Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Adelante.
Cuando la puerta se abrió, apareció Carlos Martínez.
—Buenos días, Carlos. Pasa, pasa —pronunció mientras se levantaba para saludarlo. Al darle la mano, vio que en la otra sostenía una cuartilla sospechosa. Luego añadió—: Siéntate, por favor, dime.
El contramaestre tomó asiento y comenzó a hablar con determinación:
—Los trabajadores hemos formulado una lista de peticiones que la dirección de la fábrica debería tener en consideración y aplicar lo antes posible.
Roberto frunció el ceño.
—¿De qué se trata?
—De una nueva normativa.
El tono de Carlos era tan frío como su expresión.
—Porque… ¿creéis que vuestra situación no es buena?
—Mírelo así, Roberto, el movimiento obrero nos ha abierto los ojos. Creemos que las condiciones podrían ser más justas.
Roberto, imbuido del ideario de tintes libertarios que el operario le estaba recordando, asumió su responsabilidad y accedió a escuchar las reclamaciones:
—Lo mismo opino. A ver, ¿en qué habéis pensado?
—Pues básicamente se trata de evitar que tanto chicos como mujeres embarazadas hagan los turnos de noche. Exigimos también que antes de los doce años de edad no se pueda ingresar en la fábrica. La jornada de los adultos también debe reducirse. Además, nos parece razonable que las cantidades percibidas por las distintas categorías se incrementen de acuerdo con la experiencia. También hemos recopilado varias mejoras necesarias en los servicios que la colonia y sus comerciantes nos ofrecen.
Roberto mantuvo la vista sobre la hoja de papel intentando asimilarlo todo. Asintió comprendiendo la situación.
—Sí, yo también creo que os habéis ganado todo esto.
—Me alegro de que esté de acuerdo, Roberto. —Sonrió levemente Carlos.
Su expresión se había ablandado una vez cumplido su cometido en aquella reunión improvisada.
—Claro que lo estoy. Es muy importante recompensar el esfuerzo que vosotros habéis hecho durante todos estos años. De hecho, creo que deberíais añadir un punto más a esa lista.
—¿A qué se refiere? —En el semblante del curtido contramaestre se reflejó sorpresa y desconfianza.
—Pues a la necesidad de seguir cobrando el sueldo cuando un trabajador esté enfermo y no pueda asistir al trabajo. Todo el mundo tiene derecho a reponerse sin sufrir por el pan.
Carlos, desconcertado, asintió convencido. Aquel hombre estaba demostrando estar de su lado una vez más.
—Es una buena idea. Creo que podríamos añadirla también.
—Hazlo ahora —le dijo Roberto ofreciéndole un lápiz para que pudiera completar la lista.
Aquello le pareció demasiado.
—¿Me toma usted el pelo?
—¿Acaso lo he hecho alguna vez?
Carlos escribió concienzudamente la propuesta de Roberto y volvió a colocar la hoja sobre la mesa.
—Gracias.
—Está bien, hablaré con mi hermano y veremos qué podemos hacer —anunció orgulloso y se puso de pie para despedir al portavoz de los trabajadores.
—Señor Roberto, me temo que esto no es una consulta. —La expresión de Carlos se tornó nuevamente dura mientras se levantaba de su asiento.
—¿Qué quieres decir?
Carlos no se amedrentó.
—Quiero decir que si no aceptan estas condiciones antes de mediodía, la asamblea ha decidido que iniciará una huelga.
Roberto se sorprendió del vuelco que había tomado el diálogo.
—¿De verdad crees que tenemos que llegar a esta situación?
—Si no nos deja otro remedio, sí.
—¿Cuánta gente la suscribiría?
—La asamblea habla en nombre de todos.
Roberto quedó mudo. No era capaz de expresar la confusión que lo asolaba a causa de su eterna partición como patrón y libertario. Se despidió del mejor modo que supo:
—Hablaré con mi hermano.
—Sé que lo hará, Roberto. Y sé que lo convencerá, confiamos en usted, siempre ha estado con nosotros.
Roberto esbozó algo parecido a una sonrisa. Ese hombre estaba reconociendo su trabajo como defensor de sus derechos y de su respeto, algo en lo que creía firmemente. Imaginó que Rosa Ferrer estaba ahí con él escuchando las demandas de ese trabajador y la adivinó convencida de que juntos lo conseguirían. Se sintió fortalecido, no sabía si por la satisfacción que le proporcionaba saber que ese hombre contaba con él o por el apoyo que su amante le demostraría cuando se enterara.
—¡Es imposible, Roberto! Ahora mismo no podemos aplicar todo lo que nos piden, ¿estás loco? —chillaba Rosendo
Xic
en el despacho mientras daba largas zancadas en una y otra dirección—. No nos podemos permitir ni las horas que perdimos gracias a tu esplendorosa actuación de ayer.
Hacía tan sólo un momento que el hijo mayor de los Roca había llegado a la oficina y Roberto lo había puesto al día sobre las reclamaciones de los trabajadores.
—¿Crees que la solución la tienen las armas?—le recriminó apoyado en la puerta con los brazos cruzados.
Rosendo
Xic
no lo aceptó y respondió nervioso al tiempo que se acercaba al cristal de una de las ventanas. Los operarios de vez en cuando les dirigían fugaces miradas desde la nave.
—Lo que tú no entiendes es que cualquier turno con las máquinas paradas supone pérdida de ingresos y de credibilidad para la empresa. Y si la empresa pierde algo, todos perdemos, también los obreros y el resto de los habitantes de la colonia… Incluso los mineros y sus familias percibirán los efectos puesto que muchos de los servicios son comunes.
Era evidente que ni su hermano ni él habían hecho lo correcto. Ambos lo sabían.
—Mira, si antes de las doce no les hemos dado una respuesta afirmativa irán a la huelga, Rosendo. Y una huelga son palabras mayores, puede suponer varias jornadas sin tejer una sola cana cuadrada.
—No se atreverán —trataba de convencer a su hermano y a sí mismo—. Eso te lo han dicho porque siguen molestos por lo de ayer…
—Pero tú escuchaste a Carlos hablar de sus derechos. Esa gente se merece mucho más de lo que recibe, prueba tú a trabajar doce horas diarias sin más descanso que un mísero día a la semana… ¿Qué te cuesta darles la razón?
—Pues nos cuesta muchísimos reales, la verdad… Y, además, no podemos darles todo lo que piden porque entonces creerán que son los amos. ¿Desde cuándo somos anarquistas? Acuérdate de lo que le pasó a Héctor con la guardia. Acuérdate también de lo que pasó en Escocia. No se puede claudicar a la primera de cambio.
—¡Eres imposible! Claro, es mejor que tú tengas el mando y hagas lo que te venga en gana —respondió Roberto mientras elevaba la cabeza al cielo.
—No puedo creer que te esté oyendo decir esto. Eres muy injusto conmigo.
En ese momento golpearon la puerta del despacho. Roberto miró entonces su reloj de bolsillo:
—Son las doce.
Rosendo
Xic
frunció los labios y entornó los ojos, resignado.
—Adelante.
En la puerta apareció Carlos Martínez acompañado de Fermín Busquets, ambos con el gesto muy serio.
—Buenos días, Carlos —saludó Rosendo
Xic
mientras se levantaba de su asiento, y se acercaba a la puerta para estrecharle las manos— y usted es…
—Fermín —agregó el operario sin mostrar ningún entusiasmo.
—Sí, buenos días a usted también, Fermín.
Roberto les estrechó también las manos inclinando la cabeza con evidente preocupación:
—Ustedes dirán. —Rosendo
Xic
tomó asiento de nuevo y fingió que no pasaba nada.
Roberto se había quedado al otro lado de la mesa con los operarios. El primero en hablar fue Carlos:
—No, ustedes dirán. Esta mañana he entregado a su hermano una hoja con una serie de propuestas.
—Sí, la he leído.
—¿Y? —preguntó Carlos.
—Pues verán, señores —aunque Rosendo
Xic
quería aparentar estar tranquilo, un constante mordisqueo de sus labios lo traicionaba—, el problema es que ahora mismo no podemos aplicarlas. No es el momento apropiado porque…
Carlos interrumpió sin ningún complejo:
—Entonces, la mujer de Fermín, que vuelve a estar embarazada, ¿debe trabajar de noche como cualquier otra? —preguntó Carlos. Era evidente que no improvisaba.
—¿De cuántos meses está su esposa, Fermín? —preguntó Rosendo
Xic,
astuto.
—De cuatro meses.
—Bien. Cuando llegue a los siete meses seguro que encontraremos un remedio para no fatigarla —respondió Rosendo
Xic—.
Cambiar los horarios requiere tiempo; aunque no duden ustedes que tomo buena nota y que comenzaremos a buscar una solución en los próximos días. A ése y a los otros temas que nos proponen.
—Esto no es justo —lo reprendió Roberto con sequedad—. Tienes que tener en cuenta sus necesidades y éstas valen tanto como tu tiempo o el mío. —Roberto se irguió desde la puerta para tomar aire—. Seguro que hay una manera de llegar a un acuerdo en el que nos sintamos todos beneficiados.
Rosendo
Xic
le dedicó una mirada firme que lo obligaba a callarse, pero el menor de los Roca no estaba, una vez más, dispuesto a someterse.
—Esta vez no te haré caso, hermano. Te estás portando como un patrón abusivo cualquiera…
—Entendido —interrumpió Carlos el enfrentamiento de los dos hermanos.
Dicho esto, los dos trabajadores se dispusieron a abandonar el despacho. Al intentar abrir la puerta, Roberto se interpuso.
—¿Me permite, señor Roberto? —le preguntó Carlos mirándolo a los ojos y marcando las palabras con evidente disgusto.
—Lo siento —susurró el aludido.
Los trabajadores no dijeron más. Abrieron la puerta y descendieron las escaleras. Los obreros que hasta ese momento habían continuado con su trabajo posaron su mirada expectante sobre ellos. La respuesta de Carlos fue un gesto negativo. Todos aquellos hombres y mujeres retornaron entonces su mirada decepcionada a las máquinas y, una a una, fueron desembragándolas. El ruido atronador que producían fue disminuyendo progresivamente hasta que cesó el golpeteo del último garrote de los telares y sólo quedó en el aire el suave rotar del ahora inútil embarrado.
En poco rato los trabajadores abandonaron el recinto y lo dejaron completamente vacío.
Rosendo
Xic
y Roberto observaron desde el despacho cómo lo que su padre se había pasado la vida intentando evitar tomaba forma por su culpa.
—Mira lo que has conseguido —dijo Roberto decepcionado.
A continuación abandonó el despacho y descendió las escaleras para desaparecer en la misma dirección que los trabajadores. Había sucedido: la fábrica estaba en huelga.
Pasaron dos días y la actitud de los huelguistas se mantuvo firme, sin cambios. Rosendo
Xic
estaba hundido en la desesperación y su aspecto así lo demostraba. Con la mirada perdida, sentado a una mesa del casino, tomaba coñac, tratando de ahogar su pena en alcohol aunque sólo fuera por un rato. Nadie más en la barra ni en las mesas, ni rastro del olor a tabaco que caracterizaba el local.
Afuera, centenares de trabajadores continuaban en la plaza de Robert Owen charlando, jugando a las cartas o lanzando reproches al vacío dirigidos al mayor de los Roca, esperando ver aceptadas sus exigencias. También Roberto.
—Ponme otro —ordenó Rosendo
Xic
a Verónica.
Cuando se acercó, al llenarle por tercera vez la misma copa, Verónica se atrevió a decir:
—Así no lo va a arreglar.
Rosendo
Xic
negó lentamente con la cabeza mientras sostenía en su mano el cristal para continuar apreciando los aromáticos vapores.
—Hasta que no se cansen, yo no puedo hacer nada… A mi padre nunca le pasó esto. Supongo que yo no tengo su oficio… —dijo, y se bebió de un sorbo el contenido de la copa.
—Sin embargo, se parece mucho a él. De joven era igualito a usted.
Él la miró con el ceño fruncido.
—¿Así que es verdad que os conocíais desde niños?
—Sí, su padre siempre se ha portado muy bien conmigo —contestó Verónica mientras se arreglaba el pelo con ambas manos y, soltando después una risa, añadió—: El mejor hombre que he conocido en mi vida, y se lo digo yo que he conocido a unos cuantos.
—Parece que mi padre siempre ha sabido exactamente lo que debía hacer. No como yo —dijo a la vez que le hacía el gesto de que le rellenara la copa.
—Ya lo averiguará, hijo —trató de darle ánimos—. Pero lo que no debe hacer es rendirse.
Allí, de pie, Verónica se quedó por un momento contemplando ese vivo retrato del único hombre que la había tratado como a una persona, como a alguien respetable. Gracias a él su vida transcurría ahora entre multitud de parroquianos que le daban conversación y la mantenían perfectamente al tanto de todo lo que se cocía en el ambiente laboral y familiar de la colonia. También recibía los domingos visitas de decenas de mineros, genuina raza de luchadores por el trabajo y por la vida. Gente estupenda, más alegres que los obreros de la fábrica; necesitaban vivir la vida más intensamente si cabía.
Pero, de toda aquella gente, Verónica prefería con diferencia a Rosendo Roca y apreciaba de manera muy especial las visitas con las que la obsequiaba algunas tardes. En esas ocasiones, cuando lo veía aparecer, se arreglaba las ropas y se atusaba el pelo antes de dirigirse a la mesa de su amigo. Ella ya se había acostumbrado al diálogo de sus ojos. Distinguía en ellos un fugaz brillo cuando posaba la bandeja sobre la mesa y con delicadeza le servía un café bien cargado. Le dejaba entonces un tarro con el azúcar y le llenaba un tercio de una copa de brandy que limpiaba dos veces con su delantal impoluto antes de darse por satisfecha. Siempre le servía la bebida más añeja de la que disponía en la bodega. La compraba únicamente para él, aquélla era la botella de la que sólo se servía a Rosendo Roca, el patrón, el patriarca, el amigo.
Cuando salió de su ensimismamiento, se despidió del heredero Roca antes de dirigirse de vuelta a la barra. Rosendo
Xic
le devolvió el gesto. Vació la copa antes de coger la chaqueta que reposaba en la silla de al lado y salió del local.
Tras efectuar varios pasos tambaleantes a causa del sol cegador y de la incipiente embriaguez, Rosendo
Xic
llegó a la concurrida plaza y se detuvo para observar a sus trabajadores en la distancia desde una de las esquinas. Ahí estaban todos parados, sin más, esperando conseguir lo que querían, obligándolo a ceder. Sintió frustración e impotencia; o les entregaba lo que reclamaban o no volverían a trabajar. Las pérdidas se harían cuantiosas, el almacén de producto acabado se agotaría, dejarían de servir decenas y decenas de pedidos y no entraría dinero. Pronto, el resto de la colonia se resentiría, pues la base de su economía era la fábrica. Si los trabajadores no cobraban, no podían comprar y si no compraban, los comerciantes experimentarían igualmente la pérdida y acabarían marchándose, puesto que lo que apreciaban era la estabilidad; ellos no eran asalariados ni sus viviendas les pertenecían, con lo cual nada los retendría allí. Era una larga cadena cuyo motor estaba parado.