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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (7 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—Ya se acaba el día de tu cumpleaños… ¡y pronto será el mío!

Narcís padre, sentado a su lado, le brindó un gesto cariñoso despeinándole su pequeña cabeza y le anunció:

—Y tendrás un buen regalo.

La celebración de su cumpleaños ya era cosa del pasado. Lo único que le quedaba ahora era el comentario de Verónica: «Pues a mí mi novio me regaló…» Abrumado no entendía por qué no podía olvidarlo sin más. Se sentó a la mesa.

—¿Has escrito ya en tu cuaderno? —le preguntó Angustias entre curiosa y emocionada.

—No mucho —respondió secamente Rosendo.

—Claro, eso de escribir no le sirve para nada a un campesino —agregó Narcís, a lo que su hijo pequeño se sumó con una tímida risa tapándose la boca.

—¿Se lo has enseñado a Héctor? —continuó Angustias, ignorando el comentario de su marido.

—Sí.

—¿Y a alguien más? —preguntó, movida por una extraña intuición.

—Sí, a Verónica, una moza del pueblo —respondió Rosendo con la mirada perdida en la superficie de la mesa.

Angustias, acostumbrada a leer entre líneas en el rostro de su hijo, entendió el calado de lo que en realidad le ocurría. Como Rosendo nunca hablaba de sus sentimientos sabía que esta vez tampoco contaría nada. Después de un silencio le propuso hacer algo que quizá lo ayudara a sentirse mejor.

—Yo solía utilizar mi cuaderno para escribir mis pensamientos y preocupaciones —le indicó mientras le acariciaba la mejilla. Resultaba algo más que enternecedor ver a un muchacho tan grande recibir el cariño de su menuda y delicada madre.

Rosendo pensó que ésa era una gran idea. Tenía que hacer salir de algún modo todo ese mundo que le quemaba por dentro y no sabía hacer llegar afuera. No al menos con palabras dichas por él, nacidas de sus labios, expresadas en gestos o miradas.

Era parco. No se le daba bien hablar. Pero sí podía hacerlo con las manos, sobre el papel. Podía hacerlas trabajar con el lápiz, en el cuaderno, para que le ayudaran a sacar al exterior ese torrente de sentimientos y ansiedades que desde siempre le había bullido, y poseído, dentro del pecho.

Si no podía decir a las personas lo que en realidad sentía, al menos lo escribiría.

Capítulo 10

Era el mes de julio y la tarde se alargaba. Rosendo y su hermano Narcís jugaban en la parte posterior de la casa. El mayor volvió a asegurar el largo clavo oxidado en el suelo y lanzó de nuevo las viejas herraduras que había ido encontrando por ahí. Narcís, un chiquillo delgado de nueve años, esperaba nervioso su turno. A Rosendo, por su parte, el trabajo en el campo le había fortalecido la musculatura. Con diecisiete años cumplidos, su cuerpo era el de un mozo alto, de hombros anchos y manos grandes. Conservaba, eso sí, la mirada a veces ensimismada y el gesto serio, concentrado. El pequeño lanzó por fin y, contento, gritó:

—¡Toma! ¡Te he vuelto a ganar! —Y dando saltos y levantando los brazos, repitió—: ¡Te he ganado, te he ganado!

Rosendo le siguió el juego y recogió las herraduras tratando de mostrar cierta pesadumbre por la derrota. Le gustaba ver a Narcís contento.

De repente, una lejana voz femenina los detuvo:

—¡Los soldados! ¡Que vienen los soldados! ¡Los soldados!

Narcís y Rosendo intercambiaron miradas de incredulidad. Cuando se volvieron vieron a una joven señalando la última curva del camino principal que llevaba al pueblo: por allí venía, efectivamente, una tropa bastante numerosa de soldados. Narcís tiró de la mano de Rosendo y le pidió que se acercaran para verlos mejor.

Rosendo apretó ligeramente los labios y accedió. Aferrando bien la mano de su hermano, lo llevó hasta el camino.

La tropa estaba compuesta por varias decenas de soldados, algunos tocados con chacos. Al frente avanzaba el oficial al mando flanqueado Valentín Casamunt y su hijo Fernando, los tres montados en espléndidos caballos.

Rosendo no estaba habituado a ver al señor más que de lejos, cuando paseaba por sus posesiones, muy de tarde en tarde. No acostumbraba a meterse en la vida de sus arrendatarios y éstos no le debían más que una visita anual: la cita ineludible destinada a abonarle puntualmente el pago por el uso de sus tierras y el correspondiente canon. Rosendo, de hecho, apenas recordaba la única ocasión en que le dirigió la palabra, cuando nació Narcís
Xic:
era costumbre del señor pasar por las casas días después de un parto para saludar a sus nuevos vasallos.

Valentín Casamunt era un hombre de mediana edad, entrado en carnes, de grandes patillas, amplia frente y mejillas sonrosadas. Iba vestido con ropas caras y desgastadas. Su hijo Fernando tendría la edad de Rosendo, quizá un poco más. Era delgado, fibroso, de pelo pajizo y algo rizado, con ojos huidizos. Tenía un gesto de menosprecio esculpido en la cara. Valentín Casamunt se dirigió al oficial:

—Ya estamos llegando a la casa. Es una construcción que mandé levantar cuando deforestamos estas tierras. Es confortable y amplia, estará a gusto, ya verá. Además, en la planicie que la rodea sus hombres podrán acampar.

El oficial asintió.

—¿Y esta gente querrá ayudarnos? —inquirió señalando a la población que miraba a los soldados. El señor Casamunt, levantando una ceja, respondió:

—¡Por Dios y por nuestro Rey! ¡Pues claro que sí! Son leales servidores, darán todo lo que tengan bien gustosos. Fernando —el hijo lo miró—, encárgate tú de hacer llegar la noticia. Convócalos en la casona.

Fernando, sin ocultar una sonrisa socarrona, tiró de las riendas de su caballo.

En aquel año de 1827, varias zonas de España sufrieron revueltas de los llamados ultrarrealistas, partidarios de la monarquía absolutista. Tras el Trienio Liberal, en el que Fernando VII se vio obligado a cumplir con una constitución que entre otras cosas derogaba la Inquisición y privilegios feudales como los señoríos y mayorazgos, el Rey y los partidarios del Antiguo Régimen tomaron de nuevo el control del poder. A pesar de que se reinstauraron los privilegios feudales, había sectores radicales que exigían una mayor contundencia contra el liberalismo y quienes apoyaban esta tendencia. Dichos sectores se levantaron en armas al grito de «Viva el Rey y muera el mal gobierno», convencidos de que la culpa de todo la tenía el gobierno de entonces, que actuaba de espaldas a la voluntad real. En Cataluña, durante el mes de julio de aquel 1827, los sublevados, que controlaron la zona central y establecieron la capital en Manresa, llegaron a sumar treinta mil hombres. Valentín Casamunt, como no podía ser de otro modo, los admiraba y estaba dispuesto a darles todo su apoyo. Para Fernando, en cambio, no eran más que un instrumento, un ejército de desgraciados dispuestos a luchar para que los que eran como él, sin duda superiores, conservaran, como debía ser, todo su poder.

Fernando Casamunt se separó de la fila y pasó al trote delante del gentío para ordenarles que acudieran a la casona y que transmitieran el mensaje a todos los que no estaban allí. Fernando percibió algo extraño y detuvo su carrera a un metro escaso de donde se hallaban Rosendo y su hermano. El caballo, espoleado por el jinete que sujetaba cortas las riendas, bufó inquieto.

—¿No me has oído? ¡Anda, muévete!

Rosendo, sereno, respondió algo que Fernando no pudo oír por el ruido de los cascos de su caballo.

—¿Qué has dicho? —preguntó molesto—. ¡Habla más alto!

—Decía que sí, que le he oído.

Fernando lo miró incrédulo: le sorprendió tanta desfachatez en un campesino, esa mirada que le observaba tan abiertamente, que no era temerosa ni huidiza. Segura. De igual a igual.

—¿Acaso te estás burlando de mí, desgraciado?

Rosendo negó con la cabeza:

—No, señor. Es cierto. Lo he oído.

Fernando no sabía si estaba ante un imbécil o ante alguien que le quería tomar el pelo. Pero al verlo con esa expresión ensimismada y también con ese corpachón tan robusto, optó por pensar que se hallaba ante el tonto del pueblo. Clavándole una mirada furiosa, masculló:

—Pues ve corriendo a decírselo a todo el mundo de una vez, no me lo hagas repetir.

Rosendo, sin prisas, tiró suavemente de la mano de Narcís, se dio media vuelta y enfiló el camino de regreso. Fernando espoleó furioso su caballo:

—¡Estúpido imbécil! —soltó airado mientras lo veía alejarse.

Avisados por Rosendo, que serena pero eficazmente cumplió la orden del heredero de Valentín Casamunt, alrededor de la vieja casa comunal se congregaron los campesinos y aldeanos de la zona, todos aquellos que de una manera u otra trabajaban las tierras de los Casamunt. Los Roca, padre e hijos, también habían acudido. Erguido sobre el caballo, el señor Casamunt arengaba a la población a que trajera vino, aceite, pan, alimentos, provisiones…

—Estos valientes soldados que veis aquí —dijo mientras señalaba a la tropa— son los únicos que pueden traer cordura a este descontrol, esta sinrazón en que ha caído el país a manos del gobierno. ¿Qué dirían nuestros padres y abuelos de estas leyes modernas? ¡Ellos tampoco aceptarían ese desafío a nuestra más genuina forma de vida, a nuestra más íntima manera de ser!

A estas palabras, siguió un silencio sólo roto por alguna que otra palmada desacompasada.

—¡Viva el Rey, muera el mal gobierno! —gritó alguien.

—¡Viva! —respondieron varios campesinos a coro.

Otro hombre que estaba situado al lado del señor Casamunt gritó:

—¡Viva el señor Casamunt!

El coro se mostró dubitativo. El hombre se puso colorado, se escuchó alguna risilla entre los soldados y el señor Casamunt carraspeó sonoramente antes de concluir:

—¡Vayan todos inmediatamente a por víveres! ¡Quien no traiga comida, será castigado!

Con pasos lentos y pesados todos se fueron hacia sus respectivas casas para acatar la orden. Rosendo, sin atreverse a preguntar, inquirió con la mirada a su padre. Narcís chascó la lengua, dejó surgir un gesto de fastidio y con voz agria le dijo:

—Hay que hacerlo, el señor Casamunt podría dejarnos sin tierras.

—Pero tenemos el contrato… —recordó Rosendo.

—Y ellos tienen las armas —sentenció Narcís dando por terminada la conversación. Rosendo notó que su hermano caminaba despacio. Tenía la cabeza vuelta hacia los soldados y los miraba con ilusionada curiosidad. Rosendo gruñó y tiró de él. No le hacían gracia esos hombres uniformados y distantes que les obligaban a darles lo que tanto esfuerzo les costaba conseguir.

Con la mula cargada con varios fardos repletos, los tres varones Roca regresaron a la casona. Los campesinos hacían cola a la entrada. El capataz, al ver lo que cada uno traía, les indicaba en qué lugar debían dejar su mercancía. Al que tenía delante en la fila, el capataz le regañó:

—¿Y para qué coño quiere grano un soldado? ¿Me lo puedes explicar?

El campesino, con labios temblorosos, respondió:

—Pu… pues puede lie… lie… llevar… lo al molino, pa… para…

—¡Claro, claro! ¡Para eso están los soldados, para llevar el grano al molino! ¡No te fastidia! ¡Llévalo tú al molino, haz pan con la harina y trae pan! ¡Pan, no grano!

Tras despachar al campesino, el capataz atendió a Narcís padre:

—A ver qué me traes tú… leche, huevos, patatas, calabaza, pan, harina y… ¡vino blanco! Venga, deja la leche, el vino y los huevos sobre aquella mesa y el resto al fondo. ¡Venga, venga, que no tenemos todo el día!

En la primera mesa comenzaban a rebosar las bebidas y los alimentos perecederos. Tras ellos volvieron a oír la voz del capataz, que protestaba airado:

—¡Y dale con el grano de los cojones! ¡Que no traigáis grano, joder!

Narcís
Xic
dejó escapar una sonrisa mientras se tapaba la boca con la mano. Después Rosendo cargó el saco de patatas al hombro y se dirigieron hacia el fondo. La casa se había convertido en una gran sala transitada por campesinos, alimentos y soldados que, en su mayoría, remoloneaban indolentes junto a las ventanas, liándose cigarrillos y buscando el aire fresco. Narcís
Xic
no salía de su asombro, miraba embobado la escena, los soldados y sus armas. Uno de los oficiales llevaba en el cinto una pistola de la que asomaba la culata y en cuyas conteras se veían labradas bellas formas de animales. Rosendo tiró de la mano de su hermano: por detrás venían metiendo prisa.

Sacos, alforjas, zurrones, capachos y bolsas se iban amontonando sobre el suelo. Las mercancías se pesaban en una romana y las cantidades exactas de cada carga eran anotadas por un joven soldado. El oficial que dirigía las tareas era meticuloso, así que tenían que armarse de paciencia y esperar a que les llegara el turno. Narcís hijo llamó la atención de Rosendo:

—Me aburro… —le dijo, mirándolo con ojos tristes.

—Pronto nos tocará. Tranquilo.

La respuesta no satisfizo al chiquillo, que se movía inquieto y resoplaba una y otra vez. Narcís padre, que estaba delante de ellos, se volvió:

—Deja que se pasee por la casa —dijo a Rosendo. Y, dirigiéndose a Narcís, añadió—: Pero no salgas fuera, ¿eh?

Sin pensarlo dos veces el chiquillo se soltó de la mano de Rosendo. Éste lo estuvo observando durante un rato, pero enseguida dejó de prestarle atención al ver qué caminaba y curioseaba tranquilo, prudente y formal.

Cuando terminaron de pesar los sacos, el oficial dio a Narcís padre un papel que éste guardó después de doblarlo con cuidado: era su justificante para demostrar que había contribuido y cuál había sido su aportación. Los señores Casamunt habían amenazado con multas o con la pérdida del contrato en caso de que no ayudaran a la causa.

Nada más darse la vuelta, Rosendo buscó con la mirada a su hermano. No era fácil encontrar a un niño de nueve años en medio de aquel agitado mar de piernas. De pronto, escuchó una risa conocida que venía de una de las ventanas. Apoyado sobre el marco, un soldado hablaba con una chica que estaba en el exterior; una chica muy guapa que coqueteaba con ojos risueños que no cesaban de emitir chispas de excitación.

Era Verónica.

La vio reír haciendo ese gesto que tanto le gustaba, con esa forma graciosa de arrugar la nariz. Rosendo notó un pinchazo en el pecho. Estaba ahí, tan cerca, tan espléndida, tan bella, presumiendo sin rubor con ese soldado. Quedó paralizado. No era capaz de dar un solo paso. El padre, mientras, se había alejado buscando al pequeño. Rosendo no podía dejar de observar a la pareja, a tal punto que el soldado se dio cuenta y, señalándolo, le preguntó a Verónica por él. La chica se encogió de hombros y sin dignarse a mirar de frente a Rosendo, hizo un gesto burlón. El soldado rió socarrón y continuó hablando con ella vuelto de espaldas a Rosendo.

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