comer. Nada más entrar, Angustias pudo percibir su nerviosismo, su pelo castaño más despeinado que de costumbre y su huesuda cara ojerosa y magullada.
—¿Qué ha pasado? —dijo la mujer temblando. Narcís se dirigió al pequeño:
—¿Qué has hecho? —le gritó el padre al niño, alterado, cogiéndolo de los hombros—. ¡Contesta! ¡Contesta a tu padre! —le chilló mientras le sacudía.
Entonces Rosendo empezó a llorar. La respiración del chico se fue acelerando cada vez más, acompañando a las lágrimas de jadeos ahogados. El niño comenzó a golpearse a sí mismo con violencia, utilizando los puños para asestarse golpes en el cuello, los pómulos e incluso la boca. Narcís y Angustias buscaban las manos de su hijo para retenerlas, pero Rosendo las movía con extrema rapidez. Éste intentó también morderse con saña los nudillos desgarrados.
Transcurridos unos minutos eternos, Rosendo se calmó. Angustias lo abrazó con fuerza, lo llevó a su dormitorio y lo acostó con cariño. Tras darle un beso en la frente y otro en la nariz, los pocos sitios en los que el chiquillo no tenía ninguna contusión, salió de nuevo a la sala.
Narcís fumaba tabaco de picadura dando largas caladas mientras atizaba las brasas de la chimenea. Sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo, habló en voz alta:
—Dicen que Rosendo ha dejado a Diego Bonilla con un ojo ciego.
—¿Cómo sabes…? —comenzó a preguntar Angustias.
—Yo también me he peleado…
Angustias levantó su mirada, perpleja.
—En la cantina, Bou ha llamado a Rosendo «desgraciado» y no he podido remediarlo. Le he dado su merecido —dijo intentando convencerse a sí mismo de que había hecho lo correcto—. Han tenido que separarnos.
Narcís no era un hombre muy corpulento, pero sí fibroso y fuerte como exigía su arduo trabajo en los campos. No era violento y no estaba acostumbrado a pelear, y menos con alguien como Bou. Debía de haberle alterado mucho lo que éste hubiera dicho sobre Rosendo para reaccionar de aquella manera. Sus ojos hablaban por sí solos. Angustias se acercó a su marido y lo abrazó. El contacto erizó a Narcís y provocó el sobresalto de su esposa.
—Me duele un poco aquí —le dijo mientras se levantaba la camisola desgarrada por la pelea y le enseñaba su amoratado costado izquierdo.
Narcís se marchó a seguir con sus tareas a pesar de las molestias físicas: para él, el trabajo era un compromiso que debía cumplir. Angustias se quedó en casa, limpiando con gesto nervioso. De tanto en tanto echaba un ojo a Rosendo, quien estuvo ausente y en silencio el resto de la jornada. En cuanto comenzó a anochecer, preparó la cena. Esta vez le añadió un trozo de tocino rancio al caldo, en un intento de compensar a su familia por los disgustos sucedidos ese día.
Escuchó a alguien que entraba en la casa y no dijo nada suponiendo que era Narcís. Pero una voz dando las buenas noches la sobresaltó: era don Pablo, el párroco del pueblo. Se limpió las manos en el mandil, se incorporó y dijo:
—Pase usted, don Pablo.
El cura, un hombre delgado, de piel gris y aire anodino, caminó con cautela mientras estrujaba entre las manos una boina negra.
—¿No está Narcís?
—Está a punto de llegar.
Don Pablo asintió.
—Bien, esperaré a que llegue. He de hablar con los dos.
Al salir de su cuarto, Rosendo recibió la atención entre indiferente y perpleja del cura. Angustias ofreció a don Pablo que se uniera a la cena, cosa que éste rechazó aludiendo a que tenía una visita en la casa parroquial esa noche. Se mantuvieron en un silencio tenso hasta que llegó Narcís.
—Bien, no quiero entretenerlos mucho, no se les vaya a enfriar la cena —comenzó a decir el cura a un Narcís con gesto preocupado—. Vengo a hablarles del chico, de Rosendo. Supongo que ya saben lo sucedido… —Tosió—. Diego está fuera de peligro, la fiebre le está remitiendo, pero seguramente se quedará tuerto.
Angustias se tapó la boca con la mano. Narcís apretó los labios.
—Conozco a ese chiquillo y a sus amigos, y sé de sus juegos un tanto… —mentalmente buscó la expresión correcta— un tanto bruscos. Pero son cosas de niños y nunca habían pasado de ahí. Lo de hoy en cambio —miró de soslayo a Rosendo, quien estaba sentado abstraído frente al fuego— ha llegado demasiado lejos. He hablado con la familia de Diego y he tratado de calmarlos. Al final he conseguido evitar que la pelea entre críos se convirtiera en una batalla campal, porque han de saber que tenían intención de venir aquí, armados con palos y demás. Ya conocen a Remigio —dijo refiriéndose al padre de Diego—, que todo lo quiere solucionar a bofetadas. Y no crean, más de un vecino se ha prestado a acompañarlo. Como les decía, he logrado calmar las aguas… por ahora. Pero lo que seguramente no podré evitar es que se dirijan a la autoridad. Dicen que pondrán una denuncia, que su hijo merece una compensación por perder un ojo.
Angustias no pudo más y exclamó:
—¿Y todas las palizas que ha recibido mi hijo? ¿Ésas qué? ¿Se las compensarán?