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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (46 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Mientras hablaba, un niño vestido con un mono azul y con una gorra a juego anunciaba a voz en grito los periódicos que acarreaba. Henry se dirigió hacia él echando mano a su cartera.

—Disculpadme, no se está informado si no se lee
The Times.

Cuando volvió con el diario plegado bajo su brazo, instó a los presentes a retirarse a un pub para tomar un ligero tentempié antes de continuar. Henry pidió un té y se escondió tras las grandes hojas impresas del periódico: Cuando Rosendo y los dos hijos hubieron dejado de comentar lo que habían visto, Henry resaltó una noticia que acababa de leer.

—Escuchad esto, aquí hay un artículo de un tal Richard Owen. No os asustéis, que no tiene nada que ver con el otro Owen, el fundador de New Lanark. Éste es un naturalista que critica, con inusitada agresividad para ser inglés, las teorías de un tal Charles Darwin sobre el origen de las especies. Darwin argumenta, sobre la base de las muestras recogidas en sus viajes científicos alrededor del mundo, que los animales y las plantas han ido evolucionando durante miles y miles de años para superar las barreras de la naturaleza.

—¿Quieres decir que las plantas y los animales cambian? —comentó Rosendo
Xic
agudo.

—Ésa parece la tesis de Darwin. Escuchad: «Los que se han adaptado a la vida persisten, los que no, han desaparecido y sólo han dejado vestigios fósiles» —leyó Henry para levantar después la vista de su periódico.

—Interesante —intervino Roberto.

—Cree Darwin que la clave está en la descendencia. Los no adaptados acaban desapareciendo al no dejar descendencia… Owen lo critica llegando incluso a lo personal y lo acusa de herejía. Pregunta por el papel de Dios en la creación y si la teoría también se aplica al ser humano. Afirma que se podría extraer de esas observaciones que entre los hombres y los monos existiría un antepasado común. ¡Nosotros, descendientes de los simios! ¿No os resulta cómico?

—¡Pues sí que estamos arreglados! —respondió Rosendo
Xic
emitiendo un bufido.

—Bueno, supongo que para lanzar una teoría así se ha de estar bastante seguro —dijo Roberto—. No es que esté de acuerdo, pero no me negaréis que la hipótesis es atractiva.

—Sí, ya lo creo, ya decía yo que me recordabas a alguien… —respondió Rosendo
Xic
a la vez que propinaba un sonoro golpe en la espalda de su hermano.

Rosendo observaba la escena, divertido. Pensaba qué diferentes eran sus hijos y cómo, a pesar de ello, eran capaces de compartir vivencias. Estaba convencido de que la decisión de llevarlos a Escocia había sido un acierto. De todos modos, se dijo, no había que adelantarse a los acontecimientos: sólo el tiempo le daría o le quitaría la razón.

Para continuar viaje optaron por tomar un transporte hacia el que sentían verdadera predilección. Casi diez años atrás, en Barcelona, habían asistido al estreno de una línea férrea que apenas contaba con doce leguas. Ahora iban a realizar cerca de trescientas.

Cuando se levantaron, se dirigieron a la estación de Euston, en Camden Town. Allí esperaron a que Henry comprara los billetes entre un ir y venir extenuante de personas. Así, en la distancia, repararon en un detalle que se les había escapado por completo. Mezclado con los demás transeúntes, pudieron observar cómo muchos de aquellos viajeros iban vestidos de manera similar a Henry. Al volver, agitando los billetes en la mano, su extraño tocado apareció coherente: la gorra de viaje a juego con los pequeños cuadros verdes y marrones de su traje, los blancos puños que resaltaban como dos fogonazos laminosos sobre la penumbra de la estación y acentuaban todavía más sus estrambóticos gestos de euforia. Si no fuera por esos gestos, podría desaparecer allí mismo y sería imposible distinguirlo. Pese a todo, la personalidad fascinante del escocés lo individualizaba de los demás ante los Roca. Los tres se sorprendieron mutuamente sonriendo, alegres por saberse amigos de una persona como aquélla. Rosendo comprendió en ese preciso instante que desde hacía casi treinta años no había dado ningún paso sin él.

—Pensábamos que te perderías entre los que llevan tu mismo uniforme y no volveríamos a verte —soltó Rosendo
Xic
sonriendo.

—¿Uniforme? No sé a qué te refieres. Intento estar a la moda, aunque necesito una actualización —dijo Henry.

Se pasó la mano por delante de la chaqueta, como planchándose un traje que estaba perfectamente inmaculado. Al mirarlos no pudo reprimir un gesto de fastidio y una recomendación:

—Espero que os quede ropa limpia y podáis apearos de manera decente en mi país, el lugar más bello del mundo —afirmó sin contemplaciones.

Su lozanía y elegancia contrastaban con el desaliño de sus compañeros de viaje. Sin esperar a que lo siguieran, Henry cogió su equipaje y con la barbilla en alto se volvió en dirección a los andenes. Cuando vieron que se escapaba el tren cogieron de cualquier manera las maletas y se lanzaron en una frenética carrera hasta llegar a la altura del escocés. Él ya había encontrado un mozo de equipajes y avanzaba despreocupado y aligerado de toda carga. Doblegados por el esfuerzo, aún tuvieron que aguantar una última frescura de su excéntrico compañero:

—Debéis daros prisa. En Gran Bretaña, la puntualidad es un modo de vida. Ya sé que no estáis acostumbrados.

No había mucho tiempo para nada más que viajar y ver y atiborrarse de impresiones nuevas. Sin embargo, Rosendo quería dejar constancia de aquello en su diario, esas páginas que no lo habían abandonado en los momentos más importantes de su vida. Cada vez que lo abría para volcar sus impresiones vitales en él, pensaba en el futuro.

27 de agosto de 1858

Londres es enorme, increíble. ¿Cuánta gente vivirá aquí? ¿Dónde están sus límites? ¿Cuántos intercambios se producirán a lo largo de un día?

Londres es majestuoso, imponente. El reloj que están colocando en la torre del Parlamento es de una belleza fuera de lo común.

A pesar de su gesto tranquilo, los ingleses están haciendo grandes los proyectos que otros sólo sueñan. Todavía nos queda mucho que aprender.

Capítulo 59

Ese mismo verano la familia Casamunt sufrió un duro revés que evidenció el malestar entre sus miembros. Unas fiebres de procedencia desconocida afectaron virulentamente a Valentín. Después de un largo mes postrado en cama, el patriarca acabó cediendo ante la muerte. El fatídico acontecimiento, en lugar de conjugar las visiones de los hermanos sobre el futuro de la familia, no hizo sino reforzar su separación.

Fernando recibió la cuantiosa herencia sin más presión que la que sus gustos le marcaran. Volcaba entretanto sobre su hijo el mismo desprecio que su padre se había encargado de depositar sobre él a lo largo de toda la vida. Helena, por su parte, sostenía en aquella partida una estrategia que sólo ella conocía. Con el recuerdo del entierro todavía reciente, la hija Casamunt mantuvo una conversación con su esposo que obligó al barón a abandonar las tierras de la familia. Durante la comida, sin levantar la voz, Helena sentenció a Baltasar de las Heras:

—Ahora que mi padre no está, olvídate de mí, de esta casa, de mi familia, y por supuesto, de disponer de nuestro dinero.

Ambos estaban cumpliendo con el protocolo correspondiente. Aparentaban una unión que jamás había existido, sentados a cada extremo de la larga mesa.

—¿A qué te refieres? —preguntó desconcertado el barón.

—A que se te han acabado tus visitas lúdicas a Barcelona —respondió Helena.

—¿Y me vas a decir cómo lo vas a impedir?

—Pregúntale a Fernando —concluyó ella con tono neutro.

El matrimonio siguió comiendo en un tenso silencio. Helena, con la mirada fija en un punto indefinido del espacio, continuó llevando la cuchara a su boca rítmicamente. Cuando acabaron el primer plato, el barón no aguantó más y se levantó furioso. Los pasos de sus botas sonaron secos en el suelo brillante.

Baltasar de las Heras encontró al heredero en las caballerizas. Junto a un animal que acababa de montar, daba las últimas indicaciones al mozo. Fernando ignoró deliberadamente a su cuñado. Al final el barón se cansó de esperar y los interrumpió:

—¿Puedo hablar contigo un momento?

—Ahora estoy ocupado —respondió Fernando sin mirarlo.

—Déjanos solos, Mauro —ordenó con hosquedad el barón al chico. Éste miró con el ceño fruncido a Fernando y al recibir la aprobación, se retiró.

—¿Qué quieres, Baltasar? —le preguntó Fernando, irritado.

—¿Tu hermana habla ahora en nombre de la familia? Se ha atrevido a decirme qué puedo y qué no puedo hacer —le soltó sin miramientos.

—Mi hermana no ha debido decirte eso… —respondió Fernando cabeceando negativamente.

El barón resopló tranquilo:

—Eso mismo pienso yo…

—No me has dejado acabar.

—Disculpa. Continúa, por favor. —Baltasar había cambiado su actitud beligerante por otra totalmente sumisa a la espera de un reconocimiento claro y explícito de sus derechos.

—Decía que mi hermana no tenía ningún derecho a decirte eso. —Hizo una breve pausa para incrementar a propósito la tensión que había inflado las venas de la frente del barón—. Pero padre ya no está —dijo inclinando la cabeza y con fingido abatimiento.

—Lo sé, Fernando, es una pena… ¡Una pena!

Fernando esperó a que el barón acabara de ponerse en evidencia y entonces sentenció tajante:

—Y yo no pienso pagarte tus vicios. —Continuó mirándolo fijamente, a la espera de una reacción—. Así que, a pesar de que Helena no debió decírtelo, tiene razón.

—¡Cómo te atreves! —respondió Baltasar cambiando de nuevo su pose. Aunque superaba con creces la edad de Fernando, éste no parecía respetarlo—. Creo que no soy querido en esta casa. Deberé tomar medidas… —Y cortó su lamento al ver que Fernando se había vuelto hacia el caballo y le susurraba palabras al oído.

Resignado, el barón fue al encuentro de Helena. Pensó que si con Fernando no podía tener la última palabra, al menos se daría el gusto con Helena. Cuando llegó al comedor, Álvaro y su tía hablaban animadamente. El barón se dejó de formalismos y le espetó:

—Tú y tu hermano sois unos despreciables. El único que siempre se ha preocupado por vuestro padre he sido yo.

—Tú sólo te preocupabas de su bolsillo. —Helena no se arredró pese a la presencia de Álvaro.

—No eres más que una amargada.

—Y tú ni siquiera eres un hombre… y mucho menos un Casamunt.

Baltasar dejó la estancia encolerizado, con sus pasos atronando todo el caserón. Esa misma tarde, Baltasar de las Heras, barón de la Masanía, abandonó las tierras de los Casamunt para no volver.

—¿Estás triste, tía Helena? —preguntó Álvaro.

—No te preocupes, estoy bien —respondió suspirando cariñosa—. Creo que voy a salir a dar un paseo a caballo.

—¿Quieres que te acompañe?

—Claro —manifestó ella—, pero sólo un rato, me conviene también pensar a solas.

Cuando todo estuvo preparado, tía y sobrino montaron en sus caballos y pasearon al trote por las tierras cercanas a Runera, alejados del Cerro Pelado y de los ojos de Fernando.

—Anita y su madre han recibido noticias de Rosendo —anunció Álvaro a su tía.

—¿Ah, sí? —preguntó ella curiosa—. ¿Y qué tal les va el viaje?

—Parece que bien. Fue largo pero llegaron a Inglaterra hace unos días.

—Entonces Anita y su madre estarán contentas —respondió Helena, correcta en todas sus intervenciones.

—Bueno, ya sabes que Anita no pasa por el mejor momento con su padre.

—No te preocupes, ya verás como al final se le pasa.

—Sí, como a padre —afirmó con un punto de sarcasmo.

—Álvaro, yo he intentado hablar con él miles de veces, pero no escucha a nadie —contestó Helena cómplice.

—Lo sé. Y te lo agradezco, tía.

—Tranquilo —dijo ella, y le sonrió para mostrarle su apoyo—. Algo habrá que podamos hacer.

Y espoleó su caballo, acelerando el paso.

Cuando Helena y Álvaro se despidieron, ella siguió río arriba, para después dar la vuelta por el Cerro Pelado. Reseguía tranquila la ribera cuando se encontró con cuatro aldeanas que lavaban la ropa en la orilla mientras charlaban vivamente. Debido al calor habitual de los meses de verano, se hacía insoportable la estancia en el interior de los lavaderos. Muchas veces aprovechaban y se llevaban a sus hijos para que jugaran en el río. Helena decidió detenerse e intercambiar unas palabras.

Mientras se aproximaba, observó cómo aquellas mujeres movían las manos en el agua con violencia. Sacudían los tejidos con sus palas, los frotaban con jabón y los aclaraban. Cuando estuvo cerca, amarró su caballo a uno de los troncos y después les pidió permiso para sentarse a su lado.

—¿Les importa? Hace tanto calor… —se dirigió formal a las mujeres.

—No, señora, claro que no —respondieron las lavanderas que, algo incómodas, habían cortado su conversación nada más verla aparecer.

La hija Casamunt se quitó los zapatos y se levantó el vestido para introducir los pies en el agua.

—Qué fresquita está… —dijo Helena con gesto simpático que intentaba romper el silencio. Se cogió las rodillas y se situó todavía más cerca de aquellas mujeres.

—¡Sí, señora, nosotras tenemos las manos a punto de perderlas! —dijo Marina, que, viuda, llevaba luto.

—No me extraña, cuánta ropa tienen ahí… ¡madre mía! Debe de ser un trabajo muy cansado.

—Es más duro en invierno. A veces tenemos que romper con la pala la capa de hielo que se forma en la pila del lavadero —respondió la viuda.

—Además, aquí podemos traer a nuestros chiquillos para que se bañen —subrayó otra señalando a los niños que ahora estaban subidos a un árbol; la mujer, extremadamente delgada, parecía la más enérgica de todas.

—¿Ésos son sus hijos?

—¡Sí! Bueno, no todos, claro. Esos tres del árbol —exclamó sin dejar de sacudir la ropa con su pala.

Helena sonrió simpática.

—Vaya, pues sí que se lo pasan bien.

Helena se dio cuenta del esfuerzo que estaba haciendo la muchacha que todavía no había hablado y de cuán gastadas estaban sus manos por el agua. Se miró las suyas, suaves y cuidadas, y se las acarició.

—Una mancha difícil de quitar, ¿verdad? —preguntó a la joven.

—Sí. Es la ropa del señor Roca. Dicen que a pesar de su tamaño es capaz de picar en los peores recovecos. Y así deja la ropa.

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