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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (41 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—¡¡Roberto!!

Rosendo
Xic
corrió hacia, la orilla, pero no pudo hacer nada. Roberto estaba siendo arrastrado por la corriente hacia la cascada.

—¡Agárrate a esa roca! —chilló mientras señalaba un pequeño escollo que se veía en medio del río. Roberto se sujetó a duras penas. El agua casi lo cubría del todo.

—Rosendo… —consiguió decir atragantado por el agua—, busca una cuerda… esta roca resbala…

Rosendo
Xic
dio vueltas sobre sí mismo sin saber muy bien qué hacer. «¿Dónde encontrar una cuerda por aquí?», pensó asustado. Mientras buscaba algo lo suficientemente grande como para que pudiera usarlo como asidero, comenzó a gritar:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Necesitamos ayuda! —Y dirigiéndose a su hermano—: ¡Aguanta, Roberto, por favor!

La corriente impedía que Roberto se pudiera sujetar firmemente a la roca, por lo que se hundía durante unos instantes para emerger de nuevo dando desesperadas bocanadas de aire. El frío comenzaba a atenazarle los miembros y sus manos resbalaban peligrosamente. Su hermano, desesperado, no encontraba nada con qué ayudarle. Unos críos que andaban por el bosque cazando pájaros se asomaron alertados por los gritos. Al ver a Roberto peleando en el agua, sus rostros se asustaron. Rosendo
Xic
cogió de los hombros a uno de ellos y le pidió que fuera corriendo a por ayuda, que estaba en peligro Roberto, el hijo de Rosendo Roca. Al oír el nombre del dueño de la mina, el chico se cuadró como si saludara a un militar. Salió corriendo disparado junto a sus amigos mientras voceaban pidiendo auxilio.

Tan sólo había transcurrido un momento cuando se escuchó el galopar de un caballo. Rosendo
Xic
casi solloza del alivio. Sin esperar a que se acercara, salió a su encuentro.

—¿Qué sucede, muchacho?

—Mi hermano… —Comenzó a balbucir con la voz entrecortada por los nervios—, ha caído al río… no puede salir, ¡la corriente lo arrastra! Por favor… —Y empezó a correr hacia la orilla.

Al ver al chico sujetándose a la roca, el jinete bajó del animal con una cuerda en la mano. Con habilidad, hizo un lazo que arrojó hacia el chico:

—¡Sujeta la cuerda!

Roberto la apresó con una mano.

—Ahora pásate el nudo por debajo del otro brazo —le indicó acompañando sus palabras de gestos para explicarle qué tenía que hacer. Después señaló a Rosendo
Xic
para que fuera a buscar al caballo.

Roberto se pasó el lazo bajo la axila. En la orilla, ataron la cuerda al pomo de la montura.

—Escúchame: ahora puedes soltar la piedra y agárrate con las dos manos a la cuerda. ¡Eso es!

Tras soltar la piedra, la corriente arrastró el cuerpo pero al mismo tiempo el caballo empezó a recular hacia el bosque, alejando a Roberto de la cascada y aproximándolo a la ribera. Impaciente por recuperar a su hermano, Rosendo
Xic
también tiró de la cuerda para tenerlo cerca cuanto antes. En cuestión de segundos, Roberto alcanzó tierra firme totalmente empapado y congelado de frío, mientras Rosendo
Xic,
lloroso, lo abrazaba. Soltó el abrazo cuando notó que le pasaban una cálida manta de viaje para cubrir a su hermano, quien ahora tiritaba de modo violento.

—Muchas gracias, de verdad. Acaba de salvar la vida a mi hermano —dijo Rosendo
Xic.

—¡Oh! No es nada, en realidad ha sido mérito de mi caballo —contestó sonriendo y dando unas palmadas en el cuello del animal—. ¿Te encuentras mejor, pequeño? —preguntó. Roberto asintió tratando de esbozar una sonrisa, aunque todavía estaba aterido—. Vamos, os llevaré a vuestra casa. Un buen tazón de algo caliente te irá muy bien, ¡ya verás!

—Eso no será necesario —interrumpió Rosendo Roca. Tras él estaba Ana, quien se abalanzó sobre su hijo.

Rosendo
Xic
se dirigió a su padre atropelladamente:

—¡Ella lo ha salvado, papá! Ha hecho un lazo con la cuerda y ha tirado el lazo y entonces Roberto lo ha cogido y…

Rosendo lo interrumpió con un gesto.

—Señora, le estamos muy agradecidos —dijo y le tendió la mano.

Helena Casamunt, sonriente, le dio la suya.

—Ya les he dicho a los niños que el mérito ha sido del caballo. —Después de soltar la mano del minero continuó—: Debo irme, me están esperando en casa. Mucho gusto en conocerte. —Acarició el pelo de Rosendo
Xic—.
Y a ti espero que la próxima vez que nos veamos estés más seco —añadió dirigiéndose a Roberto y guiñándole un ojo.

Roberto sonrió a la par que le dio las gracias. Ana se incorporó y le dio también la mano. Helena, tras guardar la cuerda, se subió al caballo y se alejó del lugar al paso.

—Quién nos lo iba a decir —susurró Ana a su marido—, debemos la vida de nuestro hijo a Helena Casamunt.

Rosendo miraba con el ceño fruncido el rastro ya lejano de la señora cuando Ana, ayudando a su hijo a ponerse en pie, comentó:

—¿Quién sabe? Igual se ha cansado de atosigarnos. Dicen que a veces la gente cambia, ¿verdad?

Capítulo 52

Durante los años siguientes y de manera casi imperceptible la dicha fue instalándose en el poblado de la mina. En la comarca no había día que se dejara de comentar la bonanza del pequeño municipio dependiente de Runera ubicado en los dominios de la familia Casamunt. Los planes de Jubal Fontana para aumentar la seguridad en la mina habían evitado, hasta el momento, nuevos derrumbes con víctimas mortales. Las mejoras urbanísticas, como la construcción de una alcantarilla abierta, habían aumentado los niveles de salubridad, sobre todo si se comparaban con otros poblados de la zona. A pesar de esas mejoras, la aldea del Cerro Pelado no era inmune a todo y en 1854 sufrió las consecuencias de la nueva epidemia de cólera que castigó brutalmente a toda la península y, en Barcelona, vació la ciudad.

Tal fue su virulencia que en poco más de un año murieron doscientas mil personas en todo el país, por lo que el miedo a ser contagiado llevó a muchos ciudadanos a alejarse de la capital para buscar refugio en el campo. En realidad, en muchos pueblos la mortalidad fue mayor en proporción, pero en las ciudades se hacía más patente el alto número de enfermos y de fallecidos. El pánico al contagio era tal que incluso había familias que dejaban a uno de sus miembros gravemente enfermo en la calle, tumbado sobre un ataúd abierto, a la espera de que las autoridades se lo llevaran una vez hubiera fallecido.

En el Cerro Pelado, el fomento de la higiene comenzado en su tiempo por Emilia Sobaler y continuado por Salvador Lluch, evitó el desastre, aunque no se pudo eludir la enfermedad.

Al llamar a la puerta, Salvador Lluch hizo pasar a Rosendo con gesto apesadumbrado. Estando como estaba avanzada la epidemia, no le sorprendió la visita de Rosendo Roca. Venía a preguntar cómo se encontraban los trabajadores que el boticario estaba tratando.

—Son fuertes, y confío en que podrán salir adelante. Aunque…

El boticario vaciló. Estaba a punto de inmiscuirse en los asuntos laborales del negocio de Rosendo, y eso iba contra su habitual discreción. Pero debía hacerlo.

—El problema, Rosendo, es que comienzan a ponerse enfermos y siguen acudiendo al trabajo.

—Yo no obligo a nadie a trabajar. Si se encuentran mal, pueden quedarse en casa —se defendió.

—Ya, pero ellos cobran por jornada y por carbón extraído. Si no acuden, no cobran, y no pueden alimentar a su familia.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Deberás disculparme, me pone muy violento decirte algo así, es… es como si me estuviera metiendo donde no me llaman.

Rosendo lo conminó con gestos a que continuara, tranquilizándolo. Salvador tomó aire antes de proseguir:

—Ya sé que es un gasto que ningún empresario asume, pero deberías considerar la posibilidad de que cobren algo si caen enfermos, al menos para poder comer. Muchos de los enfermos que estoy tratando, si no todos, no estarían tan graves si desde el primer sintoma hubieran descansado. Considera que ese gasto te evitará que empeoren y que estén más tiempo después sin poder acudir a la mina, o incluso que puedas quedarte sin trabajadores —añadió Salvador con tono grave.

Rosendo asintió, aunque sólo contestó:

—Lo pensaré. ¿Alguna cosa más?

—Sí. Tengo un par de ideas para mejorar la limpieza. Por las noticias que llegan de Barcelona y otros lugares, estoy cada vez más convencido de que la epidemia se expande por falta de higiene. Me gustaría hablar con don Roque y sor Herminia y prepararles unas indicaciones que dar a los niños, para inculcarles una serie de hábitos. También podríamos hablar con sus madres para extender esa educación.

—Adelante, Salvador, en eso tienes las manos libres. Hazlo cuanto antes. Iría bien que redactaras también las ideas que consideres oportunas y nos las hicieras llegar. Intentaremos ponerlas en práctica. Gracias por tu ayuda y tu preocupación.

A media tarde ya se habían tomado medidas en la mina. Los hombres recibieron con alivio la decisión de Rosendo de pagar un sueldo de subsistencia a los que enfermaran durante la epidemia. Además, se les pidió que todos aquellos que notaran algún síntoma se pusieran cuanto antes en manos de Salvador Lluch. El recuerdo de las muertes acaecidas en la pasada epidemia, veinte años atrás, había acabado por decidir a Rosendo a aceptar la propuesta del boticario. No quería ver morir a más gente.

Tras los preparativos para el día siguiente, planificados con Jubal y Henry, Rosendo emprendió la subida hacia su casa, en la cima del Cerro Pelado. El sol acababa de esconderse detrás de las montañas, más allá de la mansión de los Casamunt. «A ellos no les afectan las epidemias, están aislados», pensó Rosendo en la penumbra escarlata del ocaso. Cuando entró en casa se dispuso a encender los quinqués. Le pareció extraño que nadie lo hubiera hecho antes. Al llegar al salón, Ana estaba sentada en una butaca, a oscuras, en silencio. Lo recibió con una cara de terrible tristeza.

—Tu madre también ha caído enferma. Está muy débil.

Una extraña sensación de zozobra recorrió el cuerpo de Rosendo, desde el vientre hasta la cabeza, como un fogonazo frío y azul. Sabía que eso podía ocurrir. Angustias se empeñaba en acudir a las casas de los más necesitados para ayudar en lo que se precisara, haciendo caso omiso de las advertencias. Pero, a pesar de todos los años que habían transcurrido desde que su salud se debilitara, a su hijo nunca se le había pasado realmente por la cabeza la posibilidad de perderla. Sin decir nada, se dirigió hacia la habitación. Allí, Salvador Lluch preparaba sus mezclas en el tocador, de espaldas a la enferma. Al alzar la cabeza en un gesto reflejo, sus ojos enturbiados por las lágrimas se encontraron con los de Rosendo. No necesitaron decirse nada más. Rosendo se quedó inmóvil en el umbral. Las articulaciones parecían no responder: quería acercarse a la cama pero no podía moverse. Finalmente, su cuerpo embotado empezó a desplazarse pesadamente. Cuando llegó a la cama y cogió la mano de su madre, que reposaba sobre las sábanas, se sintió hueco, vacío. No podía soportar que ella sufriera.

Ana observaba la escena desde un rincón. Su marido, derrotado, de rodillas ante el cuerpo de su madre, permanecía en silencio. A su lado, Salvador intentaba el milagro a base de experimentos a contrarreloj que sabía imposibles y que sólo atenuaban en cierta medida los síntomas. El boticario abandonó la estancia cuando ya era de noche, no sin antes dar varias indicaciones paliativas y prometiendo volver a la mañana siguiente. Cuando éste salió, Ana se derrumbó exhausta sobre el butacón que había hecho entrar en la sala mientras observaba a su esposo inmóvil.

Todavía no había amanecido, Ana se despertó de un sueño intranquilo. Rosendo seguía aferrado a la mano relajada de su madre. Al acercarse la extraña quietud de la enferma le hizo sospechar que algo no marchaba bien. Con tranquilidad, sacando unas fuerzas que Ana no sabía que tuviera, se acercó al tocador de Angustias y eligió un pequeño espejo de mano. Al volverse vio la escena desde cierta distancia y comprendió la desolación que se avecinaba. Se acercó de nuevo al lecho y, al colocar el espejo bajo las fosas nasales de Angustias, comprobó con horror que éstas no dejaban ningún rastro de humedad en el pulido vidrio: su suegra no respiraba. Cogió a Rosendo por los hombros y lo levantó con sumo cuidado, como un objeto delicado. Éste se dejaba hacer, estaba como hipnotizado. Lo sacó de la estancia viciada y lo acompañó a la cama. Una vez allí, lo desnudó y lo tapó con las mantas. Ana se desvistió con parsimonia, se tumbó junto a él y lo abrazó. Rosendo temblaba como si todo el frío del invierno se hubiera apoderado de él y no quisiera salir. Formaba un ovillo con el cuerpo y en esa postura de desamparo pasó un buen rato estremeciéndose hasta que finalmente, agotado, se durmió.

Ana se levantó entonces con cuidado de no despertarlo, se vistió completamente de negro y empezó a prepararlo todo. Mandó avisar a Salvador Lluch para confirmar lo que ya sabía y luchó para que no se le quebrara la voz mientras daba instrucciones para preparar la mortaja, el velatorio y el entierro.

25 de agosto de 1854

Acabo de enterrar a madre. Me he sentido terriblemente solo a pesar de Ana, de mis hijos y de mis amigos. Sé que no es justo, pero no he podido evitarlo. Estoy solo y vacío. Como si me hubieran arrancado las entrañas dejándome dentro sólo un hueco sin sentido.

Han venido todos. Han llenado de flores su tumba. Don Roque también. Parecía triste. De los Casamunt, que también han venido, sólo uno se ha atrevido a mirarme a los ojos y hablarme. Ha dicho ser Álvaro, el hijo de Fernando. Es la primera vez que lo veo.

Fui criado por una mujer querida, por una mujer buena. Por eso han venido todos, y me han hablado, y han querido darme su consuelo y su cariño a pesar de que no los veo ni los oigo.

Lo único que siento, lo único real, es su ausencia y mi dolor.

Capítulo 53

La industrialización evolucionaba más rápido que la sociedad que la impulsaba. Cientos de campesinos abandonaron el ámbito rural y se trasladaron a los núcleos urbanos de mayor desarrollo industrial. La vida en Barcelona no era tampoco fácil, hacinamiento de familias, jornadas laborales larguísimas que superaban aveces las setenta horas semanales y sueldos que no servían ni para poder comer todos los días configuraban el panorama cotidiano de los trabajadores industriales. Nacieron entonces las hermandades y las sociedades obreras con el propósito de promover la ayuda mutua y mejorar las condiciones laborales de la nueva clase social: el proletariado.

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