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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (43 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—Me protegen demasiado… A esta hora no hay ningún peligro. De hecho es más peligroso ir con vosotros dos… No, no, vosotros id a bañaros y pelead, que es lo vuestro.

Partieron lentos, cada uno en su montura, mientras se alejaban del Cerro Pelado. En cuanto comenzó la zona boscosa, Roberto miró hacia atrás estirando el cuello.

—Ya no nos ve nadie… —Y volviéndose hacia su hermano soltó espoleando a su caballo—: A ver quién llega primero.

Rosendo
Xic,
como siempre, recogió el guante del desafío y arrancó rápido tras él. Anita, subida sobre su yegua, se puso las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, para gritar:

—¿Veis lo que os decía? ¡Sois unos brutos!

Anita, sin prisas, se fue adentrando en la espesura de la arboleda. Respiró hondo, la brisa mecía las ramas y aliviaba el fuerte calor del verano. Se decidió a bajar de la yegua para llevarla mansamente de las riendas mientras se acercaba a su lugar favorito: la sombra de un enorme y viejo roble.

Cuando llegó, ató el caballo a un árbol cercano y con cautela se sentó apoyando su espalda sobre el robusto tronco. Le gustaban esos momentos de quietud, de silencio sólo roto por los sonidos de la naturaleza, cuando podía dejar sus pensamientos divagar y sumergirse en ensoñaciones.

Pero el ruido de unas pisadas de un caballo acercándose la alertó. Muy despacio, se puso en pie para observar el bosque y de repente alguien apareció tras el árbol:

—Buenos días, señorita —dijo una voz masculina.

Anita dio un respingo. Fue tal su expresión de espanto que el joven que la había saludado se mostró turbado y titubeante.

—Oh… Di… disculpe usted, señorita. No… no pretendía asustarla —dijo mientras se llevaba una mano al pecho.

—Pues lo ha hecho… —replicó Anita un tanto molesta.

El joven de pelo rubio y piel pálida se bajó del caballo.

—Le ruego perdone mi inexcusable torpeza. No sabe cuánto lamento haberla importunado. Hace poco tiempo que estoy de regreso por estas tierras y este lugar es mi rincón favorito. No esperaba encontrar a nadie porque las veces que he venido he podido disfrutar de la soledad.

A la hija de Rosendo Roca le llamaron la atención los exquisitos modales del joven, sus gestos humildes y sus ojos verdes como el cristal. Pensó que quizá se trataba del mismo chico desconocido que se había acercado a su padre cuando los Casamunt aparecieron durante el sepelio de su abuela Angustias.

—Espero que no le moleste mi indiscreción —continuó—, ¿suele usted frecuentar este viejo roble?

Anita, ante la pregunta del chico, infló los mofletes, miró hacia otros lados y dijo:

—Mmm… creo oír una voz, como si alguien me preguntara…

El joven la observó perplejo.

—Pero deben ser imaginaciones mías… —Y mirándolo de reojo añadió—: porque un caballero no querría iniciar una conversación con una dama sin haberse presentado antes, claro.

El joven se ruborizó a la par que sonreía con franqueza.

—Veo que hoy me levanté con el pie izquierdo. Debe usted pensar que soy un desconsiderado. Permítame enmendar mi error: mi nombre es Álvaro. —Tras una leve reverencia preguntó—: ¿Y el suyo?

—Anita —contestó ofreciéndole la mano, que Álvaro besó como mandaba la etiqueta, sin tan siquiera rozarla con los labios. Al verlo tan solícito, ella sonrió coqueta.

—¿Y decía usted que está de regreso?

—En efecto. Estos últimos años apenas he podido pasar por aquí puesto que he estado estudiando. Ahora he regresado después de obtener el bachiller en Salamanca.

Anita abrió los ojos, aunque moderó enseguida su muestra de curiosidad.

—He oído decir que es una ciudad hermosa, Salamanca.

Él asintió e hizo un gesto un tanto triste que emocionó a Anita y la indujo a preguntar:

—¿He dicho algo inoportuno?

El joven se recompuso enseguida y dijo con el rostro iluminado:

—¡Oh, no, no! Discúlpeme de nuevo, es sólo que… En fin, a mí me hubiera gustado seguir estudiando allí pero… las obligaciones familiares me reclaman.

Anita se descubrió mirándolo compasiva.

—La familia es lo primero, ¿verdad? —sostuvo en un tono que pretendía ser firme.

—Sí, claro… aunque… bueno, no quiero contradecirla y menos hoy, que he sido tan torpe con usted. —Sonrió mostrando una perfecta dentadura blanca.

Anita se lo quedó mirando durante un par de segundos. Sabía perfectamente lo que ocurriría a continuación; aun así buscó la reacción del joven:

—Pero… ¿por qué…? ¿Qué familia es la suya?

El joven tragó saliva.

—Mi apellido es Casamunt. Soy hijo de Fernando Casamunt.

A pesar de que simplemente confirmaba sus sospechas, un velo de tristeza nubló el rostro de Anita.

—Ah… un Casamunt…

—¿Y usted? —preguntó rápido Álvaro.

—Yo soy Anita Roca, hija de Rosendo Roca.

La sorpresa del joven sí fue mayúscula.

—¿Rosendo Ro…? ¿El minero? —Ante la respuesta afirmativa de Anita, prosiguió—: Vaya, siempre he creído que ese hombre es de admirar por lo que ha sido y es capaz de hacer. Y, desde hoy, más todavía, siendo como es padre de tan hermosa criatura.

Anita levantó las cejas, sus mejillas se tornaron del color de la fresa y se le escapó una sonrisa traviesa. No estaba acostumbrada a ese tipo de halagos y no pudo evitar que se le notara a pesar de los esfuerzos que hizo por disimularlo.

—No sea zalamero; sabrá usted que existe un conflicto familiar de por medio.

Álvaro la tomó de la mano ante la sorpresa de Anita, que lo miró desconcertada, como protestando por su descaro. Los ojos de Álvaro, posados sobre los de ella, la miraron intensamente. Con voz serena y franca, le dijo:

—Yo no soy como ellos, Anita. Créame.

Anita invirtió un largo instante en mirar el fondo de aquellos ojos brillantes. Finalmente, relajando el gesto y sonriendo con dulzura, respondió:

—Lo creo.

Capítulo 55

Sentados en el porche sobre unas cómodas sillas, Rosendo y Henry departían amistosamente ante unas tazas de té. Era una de esas raras tardes cálidas de otoño propicia para disfrutar de la madurez y de los años trabajados. Rosendo atisbaba la relajación y la dicha de una vida ociosa.

—Está delicioso este té. Nosotros ponemos la idea y el mundo la materia prima —dijo Henry levantando su taza y observando con deleite los reflejos dorados.

—Tienes razón, Henry —asintió Rosendo.

—Los británicos todo lo resolvemos calentando agua. Mira la máquina de vapor —se sonreía el escocés de su ocurrencia.

—Hablando de eso, quiero que me cuentes más cosas de… ¿«Niu Lana» se llamaba?

—New Lanark —lo corrigió Henry haciendo gala de su marcado acento escocés—. Creo que ya lo sabes todo. Era una fábrica textil que se creó en el siglo pasado, al lado de un pueblo llamado Lanark. Como la fábrica creció más que el pueblo, en la ampliación construyeron casas para los obreros siguiendo las directrices de Robert Owen, su auténtico impulsor. Al nuevo asentamiento lo llamaron «New Lanark». Ahora tiene unos dos mil habitantes entre los trabajadores y sus familias. Tienen escuela para todos, hay médicos que los atienden y jornadas de trabajo más reducidas.

—Casi como nosotros en la mina —argumentó Rosendo con satisfacción—. Aunque somos menos y no nos llamamos Nuevo Runera.

—Todavía le podemos poner nombre, aunque, que yo sepa, todos lo llaman Cerro Pelado. —Sonrió Henry—. ¿Sigues con la idea de crear una fábrica textil?

Rosendo se tocó la barbilla y soltó con seguridad su respuesta.

—Sí, pero antes necesito informarme bien. Lo he pensado mucho. La competencia del carbón foráneo es fuerte. ¿Cuánto hace que no firmamos nuevos contratos? Además, la mina es dura y de un modo u otro cada año se cobra sus víctimas.

—Es cierto, aunque hasta ahora no nos ha ido mal —apuntó Henry.

Rosendo asintió:

—Pero la fecha del último pago a los Casamunt se va acercando y a este paso no lo podremos hacer efectivo. Mis hijos se quedarán sin nada y esos señores se apropiarán de nuestro esfuerzo.

—¿Y qué propones? ¿Quieres conocer la fórmula escocesa para hacer lo mismo aquí? —inquirió Henry mientras enriquecía su té con unas gotas de whisky.

—¿Has investigado? ¿Conoces otra experiencia más cercana o mejor?

—Definitivamente no —indicó rotundo Henry.

—Yo todavía recuerdo la huelga de Barcelona. Eso no nos puede pasar aquí. Tal como lo cuentas, en esa fábrica parece que han conseguido las dos cosas, ser rentables y que los trabajadores estén contentos. Debemos ir a Escocia —concluyó Rosendo mientras apuraba su taza de té.

Ambos hombres se miraron con una sonrisa cómplice. Se sirvieron de nuevo y continuaron bebiendo en silencio. Se oyeron risas en la parte trasera de la casa, eran los chicos jugando, seguramente con su madre.

—Ana está pletórica, le sientan bien los años —comentó Henry tras soplar el té caliente.

—Se lo debo todo. Y los niños la adoran. Todo el mundo la quiere.

—¿Y si…? —Henry demoró un tanto la expresión de su idea, como si la estuviese articulando mientras la expresaba—. Se me acaba de ocurrir, Rosendo, pero ¿qué te parecería que los chicos viniesen también a Escocia? Les vendría muy bien conocer un país diferente, con otras costumbres.

—No creo que sea un viaje familiar… —dudó Rosendo.

—No me refiero a unas vacaciones —respondió Henry—. Tienen edad suficiente para saber qué quieren en la vida y tarde o temprano deberán decidirse. Cuantas más cosas conozcan, más posibilidades de elección tendrán y con más garantías afrontarán el futuro. Además, los dos saben inglés. ¿Quieres cederles la explotación y lo que pretendas construir en el futuro sin ni tan siquiera preguntarles? Ésta puede ser una buena ocasión para comprobar si valen para el negocio, si tienen interés y capacidades para tomar las riendas de nuestra empresa.

—Parece razonable…

Tras un silencio, el minero añadió:

—Aunque ya veo adónde vas, lo que quieres es deshacerte de mí, quieres que mis hijos sean los traductores de este minero en tierras lejanas —dijo Rosendo por encima de la taza a su interlocutor, dando enseguida un largo trago para ocultar la sonrisa de esa suposición más que dudosa.

Henry rió y continuó imaginando:

—Volviendo al viaje… si vamos con los chicos, quizá deberíamos esperar un poco.

—Bueno, así lo prepararemos mejor.

—Y todavía podríamos hacer más. Rosendo, creo que deberías empezar a contar con ellos para algo más que para hacer recados. Si vamos, por ejemplo, el verano que viene a Escocia, tienen todo un año para ver cómo se trabaja aquí y qué podemos adoptar de las maneras de allí. Sería muy adecuado que adquirieran una mínima experiencia que les haga conocer el terreno que pisan.

—No tenía previsto que trabajaran en la mina, aunque si lo crees necesario…

—No, no es eso, Rosendo. Pensaba, por ejemplo, que podrían acompañarme a mí en los encuentros con los clientes, a Jubal en sus labores de ampliación y construcción, y a Héctor en el día a día en la mina. Podrían ir contigo y ayudarte en la gestión, también cuando vayas a ver a Pantenus… Les falta poco para entrar en la edad adulta y están ansiosos por ser tratados como tales. —A medida que hablaba, Henry empezó a notar más calor: el whisky había comenzado a hacer efecto—. En definitiva, que creo que ya están preparados para la última fase de su educación, la de la vida laboral, y que nos corresponde a nosotros invitarlos a su ingreso.

—Estoy de acuerdo.

—Perfect!
¿Otro té? —preguntó Henry mientras sostenía la botella de whisky y guiñaba un ojo.

—¿Podemos hablar un minuto, Héctor? —preguntó Rosendo, educado.

—Claro, Rosendo.

—¿Cuántos años llevas ya aquí, en la mina?

—Pues pronto hará veinticinco años que empecé. —Un gesto de preocupación empezó a tomar forma en la cara de Héctor, intrigado por las preguntas que le dirigía su jefe y amigo.

—Y has pasado por todas las fases —arguyó Rosendo.

—Sí. Empecé picando con Raúl, Toni y el Zampas y durante estos años he hecho de todo.

—De todo, en efecto, lo único que te falta es dirigirla, ¿no?

—Para eso espero a que os retiréis tú y Henry —dijo Héctor intentando quitar importancia a una conversación que lo intranquilizaba. Pero la sonrisa se le congeló en el rostro al ver a Rosendo imperturbable.

—En uno o dos veranos nos iremos por una larga temporada Henry y yo. Tú te quedarás a cargo de la explotación —soltó Rosendo de improviso.

—Pero… ¿cómo voy yo a…, cuándo tendré que…? No lo entiendo —balbuceó Héctor.

—Podrás hacerlo.

Y tras estas palabras, dio la vuelta sobre sus talones y se alejó dejando al encargado con la boca abierta en mitad de la explanada contigua a la mina.

Capítulo 56

En los dos últimos años, Anita y Álvaro, enamorados desde el mismo instante en que se conocieron, robaban minutos al reloj para poder pasarlos juntos. Fueron en todo momento cautos y discretos, conscientes de la animadversión existente entre las dos familias. Tenían la certeza, de todos modos, de que no hacían nada malo y con el tiempo buscaron la aceptación de sus familiares. Fue Anita quien dio el primer paso: insistió tanto que al final consiguió que su padre cediera y aceptara invitar a cenar a Álvaro. El resultado fue desastroso. Sentados a la mesa, Rosendo se había mantenido en silencio desde que se sirvió la comida hasta que terminó. Después de los postres los comensales se fueron levantando uno a uno sin decir nada ante la tristeza de Anita, la evidente incomodidad del joven Casamunt y la cómplice pesadumbre de Ana, quien se sentía impotente ante sus vanos intentos de aparentar naturalidad.

Tras esa cena, la pareja llegó a plantearse incluso terminar con su relación. Les resultaba agotador tener que verse casi a escondidas y su futuro era más incierto que nunca. Álvaro pensaba que, dadas las circunstancias, no le hacía ningún bien a Anita: nunca podrían casarse y ella merecía a alguien que fuera aceptado por sus seres queridos. A pesar de que nada les favorecía, no pudieron evitar seguir viéndose, entregados como estaban al presente.

En ocasiones, sin embargo, como aquel día de septiembre de 1857, parecía que los ánimos y la paciencia se agotaban. Anita y su madre se encontraban cuidando del huerto que tenían junto a la casa del Cerro Pelado, una forma no sólo de conseguir alimentos, sino de recordar sus orígenes.

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