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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (74 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—Actualmente —prosiguió—, ya sabemos mucho de esa nueva ciencia. Son ustedes, por supuesto, personas bien informadas y apellidos como Franklin, Volta, Coulomb, Ampère, Morse o Faraday seguro que resuenan en sus mentes. La tarea ahora es la de preparar y probar máquinas capaces de transformar en movimiento las infinitas posibilidades de la electricidad. De Bélgica y Alemania me han llegado noticias de que están a punto de ultimar lo que se ha dado por llamar «generadores eléctricos». De las turbinas fluviales extraeremos directamente electricidad que mediante simples cables de cobre transmitiremos allí donde se precise luz o movimiento. Ése es el futuro. —Interrumpió su grandilocuencia el tiempo justo para llenar de aire sus pulmones—. Amigos míos, la ciencia nos depara suculentas sorpresas y ustedes, los industriales productores, contribuirán sin duda a extenderlas y mejorarlas.

Rosendo
Xic
sintió un escalofrío. Acostumbraba a desconfiar de lo que no conocía. Si lo que aquel hombre contaba con tanta pasión era cierto, el vapor y el carbón se verían arrinconados por un nuevo ciclo del progreso, tanto o más agresivo que el que había propiciado su expansión en el mundo entero. No parecía que las cosas fueran a cambiar de un día para otro, pero habría que mantenerse al tanto de tan prometedora innovación. Así se lo comentó a Roberto tan pronto como el señor Dalmau se despidió cortésmente y atendió a nuevos saludos de importantes hombres de negocios.

—No te preocupes, hermano —lo tranquilizó Roberto—. Todo eso déjamelo a mí.

En aquel momento, sin embargo, ninguno de los dos Roca pudo ni siquiera intuir lo trascendental que serían los presagios del informado señor Dalmau.

No esperó Roberto a Rosendo
Xic
que, después de la interesante conversación, se eternizó en cuestiones vanas y sin interés. En la soledad de su palco se asombró del patio de butacas y del lujo desmesurado, casi agresivo a sus principios. El ligero malestar hizo que bajara la vista y se concentrara en el programa de mano. Empezó a leer la sinopsis del argumento y al poco sintió crecer una intensa ansiedad. Entonces su hermano apareció tras las pesadas cortinas de terciopelo granate.

—Esto es una maravilla. Tenemos dos nuevos contratos apalabrados y eso que todavía no hemos llegado al descanso…

—¡Eres un estúpido y un patán, Rosendo! —lo interrumpió Roberto con rabia.

—Pero bueno, ¿qué te pasa ahora? —Rosendo
Xic
estaba completamente desconcertado.

—Estoy harto de tu vanidad y de tus ambiciones burguesas, sólo te interesa el dinero… Ni siquiera se te ha ocurrido mirar de qué narices va la obra, ¿verdad?

—¿La obra…? ¿A qué te refieres? —preguntó Rosendo
Xic
sin entender.

—Resulta que la protagonista acabará muriendo de tuberculosis… ¿Crees que tengo estómago para ver el dolor de mamá interpretado por una diva histérica?

Rosendo
Xic
se quedó sin habla ante la inusitada agresividad de su hermano. Jamás le habría permitido que lo tratara de ese modo; sin embargo, la razón de su enfado lo desarmó.

—Perdona, yo no sabía…

—Calla, no lo estropees todavía más.

Y abandonó airado el palco lanzando el programa contra su hermano.

Rosendo
Xic,
hundido en su butaca con la cara enrojecida, sintió el peso de las miradas de los balcones cercanos. Abrió el programa y se fijó en el argumento. Cuando acabó, unas lágrimas asomaron a sus ojos. Levantó la vista y vio a una bella dama observándolo. Ella le aguantó la mirada unos instantes y luego sonrió levemente, como indicándole su comprensión. Inmediatamente después bajó el caudal de gas de las luces y el brillo en las mejillas de Rosendo
Xic
refulgió aún con mayor fuerza.

Así, solo, la representación se inició para el heredero Roca como una carga y una afrenta, como lo había sido para su hermano. Sin embargo, al poco de empezar, se dio cuenta de que la historia estaba tratada con gusto y verosimilitud y pronto la tragedia desplegó las alas de la catarsis y lo absorbió por completo. En los momentos de mayor angustia, Rosendo
Xic
levantaba los ojos y se encontraba con aquel rostro de porcelana que parecía entenderlo tan bien. Casi sin darse cuenta llegó el intermedio.

Las luces se avivaron y Rosendo
Xic
se recompuso para otear el palco de su anónima compañera: estaba vacío. Sintió entonces un impulso irrefrenable de abandonar el teatro y, antes siquiera de poder razonar, percibió que la cortina se abría tras él con timidez. Era el rostro de la hermosa dama, medio escondido tras su abanico parcialmente desplegado, que lo miraba amable y tierno.

—Buenas noches, caballero. Soy Violeta Masdurán.

—Buenas noches —respondió Rosendo
Xic
azorado. Aquello era una señal, «Violeta» era también el nombre del personaje principal, la decidida mujer en búsqueda del amor verdadero.

—¿Y usted es…?

—¡Oh! Disculpe mi torpeza, señorita Masdurán. Soy Rosendo Roca hijo, para servirla.

Y Violeta le acercó su mano lánguida y delicada. Rosendo
Xic
la cogió hipnotizado y, sin saber muy bien qué hacer con ella, la miró y le dio la vuelta con lentitud. Contempló fijamente su palma enguantada en encaje, hasta que salió de su aturdimiento como recién despertado de un sueño. Le dio de nuevo la vuelta y besó su dorso posando con suavidad los labios. Sin soltarla todavía, levantó la mirada directamente a los ojos de la bella dama y dijo casi en un susurro:

—Es un verdadero placer.

Capítulo 91

El hijo mayor de Rosendo Roca llevaba varios días inquieto, no eran buenas las noticias que llegaban del sur de España. El sábado 19 de septiembre de 1868 las fuerzas navales con base en Cádiz se habían sublevado contra el reinado de Isabel II. Pese a las perspectivas de cambios favorables, Rosendo
Xic
sabía que al levantamiento militar le podía seguir una impredecible revuelta popular. Cualquier movimiento revolucionario era malo para los negocios de modo que pretendía ahora que no corriera eh exceso la voz. Se debía mantener la calma y conservar el máximo de estabilidad posible en la colonia hasta que la situación se aclarase.

Como cada día, a las seis menos cinco de la mañana, Rosendo
Xic
acudió a la fábrica en medio del ambiente denso y la algarabía por el cambio de turno. Los trabajadores que cedían su lugar dedicaban al reemplazo algún que otro gesto amistoso bajo la tenue luz del gas de carbón.

—Ten cuidado con mi preciosidad… la acaban de engrasar y funciona como la seda —le dijo Fermín Busquets a Carlos Martínez, el contramaestre.

Fermín Busquets cumplía eficazmente con su labor en la fábrica desde el principio de ésta y se había revelado como un operario extraordinariamente habilidoso.

—Al final me voy a ver obligado a hablar con Clara sobre tu relación con esta máquina… —le respondió divertido Carlos.

—A Clara no le importa. Pero yo sí que hablaré con alguna de esas amigas tuyas a las que ves siempre después de nuestra partida en el casino y les avisaré de tu extensa lista de amistades… Vigila, el éxito puede cegar a cualquiera. —Fermín le guiñó un ojo y sonrió.

Carlos se había convertido en un personaje muy admirado por la comunidad. Desde que fuera el responsable, cinco años atrás, de que Fernando Casamunt cayera del caballo, su piel tostada y curtida y su oscuro pelo salpicado de canas hacían soñar a las mujeres solteras de la colonia.

Carlos rió:

—No te pases, Fermín… a tu edad yo respetaba más a mis mayores —dijo mientras se remangaba la camisola y dejaba a la vista sus velludos y musculosos brazos.

—De acuerdo, de acuerdo… no quiero hacerte enfadar, no vaya a ser que reciba una reprimenda femenina —bromeó Fermín.

Al cruzarse con Rosendo
Xic,
los dos trabajadores interrumpieron su conversación. El director los saludó con un gesto discretamente hosco que reforzó la distancia evidente entre ellos. Carlos y Fermín le correspondieron con un seco «Buenos días» acompañado de un leve movimiento de cabeza. Ese distanciamiento que Rosendo
Xic
utilizaba para hacerse valer era, paradójicamente, el motivo por el que la mayoría de los trabajadores no le profesaban aprecio ni respeto.

Rosendo
Xic
subió con paso decidido las escaleras hasta las oficinas del falso primer piso de la nave. El ruido se quedaba abajo y él podía así centrarse en su actividad: los números, las cuentas y los clientes. Colgó la chaqueta en el respaldo de su silla, sacó de uno de los cajones la carpeta con los pedidos cumplidos y, poniéndose delante el libro de cuentas, se dispuso a anotarlos concienzudamente. No conocía otra manera.

Debía de haber transcurrido media mañana cuando el rumor de la fábrica decreció repentinamente y unos gritos alcanzaron los oídos de Rosendo
Xic.
Extrañado, se puso en pie y salió de su despacho. Desde la barandilla que daba a la planta baja vio que muchas de las máquinas se habían detenido mientras numerosos operarios se congregaban alrededor de un líder que no cesaba de vocear. Rosendo
Xic
distinguió con sorpresa la figura de su hermano pequeño, al cual hacía todavía en Barcelona, exclamando animosamente oraciones revolucionarias.

—¡La reina Isabel II ha caído! ¡Viva la libertad!

Los trabajadores le prestaban atención y vitoreaban sus palabras. Rosendo
Xic
negó con la cabeza al darse cuenta de lo que se le venía encima.

—Esto es una demostración de que peleando se consigue lo que sea. ¡Viva Topete, viva Prim!

—¡Viva! —vociferaban los empleados sumándose a su entusiasmo.

—¿Quién es Topete? —preguntó otro de los contramaestres a Carlos.

—Fue el primero en sublevarse en Cádiz hace una semana y parece que no ha sido el único. La reina ha tenido que abandonar el país —explicó Carlos.

—Caramba, y ¿cómo te enteras tú de estas cosas? —le preguntó extrañado.

—Tengo mis propias fuentes —respondió, enigmático, mientras se esforzaba por seguir escuchando a Roberto.

El compañero le golpeó el hombro y estalló en una carcajada:

—Claro, se me olvidaba… ¡el señor importante!

Carlos, serio, reclamó silencio y ambos continuaron escuchando el anuncio de Roberto.

—¡Hay que luchar por nuestros derechos y derrocar al poderoso!

—¡Sí! —exclamaron todos los presentes alzando sus manos.

—¡Hay que establecer este día como un festivo porque representa una victoria! ¡Nuestra victoria! ¡Ahora tendremos democracia!

Roberto, al ver a su hermano mayor observarlo desde lo alto de la nave, se dirigió a él igualmente sobreexcitado:

—¡Hermano! ¡Hemos ganado! ¡La reina se ha ido! ¡Hay que celebrarlo!

El gesto de Rosendo
Xic
se endureció de tal manera que provocó la reacción sobrecogida de Roberto. enseguida, el pequeño Roca subió las escaleras y acompañó a su hermano al interior del despacho. Mientras tanto, los trabajadores, encendidos, continuaron con la celebración. Tras cerrar con violencia la puerta, Rosendo
Xic
preguntó:

—¿Te has vuelto loco?

Roberto abrió los ojos en señal de extrañeza y frunció el entrecejo.

—No voy a permitir que me estropees esto. No. Hoy es un gran día y hay que festejarlo, me da igual lo que digáis tú y tus alucinaciones de burgués.

—¿Pero es que has perdido el poco seso que tenías? —dijo Rosendo
Xic
tocándose la sien—. ¿Qué tiene todo esto que ver con nosotros?

—¿Qué dices? ¿No te das cuenta? Es el cambio que estábamos esperando. ¡El único que no se alegra eres tú!

—No podemos perder producción sólo porque unos cuantos militares de tres al cuarto hayan decidido que quieren gobernar.

—Te lo advierto: no insultes al poder revolucionario, hermano. —Roberto levantó el dedo índice de manera amenazadora y a continuación, su gesto se tornó frío. Entrecerrando sus enormes ojos castaños, desafió a su hermano de la mejor manera que se le ocurrió—: Es más, estoy pensando en dedicarme a la política. Hay que hacer realidad el cambio que este país necesita.

—¡Lo que me faltaba por oír! ¡Política! ¡Qué despropósito! Y vas a dejar la fábrica, claro. ¿Así es como pagas el esfuerzo a nuestro padre? ¿Acaso los políticos pican piedra día y noche?

El silencio se hizo entre los dos hermanos durante un momento. Roberto, tomando asiento, dijo con tono seguro:

—No me has entendido, no voy a dejar la empresa, voy a hacer las dos cosas.

—No digas tonterías, eso no puede ser y lo sabes. Tu deber está aquí —le recriminó Rosendo
Xic
y tomó también asiento.

Con los nervios aún crispados, Rosendo
Xic
se dio repentinamente cuenta de que los gritos de victoria procedentes de los trabajadores habían cesado. A juzgar por el silencio, las máquinas se mantenían paradas. El mayor de los Roca se levantó de un impulso de la silla y se asomó a la ventana del despacho, la puerta de la nave estaba abierta y la fábrica vacía. Los trabajadores habían salido.

La situación en el país obedecía a la culminación de un largo período de desgaste con el poder en manos de unos gobernantes incapaces de aportar soluciones. El impopular aumento de la presión fiscal para rescatar la Hacienda pública no hizo sino agudizar el malestar general. A la crisis de las finanzas había que sumar la agraria e industrial. La corona, por su parte, conservaba su patrimonio intacto. La reina, la derrocada Isabel II, había caído en el desprestigio y lo pagaba ahora con un exilio forzado hacia Francia. El nuevo gobierno provisional, una vez hubo desarmado a la Milicia Nacional y disuelto las Juntas revolucionarias que se habían creado en algunas ciudades, reconoció las libertades fundamentales y el sufragio universal para los hombres mayores de veinticinco años. Se confiaba además en que una nueva Constitución consagrara la separación de poderes y la libertad en ámbitos como la religión, la enseñanza, la imprenta y la asociación, aspecto este último de vital importancia para las expectativas obreras.

Cuando los dos hermanos accedieron al exterior de la fábrica se encontraron con todos los operarios en la calle vitoreando las palabras que Roberto, «el hijo del jefe», les acababa de inspirar hacía tan sólo unos minutos:

—¡Viva España con honra! ¡Viva la libertad!

Progresivamente, las voces de los trabajadores fueron llamando la atención de los demás habitantes de la colonia. Poco a poco, los comerciantes, que se hallaban cumpliendo con su tarea tranquilamente hasta ese momento, se aproximaron al lugar del que procedía todo el alboroto para descubrir de qué se trataba. Incluso algunos operarios del turno de noche, a los que se suponía durmiendo, estaban ya allí. Todos se contagiaban del espíritu festivo. También Sofía y Valerio Aldecoa, que rápidamente se aproximaron a Roberto para compartir la exaltación.

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