Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Mi vida, no… Por favor, ¡no!… —repetía una y otra vez la primogénita de Rosendo Roca con un aullido desesperado, perdidas ya todas las formas, mesándose la melena que él solía acariciar, rota ya su vida y toda su ilusión.
La noche se cernió sobre la colonia y la aldea del Cerro Pelado. Había amainado definitivamente el calor y el aire empezaba a balancear los árboles al ritmo sereno del estío. Sólo la pálida luz de la luna menguante proporcionaba un haz lo suficientemente denso como para iluminar el trayecto que seguía el trote del caballo. Rosendo
Xic
se dirigía profundamente afectado hacia la finca de los señores que durante tantos años les habían dificultado la vida. Paradójicamente, habían acabado formando parte de ella hasta que, de un modo inexplicable, el caprichoso destino había decidido volver a la situación original.
Como cabeza de familia, el hijo mayor de los Roca se sintió obligado a comunicar la trágica noticia de la muerte de Álvaro a su único pariente, Helena Casamunt.
Encontró la verja abierta y se acercó hasta la puerta de la vieja mansión. Ya tenía la aldaba en la mano a punto de golpear con ella, cuando escuchó cómo unos pasos, sin duda alertados por los cascos del caballo, se acercaban renqueantes desde dentro. Se abrió el portón con lentitud. El rostro marchito de Jacinto se asomó por la rendija y con una voz que parecía surgir del subsuelo, se dirigió a Rosendo
Xic:
—Buenas noches. ¿Qué desea?
—Tengo un mensaje urgente para su señora.
Jacinto se apartó costosamente del umbral.
—Pase.
Rosendo
Xic
procuró facilitarle la tarea:
—No se preocupe, dígame dónde está. Yo mismo iré.
—No, por favor. Seré yo quien anuncie personalmente su visita a la señora Casamunt. Como siempre he hecho. Acompáñeme.
Y sin dudar un segundo, el anciano inició el camino. Tras arribar al salón donde Helena pasaba sola gran parte de los días, Jacinto entró e informó de la llegada del heredero Roca.
La Casamunt, sorprendida, se irguió en la butaca.
—Que pase.
Sólo entonces el mayordomo dio entrada a Rosendo
Xic.
Helena, al verlo, disimuló su disgusto: era evidente que su regalo no había sido abierto todavía. Imprimió a su saludo toda la energía de la que pudo hacer acopio:
—Buenas noches, Rosendo. Creo que antes de nada debo felicitarte, Álvaro ya me ha comunicado la buena noticia que supone tu compromiso. —Sonrió desde su asiento.
Rosendo
Xic
siguió de pie, muy cercano a la puerta del salón.
—Gracias, señora. De eso precisamente quería hablarle. —El gesto apesadumbrado del visitante inquietó a Helena.
—¿Qué te ocurre? Pensaba que tu boda era motivo de celebración, no de pena…
El mayor de los Roca se mantuvo por un momento en silencio, con la mirada desolada, buscando las palabras. Optó por no alargar más aquella incómoda situación:
—Se trata de Álvaro. Creemos que ha sido su corazón. Ha fallecido esta tarde. —Sus palabras nacían a intervalos.
Los fragmentos del mensaje atravesaron la estancia. Helena Casamunt, confusa, permaneció en silencio, tratando de entender. Notó que le faltaba la respiración. Entonces Rosendo
Xic
cabeceó levemente; evitaba mirarla directamente a los ojos:
—No sabemos exactamente cómo ha sido. Celebrábamos la noticia del hijo que él y Anita iban a tener cuando… —De nuevo, la tensión lo detuvo y comenzó a mordisquearse los labios.
—¿El hijo? ¿Qué hijo? —interrumpió Helena sin apartar su mirada del mayor de los Roca.
—Cuando sucedió nos acababan de explicar que Anita está embarazada. —Rosendo
Xic
hablaba pesaroso—. Álvaro inició el brindis con el coñac… justo después, cuando estaba sirviendo las copas, se desvaneció y…
Helena palideció repentinamente. Su mirada abandonó la figura de Rosendo
Xic
y se posó en uno de los cuadros que pendían de la pared de la sala. Era un retrato de Álvaro cuando todavía era un niño, posando junto a su padre, Fernando Casamunt. Ya entonces destacaba por su melena rubia y su mirada romántica.
—No es posible… Álvaro nunca bebe —atinó a interrumpir la señora sin creer la fatalidad.
—También fue una sorpresa para nosotros. Sin embargo, una copa de coñac no puede… El doctor Font cree que probablemente le falló el corazón. Quizá la euforia del momento… Ha sido todo muy rápido. No hemos podido hacer nada.
Helena, en su más profunda intimidad, comprendió y se mantuvo impertérrita, como si su mente hubiera abandonado su cuerpo y se hubiera fundido con ese óleo ahora inquisidor.
Rosendo
Xic
sintió el peso del estorbo. Advirtió que ya no podía hacer más y se despidió:
—Mi hermana está muy afectada. Si le parece bien, el funeral tendrá lugar en la iglesia de la aldea dentro de dos días. Siento su pérdida. También ha sido la nuestra.
Helena, ausente, no dijo nada mientras Rosendo
Xic
se daba media vuelta para abandonar la sala.
Cuando se alejó de la mansión Casamunt, Rosendo espoleó con fuerza su caballo confiando en que la tenue luz de la luna le permitiera alejarse con rapidez de aquella repentina sensación de frío, silencio y soledad. Rosendo Roca hijo no pudo por menos que pensar cuán impropia era esa sensación en un domingo de verano que tan luminoso y prometedor había amanecido. A partir de ese día sería imposible que el sol calentara suficientemente esa vieja mansión como para hacer renacer allí ningún tipo de alegría.
21 de septiembre de 1881
Cincuenta años.
Las espesas sombras eran todavía dueñas del espacio apenas iluminado por las rutilantes estrellas. En el sosiego de la madrugada, una sola figura deambulaba con lentitud, como midiendo sus pasos, por la plaza de Robert Owen. Las arrugas surcaban el rostro de Rosendo Roca y su cuerpo estaba un tanto encorvado. Su pelo, ceniciento bajo la adusta gorra de paño negro de la que ya nunca prescindía, contribuía a conformar una imagen trabajada por los años y envejecida con decoro.
Contemplaba su obra con las manos en los bolsillos. Así, parado en mitad de la plaza, parecía un barco midiendo los escollos de un mar calmo, como los que había largamente surcado con la imaginación. El pecio tras la tormenta, el palo mayor incólume, el gesto de acometida antes de perderse definitivamente en el mar.
Habían pasado exactamente cincuenta años desde aquel lejano día en que se encaminó decidido a la finca de los Casamunt. Su única meta era ayudar a su familia, aun a costa de acabar él esclavizado, entregado a una servidumbre deshonrosa. Todo hubiera sido diferente de no ser por la providencial aparición de Henry Gordon.
El viejo Henry. Hacía dos años que los había abandonado definitivamente, en su tierra, padre de dos niñas bellísimas que habían heredado su elegancia y el gracejo propio de Sira. Una extraña mezcla que las hacía preciosas, encantadoras. Para su entierro se habían reencontrado, los que quedaban, claro, en un largo viaje durante el cual no pudieron olvidar el que antaño hicieran (qué diferentes las esperanzas con las que lo habían encarado) para aprender de la experiencia escocesa, del monumento a la voluntad que representaba New Lanark, el modelo a seguir. Habían bautizado con el nombre de Henry Gordon una de las calles de la colonia en honor al simpático escocés que tanto les había dado. Se alegraba, al menos, de que hubiese fallecido rodeado de sus amadas mujeres, a las que quiso con pasión y devoción hasta el último suspiro. Porque bien sabía Rosendo que los que sufrían eran los que se quedaban, los que no tenían más remedio que seguir adelante con los incomprensibles designios que todavía les deparaba este mundo.
Deshizo parte del camino para seguir hacia la colina que siempre habían llamado Cerro Pelado, allí donde empezó todo. Desde aquella elevación vio los pétreos farallones y, a sus pies, luces ardiendo cerca de los agujeros poligonales que formaban las entradas de la mina, rebosante de actividad incluso a esa hora. Qué diferente cuando él empezó con la simple ayuda de un pico y una pala, una excavación de superficie tan tosca y vana vista desde la perspectiva de la experiencia. Ahora, unas vías de hierro sobre sus esmeradas traviesas se introducían por cada uno de los homogéneos huecos perfectamente apuntalados. Aunque pocas cosas quedaban al azar, seguía habiendo accidentes. Muchos menos con respecto a la primera época, la de los inicios, cuando todos se empecinaban en decirle que se estaba equivocando, que nunca podría salir de la miseria, que él sólo era un campesino más.
A esa hora temprana, cuando el silencio apacible todavía reinaba en las casas de los mineros, comprendió el valor de su empeño y la fuerza de su fe en la mejora de las condiciones de vida. A veces, a medida que se iba haciendo mayor, tendía a amplificar lo negativo dejando que lo realizado hasta entonces se envolviera de una gasa que todo lo enturbiaba: Rosendo Roca debería sentirse tremendamente orgulloso de los logros alcanzados, más allá de la tristeza de sus pérdidas. La gente le estaba agradecida. En aquel poblado había muchas personas que disfrutaban de una casa confortable, una educación para sus hijos y un sueldo fijo. Aunque había algo que no cambiaba: pese a los ajustes horarios, pese a los descansos, pese a la mejora de las técnicas de avance en los frentes, el de los mineros continuaba siendo un duro oficio.
Atravesó la plaza de Santa Bárbara y emprendió el camino a su destino, a su objetivo desde el principio de aquel paseo introspectivo nacido de su sueño escaso y ligero: el cementerio del Cerro Pelado. Se acercó a la verja de entrada con tiento, más lentamente de lo que podía de natural, sumido en el tremendo respeto que sentía hacia los muertos. Paseó con calma por el campo santo. Allí se encontraban gran parte de sus amigos, de sus compañeros de fatigas y de sus vecinos. A veces se preguntaba si tal vez hubiera podido entregarse más a ellos, haber sido más abierto. Pero, para bien o para mal, la naturaleza lo había dotado de su propio carácter. Con mayor o menor acierto había podido enfrentarse a las dificultades y encrucijadas que la vida le deparaba, a las sorpresas que salpicaban el camino de la existencia y, a pesar de todo, siempre había intentado ser él mismo, Rosendo Roca, sin olvidar de dónde venía y sin pararse a pensar de dónde venían los demás. Su carácter había sonado como un bajo continuo a lo largo de los años. Ése podría ser considerado su mayor defecto, aunque también su mayor virtud.
Al pasar frente a la tumba de Héctor, no pudo dejar de pensar que aquel hombre humilde y apocado, socarrón y comprensivo; había sido su compañero desde el inicio, desde aquel extraño día en que, jugando, lo dejó subido a un árbol una tarde entera. Él había traído consigo a Toni Creus, también al Zampas, que yacía un poco más allá, rodeado por los que murieron en el mismo accidente. Su amigo y él mismo habían animado a muchos a seguir trabajando con la misma ilusión del primer día, intentando ser justos, aun cometiendo errores, sabiéndose humanos.
Y allí Verónica, reencontrada al cabo de los años, proporcionándole el consuelo que su mujer ya no le podía ofrecer, siempre un hombro sobre el que hablar sin palabras del silencio. Su complicidad le hizo más llevaderos esos últimos años durante los cuales el horizonte de la batalla definitiva con los Casamunt; tan lejana entonces y tan cercana ahora, se le había presentado como el puntal sobre el que afianzar el paso siguiente, el soporte a sus hijos.
Avanzando por ese cementerio los nombres se le agolpaban en la memoria, también el de los sicarios y enemigos que, por supuesto, no dispusieron allí de tumba alguna. Cada una de las situaciones vividas configuraban la memoria de sí mismo.
Llegó al lugar en el que yacían su padre y su madre. Narcís Roca había acabado por reconocerle como un igual, quizá incluso más que eso desde que quedó clara su infatigable perseverancia y su contribución a la subsistencia familiar. Y madre le había enseñado a leer y a dar sus primeros pasos en la vida, animándolo en todo momento. También su querido hermano; por él había sentido un cariño especial. Siempre envuelto en conflictos, fue coronado al final por un tremendo sacrificio. Le habría gustado darle la tranquilidad de un hogar y una vida sin sobresaltos. La suya, sin embargo, se truncó en el momento más inoportuno, como espiga madura vencida por el viento.
Pero había finales más incomprensibles. Álvaro, ese delicado joven Casamunt que logró romper la trinchera de su apellido con su amor por Anita, pereció a punto de ser padre, quién sabe si por la misma impresión de la noticia. Qué desgarro tan profundo marcaba todavía el rostro de su amada hija once años después. Qué tristeza tan penosa, qué rostro tan desconsolado, entibiado apenas por el contacto de los niños de la escuela, a los que debía la recuperación de una vida profundamente lacerada.
Y Ana. Su interlocutora. Su amor, su vida. Para él, desde su muerte, el tiempo se había articulado en torno a la espera. La espera del momento del pago último, la espera de la reunión con su amada allá donde estuviera, la espera del momento de abrir el diario y seguir explicándole qué ocurría a su alrededor. Cómo se extrañaba de que ella no estuviese y, sin embargo, el mundo siguiese funcionando como siempre: las máquinas tejiendo, los trenes transitando, los años sucediéndose.
Con ella en su cabeza como una música melancólica, Rosendo se iba acercando a la lápida donde una frase grabada definía su paso por el mundo. «Feliz aquel que consigue la sabiduría.» Esa sentencia contenía el sentido de una actitud vital: estar siempre dispuesto a aprender. Cuando estuvo delante, en una especie de extraña premonición, un rayo del sol naciente traspasó los cipreses y señaló con su brillantez el trozo de piedra pulida bajo el que descansaba Ana Roca. La luz fue recorriendo con rapidez la superficie, como leyendo la frase del revés, para acabar iluminando todo el conjunto con el reflejo ambarino del amanecer. Entonces, Rosendo sacó su diario y un lápiz y aprovechó esos primeros instantes de luz para escribir.
Miércoles, 21 de septiembre de 1881
Amada Ana:
Estoy aquí, escribiendo mi diario delante de ti y me quedo sin palabras una vez más. He venido caminando y pensando en las personas que han tenido que ver en cómo he llegado a ser lo que yo soy, lo que nosotros somos. Ya se acerca, creo, el final de mi camino. Se acerca el día en que me uniré a ti en tu descanso. Tendrás que cuidar de mí, porque cuando te fuiste, aún eras joven, y yo estoy ahora rendido y cansado. Me quedan las fuerzas justas para la última batalla, para asegurar un buen futuro a nuestros hijos. Después, pocas cosas me atarán ya a este mundo cuyos colores se desvanecieron el día en que te fuiste. Sólo el pequeño Álvaro consigue distraerme con sus ocurrencias. El mayor de nuestros nietos siempre vigila a los demás y trata de enseñarles lo que ya sabe, como despertando sus sentidos. Es la viva imagen de su padre.
Pronto volveré mi rostro hacia ti. Anhelo el momento en que nos encontremos. Lo sabes bien. No hay día que no piense en ello, que no te eche de menos, que no crea que alguien nos traicionó recortando nuestros días felices.
Con el correr de los años, sólo Anita me comprende y entiende que no tenga nada que decirle al mundo. No quiero nada de él que no me haya quitado ya. Nuestros hijos no conocen la amargura del desamor, tan entregados con sus relaciones, sus proyectos, sus hijos, sus negocios… Sólo Anita envejece prematuramente y, aun así, no cesa en su empeño de entregar su vida a los que la necesitan. Son egoístas estos nuevos tiempos. Tiempos extraños a los que ya no pertenecemos.
Te amo tanto, Ana…