Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—¿El trabajo está hecho? He oído que ha muerto alguien —preguntó el hombre a caballo.
—Está empezado. Habrá un alto de varios días. Lo de la muerte ha sido necesario aunque inesperado —respondió Bogart en un gesto de fastidio.
—Poco importa. Toma, esto es para ti. Cuando consigas algo más definitivo, te daré lo que falta —dijo el hombre mientras alargaba una pequeña bolsa al obrero.
—Está bien, míster Dawson.
Rosendo
Xic
esperó estirado todavía unos instantes hasta que el caballo hubo desaparecido por completo tras una de las lomas. Bogart arrancó a andar en dirección contraria. Al joven Roca el frío le había subido por el espinazo y se le iba prendiendo en los pulmones. Volvió a maldecir el absurdo tropezón.
De repente, Bogart se dio la vuelta en su dirección y escrutó todo el espacio para ver si algo se movía. Rosendo apretó la cabeza contra la hierba para evitar hasta el sonido de la respiración. El escocés se volvió de nuevo y reanudó su andar, alejándose. Rosendo
Xic,
esta vez sobre aviso, esperó paciente hasta que Bogart desapareció y se levantó dispuesto a deshacer el camino que lo había llevado hasta allí.
Al llegar a la casa que ocupaban en New Lanark, fue directo a la habitación de su padre. Éste le recibió ataviado con un pijama amarillento bajo la luz del candil que portaba en la mano. Así vestido parecía un tanto inseguro y frágil. Por primera vez en su vida, lo veía mayor. En la otra cama, Henry dormía a pierna suelta, como mostraban sus ronquidos.
—¿Qué quieres, hijo? —preguntó Rosendo preocupado. Sabía que si no fuera importante, no lo molestaría a esas horas.
—He visto algo mientras paseaba. Bogart estaba parado en un camino esperando a un jinete. Cuando ha llegado le ha dado una bolsa, supongo que con dinero y le ha dicho que la siguiente entrega se la daría cuando consiguiese «algo más definitivo» —explicó Rosendo
Xic
poniendo el acento en esta última parte—. Lo ha llamado Dawson.
Rosendo no movió un músculo de la cara, con sus grandes ojos clavados en el rostro de su hijo. Tras unos instantes que al joven le parecieron eternos, finalmente habló.
—¿Dawson, estás seguro? Es el amo de la Scottish Wools. —Rosendo mostraba su preocupación y esperó unos instantes antes de preguntar—: ¿Lo sabe alguien más?
—He venido a verte directamente —confirmó Rosendo
Xic.
—No se lo digas a tu hermano ni a Henry. ¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó Rosendo enigmático.
—Bueno, eso venía a consultarte. Han hablado de una muerte «necesaria»—contestó el hijo.
—Estamos en una tierra extraña, yo ni siquiera conozco el idioma. Tú los has visto, deberás encontrar tú la respuesta.
—No estoy seguro de que…
—Inténtalo. No tengas prisa y acabará por aparecer. Ahora vete a dormir. Mañana será un día duro.
Rosendo Xic salió con una extraña sensación de abandono y se fue a su habitación. No durmió en toda la noche.
En el entierro de Stephen el ambiente estaba dominado por un silencio pesado. Los obreros mantuvieron un mutismo ejemplar mientras los sollozos de la viuda lo llenaban todo. Rosendo, por primera vez, comprendía sin necesidad de traductor: los sentimientos son universales.
Rosendo
Xic
siguió con interés a Bogart que, como el resto de los trabajadores, se mostró duro y reconcentrado.
Cuando el funeral se hubo celebrado, el joven Roca interceptó a John, el contramaestre encargado de su formación. La conversación fue reservada y escueta. Rosendo
Xic
le anunció que el accidente podría deberse a un sabotaje. Lo demás fue saliendo forzado por las preguntas de John.
A la mañana siguiente el sol amaneció por entre las nubes tiñendo de escarlata el inicio de la jornada. Todavía se mantenía el día de duelo y nadie en las inmediaciones de New Lanark se había levantado. Todo parecía inmóvil, congelado, hasta que la llegada de un carro rompió la inactividad y sembró de espanto el pueblo. Los obreros se asomaron y al ver la repugnante presencia salieron desconcertados y furiosos a la calle.
Cuando el carro se paró frente a la oficina de Walker, ya se había congregado un ejército de obreros. Eran visibles dos postes de madera que se unían entre sí por medio de una alambrada de afiladas puntas. Los cables metálicos desaparecían entre la ropa y la sangre de un cuerpo hecho jirones. Todos reconocieron enseguida el cadáver de James Bogart. Estaba totalmente pálido, con los ojos abiertos como una muñeca de porcelana. En el cuello, un corte terrible lo recorría en oblicuo desde la clavícula hasta donde nacía la mandíbula. El cuerpo estaba completamente empapado de sangre.
Walker salió de la oficina al escuchar el ruido de la comitiva. Bajo el umbral de la puerta pudo ver el grotesco espectáculo. Allí parado recibió las explicaciones del conductor:
—No he podido separarlo del alambre. He tenido que arrancar la empalizada para poder traerlo. He pensado que antes de que lo vea su hermana, quizá deberíamos adecentarlo —dijo el hombre del carro con la voz apagada.
—Has hecho bien. Llamaremos a la policía para que se encarguen del caso. ¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Walker, prudente.
—Estaba cerca de la granja Dawson, los propietarios de…
—Ya sé, ya sé —interrumpió Walker.
Rosendo
Xic
permanecía con la cabeza baja. No podía dejar de pensar en la parte de responsabilidad que le tocaba cuando su mirada se cruzó con la de John durante un segundo porque éste también apartó la suya rápidamente y miró al suelo. No parecía arrepentido; quizá triste porque otra muerte había ocurrido entre los trabajadores de la fábrica. Entonces notó una mano en su hombro que lo reconfortaba. La mano grande de su padre reposaba sobre su espalda y le devolvía la seguridad que le empezaba a fallar. Se sintió comprendido y apoyado de nuevo. Cerca de ellos, un trabajador empezó algo que pretendía ser una protesta. enseguida el diálogo hizo aparecer la duda y la sospecha en New Lanark.
—No puede ser que alguien se enganche así en una alambrada.
—También es muy extraño que estuviese tan cerca de la granja de sus antiguos jefes —contestó otro—. Igual en sus bolsillos encontramos todavía la paga por sabotearnos. Y seguro que cerca de la alambrada está la botella de whisky que justifica la torpeza.
El tono de ambos era bajo pero mostraba una confrontación clara. Parecían estar en un campo magnético en el que en vez de repelerse los polos, se contrarrestaban. Ambas teorías parecían ir amplificándose y neutralizándose una a la otra. Al final, la multitud se retiró como había llegado, en silencio.
Hacia el mediodía, cuando todo quedó en calma, Walker salió de su despacho y colgó un comunicado escrito en letras de imprenta. En él se decretaban dos nuevos días de luto. Declaraba también que, pese a no serlo, consideraría como accidente laboral la muerte de Bogart y la empresa concedería un subsidio a la hermana del finado.
Dos semanas después, las aguas comenzaron a calmarse. La monótona actividad diaria parecía situar la tragedia en un pasado remoto. Ese día Rosendo se dirigió a sus dos hijos durante la comida. Estaba presente también Henry, que engullía taciturno la comida sin reparar en ella. Sabía lo que iba a decir Rosendo.
—El deber nos reclama. Llevamos aquí algo más de un mes y tenemos desatendido nuestro negocio. Es momento de iniciar la vuelta —declaró sin preámbulos.
—Pero no es justo —protestó Roberto—, todavía nos queda mucho por aprender. Aún no sabemos ni la mitad de cómo funciona esto. Hay mil detalles que…
—Quizá no me he explicado bien —interrumpió Rosendo—. Cuando digo nosotros, me refiero a Henry y a mí. Vosotros os quedaréis aquí tres meses más. Gentileza inesperada de
míster
Walker. Espero que sepáis corresponderla con esfuerzo, agradecimiento y educación.
Una exclamación de alegría interrumpió el discurso de Rosendo. Roberto se avergonzó de su reacción inmediatamente.
—Disculpa, no es que no quiera volver, pero es que no me gusta dejar el trabajo a medias —se justificó Roberto.
—Claro, sobre todo si se llama Shawn y es de Perth —espetó Henry, provocando el azoramiento del más pequeño de los Roca.
Henry sacudió el pelo de Roberto y empezó a reír, contagiando con su risa al joven.
Una sombra cruzó la mente de Rosendo
Xic
al mirar a su padre, ajenos ambos a la alegría de los otros dos. Rosendo notó su inquietud y dirigió a su hijo una sonrisa de indulgencia. Le pedía perdón por haberle mostrado la crudeza de la moral y la rectitud. Rosendo
Xic
sintió un extraño vínculo amargo que lo ligaba con su padre. Finalmente, se unió a la fiesta y en tono serio añadió, dirigiéndose a Henry:
—Quizá hoy sea un buen día para tomar un té de los tuyos.
Y levantándose, cogió una botella de whisky del comedor y cuatro vasos.
Habían pasado poco más de dos meses desde que Rosendo partiera de la aldea junto a Henry y sus hijos. Los habitantes ya sumaban casi dos centenares y las disputas internas exigían en ocasiones mano firme. A Héctor el cargo de director se le antojó excesivo en un principio pero después de unos días había conseguido sobrellevarlo con dignidad. Sin embargo, la naturaleza de los altercados personales requería de otro temple. ¿Cómo mediar sin juez y castigar sin verdugo? La posibilidad de que la legalidad estuviera temporalmente suspendida aguzó los ánimos de algunos y cuestionó la paz vigente.
Había sido aquélla una tarde aún calurosa de finales de octubre. Elvira volvía de la mina después de trabajar doce horas en el lavado de carbón. Dirigiéndose a su casa, la chica caminaba cansada bajo la debilitada luz del crepúsculo cuando de repente desde las sombras escuchó la voz de un hombre que la llamaba. Por su tono parecía estar borracho.
—¡Eh, morena! ¡Ven, que quiero enseñarte una cosa!
La joven no quiso mirar para ver de quién se trataba, pero notaba sus pisadas cada vez más cerca. Aceleró el paso de forma progresiva hasta que sus pequeños pies empezaron a correr. Se tropezaba con las piedras que salpicaban el camino, invisibles por la falta de luz. Ataviada con una pañoleta que sujetaba con ambas manos, sentía el pulso cada vez más rápido.
—Morena, que no te voy a hacer daño.
Elvira corría con todas las fuerzas que le quedaban después de la dura jornada. Su larga trenza oscura golpeaba su espalda en un vaivén frenético, hasta que la mano enemiga le alcanzó el hombro y tiró de ella.
—Ven aquí, guapa. ¿Adónde vas tan deprisa?
Elvira respiraba acelerada sin soltar su pañoleta, cubriéndose los hombros y el pecho. Estaba asustada y su asaltante la sujetaba con fuerza de los hombros. La sacudía rudamente, como para hacerle entender sus palabras.
—No pasa nada, morena —empezó a susurrarle al oído—. Sólo quiero que me des un besito.
Con el rostro desfigurado pegado al suyo y ese aliento a vino que le robaba el oxígeno, reconoció al fin de quién se trataba. Era Gumersindo
el Rajas,
uno de los guardas. Se había trasladado al poblado junto con Pedro
el Barbas
y otros soldados a raíz del conflicto con los Casamunt. Ya había intentado acercarse a ella en anteriores ocasiones, aunque nunca de manera tan procaz. Entre sollozos, Elvira empezó a suplicarle que la soltara:
—Gumersindo, suéltame. Deja que me marche.
—Me gusta cómo pronuncias mi nombre. Repítelo.
—Por favor… —volvió a suplicar Elvira.
—Sólo si me das un beso, morena.
el rajas
insistió en su cometido y aproximó su cara a la de la joven, olisqueándola. Sus manos trataban de introducirse torpemente por debajo de la falda.
—Hueles bien… Tanto que podría comerte. —Su jadeo infecto obligaba a la chica a retirar su cara.
—Pórtate bien, morena… —advirtió al intentar apartar la pañoleta para llegar al escote.
En ese instante, Gumersindo
el Rajas
sintió que una mano lo cogía del brazo y tiraba de él hacia atrás con violencia. Sin tiempo para reaccionar, se vio tumbado en el suelo con la rodilla de Miguel Zenón presionándole la garganta.
—No vuelvas a tocarla, malnacido.
Miguel era minero, prácticamente había crecido allí. Su familia se trasladó a aquel lugar cuando sólo era un chiquillo. Ahora se había convertido en un hombre alto y fuerte que superaba en poco la edad de Elvira. La timidez lo había mantenido siempre alejado de ella. Aquella noche había observado a Elvira en la distancia y su curiosidad la había salvado.
el rajas
permaneció medio inconsciente en el suelo durante unos minutos. Había querido deshacerse de Miguel y había encajado un certero puñetazo. Cuando se incorporó, vio cómo el joven se alejaba del lugar con Elvira envuelta en sus brazos.
Al día siguiente después de comer, varios mineros descansaban antes de volver al trabajo. Una voz sorprendió al grupo bajo un árbol:
—¡Despierta, vago! —gritó tras propinar una violenta patada en las costillas de uno de los hombres.
Miguel distinguió una figura a contraluz. Se irguió con rapidez y trató de levantarse de un impulso. Pero el pie de Gumersindo
el Rajas
lo frenó en seco y le empujó de nuevo hacia el suelo.
—¡Quieto ahí! —increpó con violencia—. ¿Te suena esta postura? Parece que hoy se han vuelto las tornas…
Miguel resopló impotente.
—¿Crees que puedes enfrentarte conmigo y quedarte tan ancho? —gritó Gumersindo.
Miguel buscaba en silencio la manera de invertir la situación. Julián, Mario y otros que se encontraban por la zona observaban incrédulos la escena. Empezaron a increpar al Rajas.
—Déjale, el chico no ha hecho nada —exclamó uno de los mineros—. No nos gustan los matones.
Gumersindo se mantuvo en la misma posición, imponiéndose a los presentes. No podía dar marcha atrás sin parecer derrotado. Notó entonces un leve gesto del joven, como si quisiera romper a reír. Elevó el trabuco que llevaba colgado a la espalda, lo amartilló y lo apoyó en la mejilla del chico.
—¿Qué? ¿Ahora ya no te ríes? —Miguel prefirió no hacer ni un gesto, ni siquiera contestar. Los demás trabajadores también se callaron, pues
el rajas
parecía fuera de sí y no iba a entrar en razón con palabras amables—. ¿No tenéis nada que decir vosotros tampoco? —Se tambaleaba ligeramente y señalaba con la mano libre a los que miraban.