Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Cuando Helena escuchó el nombre sintió una punzada en el pechó que la hizo enderezarse. Instintivamente miró el cesto de aquella chica, que no debía tener más de quince años, y pudo ver un pañuelo con las iniciales «R. R.».
—Claro, es un gran hombre —continuó Helena—. Pero el señor Roca se fue hace ya días, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, todavía quedaban algunas prendas suyas por lavar —respondió azorada la chica.
Helena se puso en pie, se aproximó a la joven lavandera y se arrodilló junto al cesto en el que reposaba el pañuelo. Cogió una de las manos de la chica con dulzura y le dijo:
—Deben de dolerle, parecen muy resecas.
La muchacha la miró extrañada y se apartó con la mano que le quedaba libre los mechones que le caían sobre la cara.
—Una se acostumbra a todo —concluyó resuelta.
Las mujeres observaban estupefactas la escena.
—La uva y la clara de huevo van muy bien para la sequedad, ¿sabes? —le aconsejó con delicadeza.
—Vaya, gracias, señora. Es usted muy amable.
—No hay de qué.
Uno de los chiquillos cayó en ese momento sobre sus posaderas encima de una roca y sus amigos exclamaron entre risas captando la atención de las mujeres. Helena aprovechó para tomar con rapidez el pañuelo y esconderlo en el interior de su puño.
—Bueno, señoras, me temo que he de irme. Ha sido un placer charlar con ustedes.
Las mujeres se despidieron sorprendidas y encantadas por haber estado hablando con una Casamunt. Nunca antes lo habían hecho.
Días después, el verano aún se hallaba en su plenitud y a esas horas de la tarde los rayos del sol apenas conseguían atravesar la densidad que formaban los árboles del bosque.
—Estoy preocupado por mi tía —le dijo Álvaro a Anita mientras paseaban.
—¿Por qué?
—Tiene cambios de humor muy extraños. De pronto se pasa una mañana entera mirando al infinito por la ventana y al momento la encuentro animosa, exaltada.
—Es normal. Ha muerto su padre y su marido se ha marchado.
—No creo que sea ésa la auténtica razón. Helena nunca se llevó demasiado bien con mi abuelo y aborrecía al barón. Yo esperaba que más bien se sintiera… liberada.
—Entonces, ¿qué crees que le ocurre?
Álvaro respondió con un silencio.
—¿Álvaro? —insistió Anita.
—No lo sé. Verás, el otro día tenía algo en la mano…
Anita notó la inquietud en la respuesta de Álvaro y se paró en seco.
—Qué, dime —le preguntó mirándolo con curiosidad a los ojos.
—Un pañuelo.
Anita reanudó el paso. Caminaban bajo una zona de árboles cada vez más frondosos.
—Qué tontería. Ella debe de tener cientos de pañuelos…
—Es que ese pañuelo tiene unas iniciales bordadas: R. R.
—¿R. R.? ¿Estás seguro? —preguntó Anita frunciendo el ceño.
—Sí.
—¿Y por qué tiene tu tía un pañuelo de mi padre? —Anita, poco a poco, y de manera inconsciente, fue aumentando el volumen de su voz.
Álvaro se encogió de hombros y prefirió callar.
—¿Insinúas que mi padre y tu tía…? —Anita soltó la mano de Álvaro violentamente. Estaba enfadada y empieza a gritar—: ¿Cómo te atreves? Mi padre sería incapaz de hacer algo así. ¡Mi padre odia a toda tu familia! ¡Tú incluido!
—No te enfades, yo sólo te cuento lo que he visto. No digo que sean amantes, quizá simplemente ella todavía le ame. Mi tía estaba enamorada de tu padre antes de casarse con tu madre. Me lo confesó un día.
Anita se llevó las manos a la cara y se acarició la frente en un gesto pensativo. No sabía cómo responder.
—No entiendo nada, pero si ahora se odian…
—Yo tampoco lo entiendo, ¿por qué iba a tener un pañuelo suyo si ni siquiera se hablan?
—De todas formas, eso no significa nada —se excusó ella, dejándose coger de nuevo la mano—. Puede ser que lo haya encontrado y se lo haya quedado, o que simplemente se lo diera él cuando eran jóvenes.
—Claro, tu padre adora a tu madre, como yo te adoro a ti —le dijo a Anita dándole un beso en la mejilla y tratando de hacerle olvidar esa incómoda conversación.
Sin embargo, Anita no podía apartar de su mente un pensamiento: «Ella lo ama…»
En la estación de Edimburgo, Henry bajó del tren de un salto y con los brazos en jarra aspiró hondo, mirando a un lado y a otro del andén. Rosendo y sus hijos se apearon más lentamente. El sueño hacía mella en sus rostros después de todo el día de viaje. La oscuridad de la noche y la fuerte humedad aumentaban el cansancio. Henry encargó a un mozo el transporte del equipaje y consiguió un carruaje para dirigirse a la posada.
—Venid,
my friends,
os voy a llevar a un lugar donde se come de maravilla.
Todos asintieron en silencio. Desde la cabina del carruaje Henry señaló un espacio oscuro casi invisible a la derecha:
—A ese lado hay unos jardines maravillosos, The Princess Street Gardens. Lo increíble es que hasta mil ochocientos dieciséis esos jardines eran en realidad un pantano. ¡La de ranas que cacé yo ahí de niño…!
Mecidos por el traqueteo suave del coche de caballos, el cansancio y el hambre sumían los comentarios de Henry en un murmullo distante. Roberto rompió el sopor, directo:
—Henry, ¿qué vamos a comer? Y por favor, ¡dime que no será nada hervido! —exclamó con tristeza.
Henry rió de buena gana.
—No te preocupes, joven, donde vamos podrás hincar el diente a la exquisita ternera de Aberdeen, a deliciosos ahumados, a apetitosas empanadas de carne…
Ante tal repertorio, el pequeño de los Roca no pudo evitar que su estómago se quejase ruidosamente. Rosendo y Rosendo
Xic
miraron a Roberto, que se aguantaba la barriga con los ojos cerrados mientras Henry continuaba con la enumeración.
—Aunque Roberto, yo te recomendaría que probases también el
haggis,
algo muy típico de Escocia.
Roberto abrió los ojos, esperando la explicación sobre ese plato. Al ver que no llegaba, hizo la pregunta. Henry, esbozando una media sonrisa, contestó:
—My friend,
jamás se revela qué contiene exactamente el
haggis
hasta que está servido. ¡Ésa es la tradición!
Ya en la fonda los viajeros comieron con verdadera devoción. Henry porque volvía a probar platos de su tierra, a los que no paraba de dedicar elogios; el resto, por saciar un hambre feroz tras haberse alimentado principalmente de sándwiches desde que abandonaron Bilbao. Roberto fue el que más disfrutó con el
haggis.
Ante la mezcla de despojos cárnicos envueltos en tripa de oveja y puré de patata y boniato, Rosendo
Xic
comentó:
—Ni me quiero imaginar cómo vas a pasar la noche… —dijo con ironía mientras se tapaba la nariz.
Roberto, con los labios brillantes y la boca llena, contestó:
—¡Durmiendo felizmente!
Y coronó la frase con un eructo que provocó la risa de los cuatro.
A la mañana siguiente, Henry los despertó con sus gritos.
—¡Vamos, vamos, dormilones! Tienen que conocer Edimburgo, ¡arriba!
Rosendo y el hijo mayor se levantaron de un salto de la cama. Roberto suplicó que lo dejaran un poco más. Henry se le acercó y le dijo a la oreja:
—El desayuno está listo.
El hijo menor se incorporó de un brinco.
—¿Ya tienes hambre? —preguntó sorprendido Rosendo
Xic—.
¡Pero si anoche casi terminas con las existencias!
—Hay que reponer fuerzas, que hoy tenemos mucho que aprender, ¿verdad, Henry?
Henry asintió satisfecho. Se le notaba relajado y feliz, contento de estar de vuelta en su tierra después de tantos años.
Tras varias horas recorriendo las calles de la ciudad, Henry condujo a sus amigos a la Royal Mile, un conjunto de calles consecutivas entre el castillo de Edimburgo y el palacio de Holyroodhouse, la residencia de la reina Victoria en sus visitas a Escocia.
—Es un lugar lleno de actividad, repleto de tiendas, de tabernas… Allí se encuentra el mejor sastre de la ciudad —acarició la solapa de su abrigo—, tenéis que apreciar la calidad de la lana escocesa.
Comenzaron su andadura en la Royal Mile por Castelhill street. Los jóvenes admiraban ávidos los escaparates, las entradas de los hoteles; achicaban los ojos para curiosear por los cristales de las tabernas y procuraban prestar atención a las conversaciones que se producían a su alrededor, sonriendo con satisfacción porque ya lograban entender el idioma. A la altura de Lawnmarket, Henry les indicó con el dedo la entrada de un local.
—Primero, la obligación. Después, como os veo muy curiosos al respecto —dijo mirando a Roberto y Rosendo
Xic—
entraremos en uno de los
pubs
más antiguos del lugar.
Come on.
Sobre la estrecha puerta, un cartel rezaba escueto: «Keith Morrison». El local era pequeño, y estaba mal iluminado e impregnado con el aroma omnipresente de la lana. Tras un mostrador repleto de ropa, había un hombre mayor, algo encorvado, con el escaso pelo canoso y las gafas apoyadas en la punta de la nariz. Levantó el rostro de la tela que estaba cosiendo y con un sonido débil saludó a los visitantes. De entre el grupo se adelantó la figura alta y delgada de Henry.
—Míster Morrison, ¿se acuerda de mí?
Los ojos del sastre bailaban entre la figura rotunda de Rosendo, sus hijos y ahora Henry, a quien empezó a mirar detenidamente. Parpadeó varias veces y, de repente, su rostro mostró una amplia sonrisa.
—¡Henry Gordon! ¡Dios mío! Me dijeron que estaba en España. Pensaba que nunca más lo volvería a ver, ¡qué alegría!
Con paso renqueante salió de detrás del mostrador. Ambos hombres se dieron la mano y Henry explicó brevemente de dónde provenía mientras señalaba a sus compañeros de viaje. El sastre saludó a la familia Roca y Rosendo siguió atento la conversación, tratando de entenderla por el contexto y el tono.
Concluidas las presentaciones, Morrison, cinta métrica en mano, los hizo pasar uno a uno a la sala contigua, donde comenzó a tomar medidas. Mientras esperaban a que terminara con su padre, Roberto se fijó en una curiosa prenda que tomó entre sus manos. Cuando la desplegó comentó con sorpresa a Henry:
—No sabía que tu sastre también trabajara con mujeres. ¡Menuda falda!
Henry se sonrojó. En tono apagado arrancó la prenda de las manos y le dijo:
—Eso no es una falda. Es un kilt, nuestra prenda tradicional. Hace ya unos años ha vuelto a usarse tras estar un tiempo desterrada. Se usa sobre todo en ceremonias y en celebraciones importantes. Es elegante, confortable y en manos de un buen sastre, una prenda magnífica.
Transcurrió un buen rato hasta que el sastre hubo tomado las medidas de los tres foráneos. Henry comentó la urgencia del pedido y Morrison asintió con la cabeza: tenía patrones de todo. A un muchacho muy eficiente que le ayudaba y, aunque nunca le habían gustado las prisas en el trabajo, haría una excepción por ser él. Para agradecer su trato, Henry pagó por adelantado y Morrison se despidió contento.
—Bien, amigos —dijo cuando salieron a la calle—, lo prometido es deuda: vamos al Ensign Ewart, donde saciaremos nuestra sed con una refrescante cerveza de barril.
Al entrar en el bar, el fuerte olor del tabaco mezclado con los aromas de las bebidas y comidas aturdió un tanto a los jóvenes. El ambiente era ruidoso y la luz escasa. Rosendo
Xic
comentó a su hermano que curiosamente nadie había reparado en ellos: allí parecían estar todos a su aire.
Encontraron un lugar cerca de la barra donde Henry pidió una pinta para cada uno. Tras brindar haciendo chocar las jarras, comenzaron a beber.
—Nada para la sed como una auténtica cerveza británica, ¿eh, Rosendo?
Do you like it?
—Sí, no está mal…
—Ah, amigo mío, ya veo por dónde vas. —Y levantó la mano en el aire. El camarero llegó al poco con varios vasos y una botella. Henry continuó su explicación:
—Pero para disfrutar de veras tenemos siempre nuestro whisky, ¡la bebida nacional! Aquí encontraréis los sabores del país, el agua, los prados, las montañas, los cereales, la turba… Un solo sorbo de este whisky es capaz de transportarte al centro mismo de las Highlands.
Los hijos se sumaron también a los dos amigos y pronto los cuatro entablaron una conversación que aumentaba su volumen a medida que desaparecía el whisky.
Al salir, Roberto y Rosendo
Xic
caminaban abrazados, dirigiéndose efusivos elogios, como si hiciera años que no se veían. Henry, con las mejillas sonrosadas, reía de buena gana. Y Rosendo, por su parte, se mantenía firme, aunque con los ojos vidriosos. Continuaron su camino por la Royal Mile deteniéndose en un restaurante para comer algo. Una hora después, con el estómago lleno y un par de pintas de cerveza más, Henry decidió llevarlos por el río Forth. Era todavía temprano y necesitaban despejarse. Fueron bordeando el río al mismo tiempo que el día se oscurecía, nubes frondosas cubrieron de repente todo el cielo.
—Es algo típico del verano escocés, en un mismo día tenemos las cuatro estaciones —dijo Henry para añadir—: Creo que deberíamos resguardarnos.
Y entonces la lluvia empezó a caer con fuerza. Bajo un alero se refugiaron a la espera de que escampara. Al poco, comenzaron a sentir frío.
En cuanto el aguacero se detuvo, reiniciaron su ronda con paso vivo. La tormenta había bajado la temperatura y ahora soplaba un fuerte viento cargado de la humedad del mar. Encogido y con las manos bajo las axilas, fue Roberto quien señaló un bar en el camino.
—¿Por qué no hacemos un alto y nos calentamos ahí dentro?
Henry miró a Rosendo y al ver que éste asentía, entraron. Encontraron una mesa cerca de la chimenea. Allí los atendió el dueño y, al saber que venían de Barcelona, los agasajó con su mejor whisky.
—¿Y por qué está tan contento de vernos? —preguntó Rosendo, que se había percatado de la alegría del tabernero aunque no había entendido nada de su discurso.
—Parece que trabajó de marino y pasó por Barcelona en más de una ocasión. ¡Mejor para nosotros! —respondió Henry guiñando un ojo.
Un par de horas después, Henry convenció a sus compañeros de regresar a sus habitaciones.
—¡Vamos, Henry! No estés tan serio —dijo Roberto estirando las palabras.
A Rosendo
Xic
se le escapó la risa escuchando a su hermano.
—Hermanito —dijo apoyándose en su hombro—, no te lo tomes a mal, pero… ¡estás borracho!