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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (82 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Capítulo 100

Cerca de la verja exterior de la finca Casamunt pararon los tres carruajes y poco a poco fueron bajando todos los viajeros. El primero fue Rosendo, que recorrió los alrededores con la mirada. El polvo del camino y la sequedad del ambiente daban al paisaje una apariencia desgastada, vieja. El sol refulgía en el cielo pero su brillo parecía no llegar al suelo, medroso a la hora de alimentar unas tierras cansadas por el paso de los siglos.

Atrás, los dos hijos se afanaron en bajar primero la silla y luego a Pantenus. El resto de los acompañantes se reunió alrededor del anciano, como si de un oráculo se tratara. De improviso, un quejido lastimero: la vieja reja metálica se abría empujada con decisión por Rosendo Roca. El patriarca parecía haber recuperado la aureola de su mítica altura la juventud del pasado, la solidez invencible de su apellido, famoso en toda la comarca y más allá, hasta la ciudad, incluso hasta Escocia.

Rosendo
Xic
y Roberto bajaron las seis sacas que resumían los esfuerzos de toda una vida. Cogieron dos cada uno y las otras dos las reclamó Pantenus para colocárselas en su regazo. Arístides ya se había colocado a su espalda, asumiendo su función de extraño conductor. Los caballos y los carreteros se quedaron indiferentes al sol del mediodía. Así en la distancia, el heterogéneo grupo parecía adentrarse en un terreno indómito, un mundo prohibido también para ellos y por eso avanzaron con lentitud, conocedores de un desenlace complicado.

A medida que ascendían, el camino se tornaba más abrupto debido a los grandes surcos del descuido. Arístides debía ir con tiento porque justo en el centro de la vía una cresta de broza se espesaba impidiendo el paso normal de las ruedas de la silla. Efrén Estern chasqueó de nuevo los dedos y sus dos sayones se colocaron a los flancos de la silla de Pantenus y lo elevaron, resueltos a salvar los obstáculos. Tras ellos, el director del Banco de Crédito Hipotecario y su acólito cerraban el grupo.

Más adelantado, Rosendo se había detenido ante la puerta de entrada. Hierático, levantó la vista y rememoró su llegada a la mansión cincuenta años atrás y, con ella, el pavor al ridículo que finalmente había vencido pensando en lo poco que podía perder. Desde la distancia de los años recordaba la escena con total fidelidad, escindido de sí mismo, apenas un joven que pugnaba por dejar de serlo. Inspiró fuertemente como para decir algo y empezó a concatenar los pasos con decisión.

Los demás lo seguían a distancia observándolo, respetándolo. Ése era su momento y ellos estaban allí para apoyarlo en su última aventura, como lo habían hecho durante toda la vida. Cuando atravesaron la puerta de entrada tuvieron la sensación de transportarse a una época pretérita, un tiempo donde el derecho feudal regía los designios de las gentes, de los poderosos y los humildes, de los ricos y los pobres, de los nobles y los plebeyos, de los Casamunt y el resto. Corría una suave brisa por el patio interior que provocaba un ligero silbido al infiltrarse en los recovecos del caserón, un caserón rendido por fin ante el asedio que Rosendo Roca había ejercido con tesón inquebrantable durante cincuenta años.

Todos se miraron entonces recíprocamente, excepto Rosendo que, movido por un impulso interior, guió sus pasos hacia la puerta entreabierta. Subió las mismas escaleras de aquella lejana primera vez en que irrumpió en mitad del baile de puesta de largo de Helena Casamunt y empujó el portón de madera desgastada por los años. Traspasó el umbral y su enorme cuerpo se introdujo en la oscuridad del vestíbulo. Esperó unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la sutil claridad y al final de la estancia vio otra puerta, también entornada. Se acercó hasta ella y la abrió con cautela, apareciendo ante sí un salón más iluminado. Las ventanas con las cortinas descorridas dejaban pasar la luz atenuada. Los cristales, antaño transparentes, se habían tornado translúcidos a fuerza de años. El espacio emanaba todavía sobriedad y señorío.

Rosendo empezó a caminar. Al fondo, en un gran sillón de cuero granate pálido, Helena Casamunt se erguía con los ojos muy abiertos, intentando aparentar un máximo de dignidad y disimulando en lo posible el rastro que habían dejado en ella el paso de los años y las decepciones.

En los primeros tiempos al frente de las propiedades Casamunt, Helena había renunciado a los lujos a fin de equilibrar los gastos con los escasos ingresos con que contaba. Sin embargo, la interminable pérdida de arrendatarios, su testarudez en no vender ninguna posesión de la familia, los impuestos anuales sobre la propiedad inmobiliaria y, sobre todo, la herencia de las deudas de su difunto marido la habían abocado a hipotecar progresivamente la mayoría de sus pertenencias. Para conseguir acreditar un valor incluso mayor que el de la suma total de los dominios Casamunt, su abogado se las había ingeniado para conseguir préstamos hipotecarios de entidades bancarias y sociedades de crédito lo suficientemente dispersas e inconexas. Era sorprendente que en aquella precaria situación el desgastado cuerpo de Helena Casamunt luciera un sensacional vestido nuevo de un impecable y elegante tafetán verde claro además de unas joyas espléndidas. Sólo su orgullo y su arrogancia podían explicar aquel hecho.

Estaban los dos solos en la estancia. El crepitar de la chimenea caldeaba el ambiente con su agradable ruido y contribuía al aspecto de engañosa riqueza del salón. Cuando Rosendo estuvo frente a ella, Helena habló:

—No te esperaba tan pronto. —El sonido de su voz era profundo y llenaba el ambiente con su eco—. Sigues sin hablar —continuó—, la pérdida de tu mujer fue sin duda un gran disgusto.

Un odio fugaz cruzó la cara de Rosendo aunque enseguida se apaciguó. Esa extraña mujer, a pesar de estar ante él, quedaba ya muy lejos, muy atrás, encerrada en su mundo anacrónico e imposible, aletargada entre sus tules y sus sedas y la persistencia en el recuerdo de una grandeza perdida. No podía alcanzarle con sus insidiosos dardos.

—Veo que vienes con las manos vacías. Supongo que, después de todo, ha sido demasiado para ti —concluyó Helena con un inicio de sonrisa en el rostro.

En ese momento, la puerta volvió a abrirse y apareció el abogado Moisés Ramírez, que se había encontrado con el resto de la comitiva en el vestíbulo poco después de entrar Rosendo.

—Señora Casamunt, a pesar de mis previsiones, creo que… lo tienen todo preparado —dijo el abogado con la voz azorada y una mueca de disgusto.

Una extraña rigidez se apoderó de Helena Casamunt. Su última venganza y la más deseada no iba a consumarse. Aunque el dinero pudiera saldar deudas y proporcionarle cierto bienestar, eso no era lo que ella quería. Un millón de reales era una cantidad nada desdeñable, pero suponía la victoria de Rosendo Roca, algo inaceptable. Comenzó a sentir los brazos de la ira oprimiéndole el pecho.

Roberto y Rosendo
Xic
llevaron las sacas que portaban y las colocaron encima de la gran mesa de madera maciza. El último viaje lo hizo el hijo mayor, que se acercó hasta la silla de Pantenus y guiñándole un ojo de manera sutil, levantó los dos fardos que descansaban en su regazo. Los colocó encima de la mesa y, a continuación, ante la mirada atenta de los presentes y especialmente del notario Armas-Mirabent y el abogado Ramírez, abrió la primera de ellas y, con total parsimonia y lentitud, en una especie de ceremonia propiciatoria, empezó a contar pública y pulcramente los billetes.

Empujado por el director Gallart, el subalterno se adelantó y se dispuso a ofrecer su habilidad y experiencia para ayudar al conteo. Rosendo, sin dejar de mirar a Helena a los ojos, levantó una mano y la puso en el pecho del empleado de banca, obligándolo a permanecer quieto. Al ver que la señal de Rosendo Roca no variaba, el oficinista volvió al lado de su director, que lo recibió con cara neutra.

Mientras tanto, Rosendo
Xic
seguía colocando billetes de veinticinco pesetas uno encima de otro, haciendo montones de diez, que después se convertían en pilas de cien y se expandían por toda la mesa, en un goteo exasperante sobre una cuadrícula perfecta.

Los minutos pasaron lentos, pesados. Al finalizan Rosendo
Xic
se quedó inmóvil con el semblante contraído y confuso.

—Faltan cien pesetas —dijo finalmente con voz apenas audible.

Helena dio un respingo. Cualquier defecto de forma podía cambiar la situación completamente. Sintió nacer una chispa de optimismo. Sin embargo, cuando estaba a punto de hablar, la interrumpió una risa apagada. Todos prestaron atención para identificar el origen de aquel carraspeo. Pantenus se agitaba al ritmo de su propio júbilo hasta que apareció una tos peligrosa para su delicada salud. Levantó una mano para suplicar que le concedieran un momento y cuando estuvo seguro de que el silencio era suyo, firmó su broma:

—¡Esta ronda la pago yo! —Y rió de nuevo hasta que pudo suplicar una disculpa mientras sacaba del interior de un bolsillo cuatro billetes que sin duda había sustraído de una de las sacas de cuya custodia se había encargado durante el viaje—. Perdonen ustedes a este viejo chiflado. No lo he podido evitar, son ya tan pocos los momentos de protagonismo para alguien como yo…

Entonces, superponiéndose a las risas de los hijos Roca, intervino Arístides con el objetivo de desviar la atención de la inoportuna chiquillada de su mentor:

—Aquí tiene usted el millón de reales; las doscientas cincuenta mil pesetas. Ahora, si lo desea y ante la presencia de su abogado, puede usted proceder a un segundo conteo. En cualquier caso, nos acompaña el señor Armas-Mirabent, el notario que dará fe de la entrega de la cantidad estipulada. En este documento que le presento a continuación puede usted firmar, con lo que, como debe usted saber, las antiguas propiedades de las tierras yermas de los Casamunt y las propiedades colindantes con el río, así como todo lo que hoy en día contengan, pasarán a formar parte del patrimonio del señor Rosendo Roca y herederos.

Helena, enrabietada, con la boca apretada y la mirada airada, giró la cabeza en dirección a Moisés Ramírez. El abogado desvió la vista, avergonzado: su gesto delataba que no negaría las condiciones contractuales mencionadas por su colega.

—Si se negara usted a firmar, y es muy libre de hacerlo, el señor notario haría constar la entrega de la cantidad estipulada en el plazo convenido, indicando que se negó usted a rubricar el final del contrato —continuó Arístides con convicción—. Lo cual implicaría que tendríamos que retirar el dinero y vernos de nuevo en los tribunales. El señor juez exigiría el cumplimiento del contrato y usted percibiría este mismo dinero tras el juicio.

Esta vez fue Moisés Ramírez quien, partidario de poner cuanto antes fin a aquella agonía, miró a la señora Casamunt y asintió despacio, confirmando las palabras de Arístides Expósito.

El rostro anguloso de Helena buscó algún gesto de duda o vacilación o tal vez algún indicio que le permitiera contar con una alternativa distinta que diese la vuelta a la situación. El resultado de los hechos se había presentado ante la última Casamunt como un mazazo contundente sobre unos cimientos ya de por sí debilitados. Recibir el cuantioso importe no pasaba de ser un insípido consuelo. Reflexionó al respecto.

Finalmente, alargó la mano para recoger la pluma que Arístides le ofrecía e imprimió en el papel una firma irregular. El abogado aplicó el papel secante y el tampón y devolvió el documento al cartapacio del que había salido. Acto seguido, se dirigió hacia la puerta y esperó junto a ella; su labor en aquel asunto había concluido. Ante el movimiento del abogado, Efrén señaló a sus ordenanzas la silla de Pantenus para que la sacaran de vuelta. Pese a que no era necesario, lo alzaron como a un emperador, un último homenaje a otro de los artífices del milagro Roca. Efrén y Arístides salieron tras ellos.

Debería haber terminado ya todo; sin embargo, en ese momento, el director del banco y su empleado se acercaron a Helena Casamunt y le entregaron varios documentos. Por la mirada de los dos hombres supo Helena que algo no andaba bien.

—Señora Casamunt, lamento las maneras, pero en virtud de la suma de deudas e hipotecas que tiene usted contraídas con varias entidades financieras, entre ellas el propio Banco de Crédito Hipotecario, debo informarle de que se ha constituido recientemente una junta corporativa y solidaria de la que soy representante y portavoz. El señor notario está aquí también a este efecto. —El discurso del banquero parecía estar perfectamente estudiado—. Dado que a partir de este momento no contará usted con los ingresos procedentes de los beneficios del negocio Roca, sus garantías pasan a ser insuficientes y, consecuentemente, sus finanzas no gozan ya de la mínima solvencia requerida; tampoco a usted se le habrá escapado que el pago de la suma de los intereses ascendía ya últimamente a cifras superiores a sus ingresos. En poco tiempo estará usted nuevamente, en situación de bancarrota. Ante la evidencia de su sobrevenida liquidez y siendo preferible solventar privadamente este asunto antes que vernos todos involucrados en indeseables procesos judiciales, procedo al cobro legal de los adeudos, que ascienden en el día de hoy, sumados ya intereses, recargos y gravámenes, a ciento ochenta y nueve mil seiscientas treinta y siete pesetas y cincuenta y cuatro céntimos. Mi empleado hará efectiva la operación y le entregará el recibo correspondiente más las cancelaciones de todas sus obligaciones con las diversas entidades en las que su letra ha conseguido tratos que, debo añadir, vistos en conjunto rayan la ilegalidad. Si me permite un consejo, debería usted comenzar a vender propiedades lo antes posible, en caso contrario y teniendo presente que no cuenta con ingresos, se la comerán los impuestos.

Helena, con la misma mirada ausente e insensible, vio cómo la tremenda cantidad de billetes que antes llenaba la mesa fue disminuyendo de manera inapelable y retornó a cuatro de las sacas. Junto a los montones que quedaron, el empleado del banco dejó en pulcras pilas de monedas el cambio correspondiente ai pico de la deuda saldada.

Rosendo Roca permanecía clavado en el mismo sitio, sin abandonar la estancia y sin dejar de escudriñar directamente los ojos de Helena Casamunt. A su lado, sus hijos contemplaban con solemnidad la escena.

Una vez efectuada la operación, el director del banco, su empleado y el notario dedicaron una inclinación de cabeza a los presentes y desaparecieron cargados con las sacas.

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