Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—No entiendo por qué papá odia a Álvaro.
—No lo odia, sólo se preocupa por ti.
—Siempre decís lo mismo. Si se preocupara de verdad por mí querría que yo fuera feliz. Y lo mismo digo de Rosendo
Xic
y Roberto.
—No es para tanto, son buenos chicos —justificaba Ana.
—¿No es para tanto? Pues el otro día estaba paseando por el mercado con Álvaro y al cruzarnos con tus «buenos chicos» —gesticuló la joven con sus manos— le negaron el saludo y susurraron comentarios despectivos.
Madre e hija recogían las verduras y hortalizas maduras, una de las muchas tareas que disfrutaban haciendo juntas, Ana lo había hecho durante muchos años para ayudar a su madre y le agradaba compartir ese hábito con su hija. No hacía más de dos años que Amelia y Esteve habían fallecido casi al mismo tiempo. Esteve se marchó de este mundo por un problema de corazón y al día siguiente del entierro, Amelia ya no despertó de su sueño. Parecía que había decidido reunirse con él. A Ana, que pasó un período desolada por la doble pérdida, le parecía una deliciosa historia de amor y no deseaba para ella más que lo que había visto en sus padres. En la casa del Cerro Pelado guardaba una multitud de cajitas y figuras de barro que Esteve Massip le había ido regalando a Amelia a lo largo de toda una vida como alfarero.
—¿Qué clase de comentarios? —preguntó Ana curiosa.
—Pues calificativos como «principucho» y otras cosas peores.
—No les hagas caso. A veces pueden ser un poco brutos. —¿Y papá? ¿También es bruto? Porque él no llega ni a hablarle —exclamó resentida.
—No digas eso —contestó Ana—. Tu padre te adora, pero la familia Casamunt nunca se ha portado bien con él.
—Helena salvó a Roberto de ahogarse cuando sólo era un niño, ¿recuerdas?
Bajo el cálido sol de septiembre, la madre estaba recogiendo pimientos rojos agachada con su canasto y Anita la acompañaba de pie.
—Hoy le diremos a Paquita que prepare pimientos rellenos —susurró Ana mientras sostenía un precioso ejemplar entre sus manos.
—No cambies de tema, mamá —insistió la joven enfurruñada—. Helena ha demostrado que, después de todo, es buena. Y Álvaro tampoco tiene nada que ver con el resto de esa maldita casta. Es injusto que lo juzguéis sin conocerle.
—Ya lo sé, Anita, ya lo sé. Mira —continuó cogiéndola del brazo—, no te preocupes. Te prometo que intentaré hablar con tu padre a ver si le hago cambiar de opinión.
La hija había empezado a dibujar media sonrisa cuando su madre añadió de forma místeriosa:
—Aunque si conocieses toda la historia, te darías cuenta de que las razones del corazón son incomprensibles.
—Soy toda oídos —Anita miró fijamente a los ojos de su madre.
—No vale la pena ponerse ahora a recordar tragedias. Recoge ese pimiento, que nos vamos —dijo para escabullirse.
—¿Tragedias? —preguntó Ana sorprendida tras escuchar esa palabra.
—Sí, tragedias. Pero no insistas, no te las contaré. No quiero que tengas malos sueños.
Cuando Álvaro entró en la mansión de los Casamunt, Fernando se hallaba en la sala de estar, fumando un cigarrillo mientras leía
Doña Urraca de Castilla,
de Navarro Villoslada, un retrato histórico escrito por un carlista militante. Valentín no estaba, probablemente se había ido a Barcelona, como aún continuaba haciendo a pesar de su decrépita vejez.
—¡Álvaro! —llamó Fernando—. ¿Dónde estabas? ¿Has visto la hora que es? —preguntó, altivo, mientras señalaba su reloj de bolsillo.
—Me he entretenido dando un paseo —respondió el joven sin levantar la mirada del suelo.
—¿Un paseo? ¿Con quién? No será con esa mosquita muerta de los Roca, ¿verdad? —preguntó, a la vez que le hacía un gesto de advertencia.
—Sí, con Anita —respondió Álvaro tratando de mostrar valentía al mantener la mirada de su padre.
—¿Qué? —Fernando se levantó de su asiento y se dirigió al chico mientras soltaba bocanadas de humo.
—Que he estado con Anita Roca —repitió el joven sin apartar la mirada.
—¿Cómo te atreves? No me repliques —se descargó contra él.
Álvaro bajó la mirada al suelo y se disculpó.
—Lo siento, padre. —Su tono era el mismo que dirige un soldado a su superior cuando éste le exige algo.
—No quiero que vuelvas a ver a esa chica —continuó Fernando cuando se dio cuenta de que su hijo empezaba a ceder—. ¿Me oyes?
Álvaro no respondía.
—Te he preguntado si me oyes —insistió Fernando entre humo.
—Le oigo, pero no haré lo que me pide. —Álvaro levantó la mirada y la enfrentó nuevamente a la de su padre.
La bofetada que le dio Fernando le giró la cabeza con violencia. Álvaro apretó la mandíbula y se mantuvo en silencio mientras su padre procedía de nuevo con sus amenazas.
—Sí que lo harás, claro que lo harás. —Y dicho esto, Fernando se dio media vuelta y volvió a sentarse en su butaca.
Álvaro aprovechó que su padre le daba la espalda para marcharse. Subió las escaleras y se encerró en su dormitorio. Sentado en la cama, profundamente apenado, rememoró la brutalidad con la que su padre acababa de tratarlo. Se tumbó para llorar desconsoladamente. La ira bañaba su cara y su corazón. Al poco, alguien llamó a la puerta y se incorporó de un impulso.
—Álvaro, ¿puedo entrar?
Era Helena.
—Pasa —contestó secándose la cara con la manga de su camisa.
Ella entró con sigilo para sentarse junto a su sobrino.
—¿Cómo estás?
—Odio a mi padre —habló al fin.
—Es normal que te sientas así. A veces puede ser muy testarudo.
—Me gustaría marcharme de aquí con Anita y abandonarlo todo —masculló el joven con la mirada ida—. Así podríamos estar juntos sin que nadie nos molestara.
El silencio duró pocos segundos. enseguida, Helena aprovechó la confesión del joven para hacer también la suya.
—Entiendo por lo que estás pasando —le dijo mientras sacaba el pañuelo que nacía en el puño de su manga.
Álvaro giró su cabeza y la miró confuso.
—¿A qué te refieres?
—Al dolor que estás sintiendo. Al amor que sientes por Anita.
—¿Te pasó lo mismo con el barón de la Masanía? —preguntó el joven extrañado.
—¡No! —respondió Helena abriendo mucho los ojos, lo cual hizo sonreír levemente a Álvaro.
—Me lo imaginaba.
Helena le devolvió la sonrisa y después recuperó su tono solemne.
—Voy a confiar en ti, Álvaro. Sé que puedo hacerlo… Cuando yo era joven, estaba muy enamorada de Rosendo, ¿sabes? —dijo con voz afligida sin mirarlo a los ojos.
—No, no lo sabía.
—Pasaron muchos años en los que cada vez que nos veíamos… era como si saltaran chispas entre nosotros.
—Entiendo —condescendió Álvaro.
—Ni tan siquiera me planteé casarme con él, porque era un campesino y yo una señora de la nobleza. Creía que hacía lo correcto cuando me casé con el barón. Después apareció Ana, la hija de un artesano. Y se casó con ella. Fue entonces cuando me di cuenta de mi terrible error… —Su voz se quebró.
—Lo siento, tía Helena. No sabía nada.
Helena se volvió con los ojos llorosos para comprobar que mantenía la atención de Álvaro. El joven se dio cuenta de que el tiempo había hecho estragos también en la piel de su tía, cuyos pliegues ya cubrían gran parte de sus angulosas facciones. Su imagen, en aquel momento, se le antojó conmovedora. Ella le cogió la mano y, tras esbozar una temblorosa sonrisa, continuó:
—Por eso sé lo mal que lo estás pasando. Y por eso te voy a ayudar. Bueno, os voy a ayudar, a ti y a Anita. No quiero que te pase lo mismo que a mí.
Entonces, el joven giró la cabeza, sorprendido en dirección a su tía. Inspiró aire como si acabara de llevarse un susto, se abalanzó sobre ella y la abrazó con sincero agradecimiento.
—Gracias —repitió una y otra vez—: Gracias, tía Helena.
Ella le correspondió en el gesto y, sustituyendo las lágrimas de su rostro por una mueca de orgullo, concluyó:
—Pero de esto, ni una palabra a tu padre.
Pantenus se volvió para indicarles el camino:
—Es por esta calle, la calle Riereta, amigos míos. Ya estamos llegando a Can Seixanta.
Tras el abogado iban Rosendo y sus hijos, quienes miraban embobados el más mínimo detalle del barrio del Raval, donde se congregaba la vida marginal de Barcelona y una intensa actividad fabril. Poco después, Pantenus hizo un alto, se quitó el bombín y se abanicó con él.
—Es aquí —dijo tratando de recuperar el resuello—, hemos quedado exactamente dentro de cinco minutos. El dueño de esta factoría, un excelente cliente y amigo, debe estar esperándonos. Él nos guiará por las instalaciones. Se llama Amadeu Seixanta aunque, a decir verdad —sonrió divertido—, nunca he podido averiguar si ése es su verdadero apellido o es un apodo que ha hecho suyo. En cualquier caso, es un tipo entrañable, ya veréis.
Pantenus les explicó brevemente que Can Seixanta era un complejo que abarcaba mucho más que las instalaciones que se disponían a visitar.
—Me consta que la misma máquina de vapor a la que proveemos de carbón alimenta de energía por lo menos a una tejeduría de lana, una fundición y varios talleres mecánicos, además de la hilatura —informó el abogado.
Los hermanos se miraron entre sí intrigados. Rosendo, por su parte, se mostraba tranquilo y concentrado. Pantenus tiró de la cuerda del timbre varias veces hasta que un hombre bajito y tocado con gorra abrió la puerta. El abogado explicó que tenían cita con el señor Seixanta y el hombre les hizo pasar. Bajaron unos pocos escalones y entraron en lo que era una especie de vestíbulo delimitado por paredes de madera con ventanas de cristales esmerilados. Dentro de ese vestíbulo, el ruido de las máquinas era tal que se hacía difícil mantener una conversación. El hombre, por señas, les dijo que esperaran allí mientras iba a buscar al señor.
Al cabo de pocos minutos la puerta del vestíbulo se abrió y Amadeu Seixanta sonrió al ver a Pantenus. Entraron todos en el vestíbulo y cerraron tras de sí la puerta, aliviando de este modo el ensordecedor ruido que parecía inundar la fábrica. Los dos hombres se dieron tres abrazos, algo que sorprendió sobre todo a Roberto, quien los miró con curiosidad ante la indiferencia de su padre y su hermano mayor. El dueño saludó efusivamente a cada uno de los Roca estrechándoles la mano con decisión.
—Los amigos de mi
hermano
son mis amigos, ¡bienvenidos!
Amadeu Seixanta era un hombre de pelo blanco, barriga prominente y papada generosa. Los carrillos lustrosos y encendidos, junto a la sonrisa perenne y el mostacho engominado, le daban un aire de burgués satisfecho y alegre. Con voz estentórea los invitó a salir del vestíbulo.
—Tras este pasillo verán nuestra sala de hilado. Allí están nuestras máquinas selfactinas funcionando a toda velocidad —les dijo elevando la voz.
—Pero… ¿esos artilugios no los prohibieron tras la huelga? —preguntó Roberto.
Amadeu hizo un gesto negativo con la mano.
—Sólo temporalmente, para calmar los ánimos. Pero no, hijo, este invento es imprescindible si queremos que nuestra industria sea rentable. ¡Tardan en hacer el proceso la mitad que las máquinas de antes!
Entraron en una gran sala diáfana salpicada por delgadas columnas de hierro. Llenando el espacio, decenas y decenas de mecanismos funcionaban a pleno rendimiento, cada uno con su operario correspondiente. Roberto se fijó que eran en su mayoría mujeres, mientras que los hombres parecían hacer reparaciones.
—En esta nave nos dedicamos a realizar el hilado. El algodón nos llega en balas —explicaba alzando la voz—, y una vez limpiado y peinado se convierte en copos. Después, con esos copos se hace el hilado que se acaba enrollando en bobinas. El hilo, entonces, ya está listo para ser transformado en tejido.
Antes de acercarse a la producción, Amadeu les ofreció algodón limpio para que se protegieran los oídos. Pasearon por entre los empleados y se detuvieron ante uno de los aparatos para admirar la habilidad de la operaría y la rapidez con la que la selfactina estiraba y retorcía el algodón hasta que lo convertía en un fino y resistente hilo. Mientras Roberto miraba absorto el dispositivo, Rosendo
Xic
dio una ojeada a su alrededor para calcular mentalmente cuántas máquinas había en el taller, la superficie empleada y su disposición en el espacio. Tras unos minutos paseando, el dueño les propuso subir por una escalera que llevaba a un falso segundo piso donde se hallaban los despachos.
Superada la entrada de cristal traslúcido, Amadeu Seixanta saludó a los que se encontraban en la oficina —contables y administrativos, según les explicó— para conducirlos hacia una puerta de madera maciza en la que se hallaba una placa dorada con su nombre. La abrió, les dio paso y, antes de cruzar el umbral, se dirigió a una muchacha para pedirle que les trajera café.
El espacioso despacho estaba presidido por una mesa de roble rodeada de cómodas butacas. Un amplio ventanal dejaba entrar abundante luz tamizada por varias persianas. Pantenus suspiró aliviado y quitándose los algodones dijo:
—¡Es impresionante el ruido de la modernidad!
Mientras Amadeu se colocaba en su lugar, los invitados se fueron sentando en los sillones. Al momento entró la joven con una bandeja con café y unas delicadas tazas de fina porcelana.
—Gracias, Mercedes, déjelo sobre mi mesa, aquí mismo.
La chica se mostró un tanto cohibida ante tanta presencia masculina. Roberto no dejó de mirarla hasta que recibió un codazo de su hermano. Mercedes dejó la bandeja y salió del despacho. Amadeu la siguió con ojos soñadores y una sonrisa feliz.
—¡Ah, si yo tuviera veinte años menos! —Y soltó un suspiro. Recuperando el gesto resuelto, comenzó a servir el café—. Bien, señor Roca, me ha comentado mi buen amigo Pantenus que, por lo visto, está pensando en ampliar su negocio hacia el mundo del textil, ¿no es cierto?
Rosendo Roca asintió.
—Pues considéreme a su disposición. Pregúnteme lo que quiera. Le debo agradecimiento porque su empresa me ha ayudado con condiciones de pago ventajosas cuando lo he necesitado. Eso me ha supuesto más apoyo de lo que pueda usted imaginar y yo no soy de los que olvidan.
Se hizo un breve silencio y antes de que Rosendo empezara a hablar intervino Roberto:
—Si me permite, señor Seixanta, nos gustaría saber muchas cosas sobre la maquinaria. Por ejemplo, ¿cuánto carbón es necesario para su funcionamiento? ¿Pueden estar en marcha las veinticuatro horas del día? ¿Qué tipo de mantenimiento requieren? ¿Se estropean con facilidad?