Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—¡Roberto! ¿Cómo te has enterado? ¡Qué buenas noticias! Al fin seremos un pueblo con voz y voto —le dijeron mientras le daban un cariñoso abrazo.
—Acabo de llegar de Barcelona y se lo he contado a todos. —Roberto sonreía mirando de soslayo a su hermano, que observaba aquel jaleo con expresión adusta.
—Puede que haya cambiado el gobierno, pero no por eso hay que dejar de trabajar —intervino Rosendo
Xic
en la conversación a la vez que dirigía miradas malhumoradas a sus oyentes. Después trató de llamar la atención sobre el bullicio—: ¡Eh! ¡Todos los que están bailando y riendo, será mejor que llevéis vuestra alegría al interior de la fábrica!
Pero nadie lo escuchaba. Los trabajadores continuaban saltando y danzando sin necesidad de música que los acompañase.
—¡Eh! ¡Vamos! ¡Todos a trabajar! —La voz de Rosendo
Xic
trataba de imponerse cada vez más enfadada.
—¡No! —se oyó gritar a Carlos Martínez cerca de ellos—. Roberto ha dicho que hoy es fiesta y le obedeceremos como gran patrón que es. ¡Hoy estamos de celebración! —Con una sonrisa forzada le dio a Rosendo
Xic
una sonora palmada irreverente en el hombro. Acto seguido se aferró a una muchacha y comenzó a bailar con ella, alejándose.
Rosendo
Xic
se quedó de piedra. Un simple obrero acababa de desautorizarle. Dirigió una mirada gélida a su hermano y éste respondió quitándole hierro al asunto antes de añadirse nuevamente a la fiesta:
—No pasa nada, Rosendo. No se lo tengas en cuenta. Mañana ya seguiremos trabajando.
El máximo responsable de la fábrica sintió una ira infinita hacia ésos que le ninguneaban y desdeñaban su poder para cedérselo injustificadamente a su hermano. Sin querer reconocer que era una cuestión de orgullo, se dijo a sí mismo que todos aquellos jaraneros no apreciaban que su intención era hacer lo correcto para que las cosas funcionaran. Era él quien, preocupado, no dormía en aquellos tiempos difíciles. Nadie parecía querer entender la importancia de que el engranaje continuara en marcha. Y aquello no podía quedar de esa manera.
Sin decir una palabra más abandonó el lugar con determinación y se adentró en la fábrica hasta su despacho. De la caja fuerte extrajo un pesado saco que se cargó a la espada y trasladó sin demasiado esfuerzo hasta la parte trasera de la nave. Fue derecho hacia los guardas que esperaban la salida de la próxima mercancía cuyo transporte deberían proteger. Se dirigió a ellos:
—Los trabajadores se han descontrolado por razones ajenas al negocio y necesito que vuelva el orden. Os advierto que no quiero violencia, sólo que se asusten para que entren en sus cabales. Cargad las armas con pólvora, nada de balas.
Y dicho esto, repartió las armas quedándose también él con una. Los hombres cogieron extrañados pero agradecidos los trabucos y pistolas: una buena ocasión para hacerse respetar en la colonia.
Mientras los cargaban caminaron en silencio mirándose unos a otros, sorprendidos y sin entender qué era lo que estaba pasando. Rosendo
Xic
no estaba seguro de haber tomado la decisión correcta pero, en cualquier caso, ahora ya no había marcha atrás.
Entre los trabajadores corría el vino y los brindis alocados. El hijo del amo les había permitido convertir aquel día en domingo sin saber muy bien por qué y había que aprovecharlo.
—¡Viva Roberto! —exclamó Carlos con la botella en la mano..
—¡Viva! —le siguieron todos.
Roberto se unió sonriente y ufano por la simpatía que todas aquellas personas demostraban profesarle.
En ese momento se oyó un disparo en el aire que paralizó de un sobresalto el ambiente festivo. La multitud dirigió asustada su mirada al origen de tal estruendo. Era Rosendo
Xic
acompañado de tres guardas.
—¡Que todo el mundo vuelva ahora mismo a su trabajo! —ordenó, severo, el hijo mayor de Rosendo Roca.
Todos los presentes lo miraron atónitos. Del arma que acababa de disparar emanaba un amenazante humo. Entonces Roberto se aproximó ya algo ebrio a su hermano y con voz queda le increpó:
—¿Pero qué estás haciendo?
Rosendo
Xic
le dirigió una mirada llena de rencor y tan sólo dijo:
—Todo esto es por tu culpa.
Roberto, dolido, entrecerró los ojos y frunció el ceño. El alcohol lo había convertido en un sujeto más bien sensible. Sin saber muy bien cómo ni por qué, le vinieron a la memoria recuerdos infantiles, entre ellos, el incidente en el río con su hermano. Lo había rememorado de forma recurrente y cada vez experimentaba la misma sensación de culpabilidad que estaba sintiendo en ese preciso instante.
Mientras tanto, los trabajadores observaban estupefactos la situación. Estaban confusos, se suponía que ése era un día alegre, así lo había proclamado uno de sus patrones. El silencio se hizo entre los presentes. Sólo el continuo rumor de la turbina y la máquina de vapor entorpecían ese mutismo incómodo. Hasta que Carlos Martínez finalmente habló:
—De aquí no nos movemos.
—¿Cómo dice? —dijo Rosendo
Xic
al volverse desconcertado hacia el obrero. Al reconocer que era el de la reciente impertinencia, le preguntó altivo—: A todo esto, ¿quién es usted, si no le importa?
Roberto se atrevió a responder:
—Carlos. Se llama Carlos Martínez.
Rosendo
Xic
arqueó la boca en un gesto de profundo disgusto. Sabía que le pagaba puntualmente el sueldo desde hacía muchos años.
—Sí, ése es mi nombre y trabajo en su fábrica. Si no se acuerda de mí es seguramente porque nunca se ha dignado a mirarme. Y lo que digo es que de aquí no se mueve nadie. No pueden jugar con nosotros a su antojo ni tratarnos como escoria. Somos trabajadores y tenemos nuestros derechos.
Las personas que se hallaban alrededor de Carlos comenzaron a asentir mirándose los unos a los otros. La afirmación se transformó rápidamente en ovación.
—Roberto ha hablado de democracia y de ser escuchados. Quizá deberíamos empezar a aplicar también aquí las mejoras que el resto del país parece estar viviendo.
—¡Sí! ¡Eso es, Carlos!
Desinhibidos, los trabajadores alzaban sus manos en señal de reafirmación. Carlos estaba defendiendo sus posiciones en aquella colonia.
—Llevamos muchos años cumpliendo con un sistema que se ha quedado antiguo. Hay que renovarse y empezar a aplicar ideas rescatadas de la clandestinidad.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Rosendo
Xic
manteniendo su suficiencia.
—Que quizá usted no se dé cuenta porque se pasa la vida encerrado en ese despacho, pero también nosotros necesitamos mejorar muchas cosas y creo que ha llegado el momento.
—A usted no le importa lo que yo hago o dejo de hacer —rechazó Rosendo
Xic—.
Por lo demás, creo que todos tienen justo lo que necesitan aquí en la colonia. Cuando llegaron les expusimos con claridad las condiciones, de modo que no entiendo que se quedaran si no les parecían adecuadas. Debo deducir que sí, que entonces las encontraron justas. Que yo sepa, no he incumplido el acuerdo así que hagan el favor de volver a sus puestos de trabajo o me veré obligado a tomar medidas más… drásticas. Si alguno de ustedes no se encuentra a gusto aquí, puede abandonar la colonia cuando le plazca, llevándose a la familia, naturalmente. —Y remarcó en especial la última frase.
Roberto se mantenía impertérrito ante la situación que sin querer había provocado. Era el momento que tantas veces había temido; tocaba elegir entre las ideas que defendía y el papel que se suponía le correspondía en el negocio y la familia Roca.
—Quizá deberíamos escuchar lo que tienen que decir. —Se atrevió a sugerir.
enseguida, entre los oyentes surgió un aplauso.
—¡Eso es! ¡Aprenda de su hermano, señor director!
Rosendo
Xic
giró la cabeza en dirección a Roberto y le habló muy lentamente con los dientes apretados por la rabia:
—No hables. No hagas nada.
Poco a poco, los presentes se añadieron a la protesta del primero y empezaron a violentar la situación.
—Usted es el que se debería callar. Siempre tan arrogante —añadió uno de los obreros.
Entonces, entre la multitud surgió volando una botella en dirección a Rosendo
Xic,
que se apartó dando un salto hacia atrás. Al estallar sobre el suelo se hizo un silencio extremadamente tenso. Los guardas se adelantaron en formación con las armas en la mano.
—¡Mirad a los perros guardianes!
—¡Incumpliendo la norma que estableció su padre! ¡Él prohibió las armas aquí dentro!
—¡No merece ser hijo de quien es!
Las protestas se sucedían haciendo caso omiso a los escoltas que, cada vez más cerca de los alborotadores, trataban de contener la embestida con gestos amenazadores.
—Vuelvan a sus trabajos… No nos obliguen a hacer nada de lo que nos tengamos que arrepentir todos.
Otra botella de vino voló por los aires impactando en la cabeza de uno de los guardas, que cayó al suelo conmocionado. Sus compañeros se agacharon rápidamente para comprobar su estado y, tras confirmar con alivio que estaba consciente, se enfrentaron a aquel tumulto recurriendo ya a la violencia.
—El próximo en tirar una botella probará mi trabuco aunque sea a mamporrazos…
Los ánimos estallaron. Los trabajadores se empujaban unos a otros tratando de superar el cada vez más alterado cordón de guardas.
Rosendo
Xic
y Roberto observaban preocupados los acontecimientos cuando, al fondo, de repente, la maraña de personas comenzó a dispersarse formando un pasillo que se abría hacia el lugar donde se concentraba el forcejeo. Con ritmo pausado, una figura avanzaba por el corredor entre la muchedumbre. A cada paso, las personas que dejaba tras de sí quedaban retraídas, como si pasara frente a ellas un espejo gigante capaz de acreditar lo insostenible de las circunstancias. A medida que se acercaba, los dos hermanos pudieron reconocer la figura.
Para cuando se detuvo frente a ellos, nadie se movía. Tampoco los guardas. En mitad de aquel silencio aturdidor, Rosendo Roca les dedicó a sus hijos una mirada llena de amargura y de palabras de disgusto que no se llegarían a pronunciar. Sin hacer más, continuó su camino hacia el interior de la fábrica. Era hora de volver a engrasar la maquinaria.
Los presentes, entendiendo lo desmadrado de la situación, comenzaron a dispersarse desordenadamente para volver a sus puestos de trabajo. Entre los hombres y mujeres que caminaban cabizbajos empezó entonces a correr como la pólvora un mensaje cargado de contenido:
—Esta tarde, reunión en el casino después del turno. Pásalo.
Aquella mañana Rosendo
Xic
se había entretenido en la casa del Cerro Pelado: tenía el ánimo abatido. Anita y Álvaro estaban desayunando con él mientras escuchaban lo sucedido el día anterior en la fábrica, y no salían de su asombro.
—Roberto es un inconsciente. Espero que esta vez aprenda la lección…
—Seguro que sí, Rosendo. Lo que pasa es que a veces se deja llevar por ese sentimiento combativo que siempre ha tenido —corroboró Álvaro—, pero al final siempre acaba entrando en razón, acordaos de la primera vez que compartimos
ring
al lado del río…
—Sí, sí —suspiró Rosendo
Xic.
Volviendo sobre el tema añadió—: Lo peor es que estoy seguro de que esto todavía no ha acabado.
Lo dijo dando un sorbo a la taza de café que tenía frente a él en la mesa.
—Quizá los trabajadores hayan comprendido la situación —trató de consolarlo Anita—. Ellos respetan a esta familia.
—Habla por ti, por Roberto y por nuestro padre… A mí no me reconocen autoridad. Tenías que haberlos visto ayer; incluso intentaron golpearme con una botella.
—Porque estaban bebidos y desmadrados —evidenció rápidamente Anita.
—Si ayer se exaltaron tanto, no creo que cambien su posición de un día para otro —confirmó Álvaro. Anita lo miró con sorpresa y él añadió—: Por muy bebidos que estuviesen…
—Sí, no lo mires así, Anita. Más tarde me enteré de que ayer mismo convocaron una reunión en el casino al finalizar el turno.
—¿En el casino? —preguntó ella.
—Lo han tomado como su lugar de tertulia, suelen ir a charlar y divertirse. —Tras una pausa, Álvaro continuó—: Entonces, a estas horas los obreros del turno de noche deben de estar igualmente al corriente.
—¿Y esa tal Verónica? —indagó la joven Roca para cambiar de tema.
—¿La que regenta el casino? ¿Qué pasa con ella?
—Dicen que papá intervino para que la contrataran. ¿Acaso la conocía?
—Héctor me dijo que antes vivía en la zona. Es una vieja amiga de la infancia —informó Rosendo
Xic.
—Ah… —respondió asintiendo Anita, pensativa.
—No pienses en nada extraño, querida. Tu padre ni siquiera habla desde que tu madre murió. —La tranquilizó Álvaro.
—Claro, claro… —respondió ella con seguridad—. Oye, Rosendo, y tú, ¿cuándo nos vas a presentar a esa novia tuya?
—¿Qué? —preguntó distraído—. ¿A Violeta? No lo sé, Anita, ahora mismo eso es lo último que me preocupa…
—Pues debería ser lo primero, ¡ay el amor…! Me muero de ganas por conocer a alguna de las novias de mis hermanos, porque Roberto creo que se ve con alguien también. ¿Tú sabes algo? —preguntó Anita sonriente a su hermano. Al ver que no lograba respuesta, la joven intervino directa—: No te precipites, Rosendo, espera a ver cuál ha sido el resultado de esa supuesta reunión. No lo des todo por hecho. Confía en que las cosas irán bien.
Roberto había optado por acudir muy temprano aquel día al despacho de la fábrica. Lo sucedido durante la jornada anterior lo había mantenido en vela gran parte de la noche. Al final, había tenido que acudir su padre para contener la situación. ¿Es que todavía no estaban preparados ni él ni Rosendo
Xic
para asumir tal responsabilidad? Lo cierto era que le irritaba que su hermano no tuviera en cuenta sus propuestas. Seguramente, algo tenía que cambiar para transformar su rivalidad en algo positivo.
Rodeado por el ruido ambiente de la actividad normal de la fábrica, el pequeño de los Roca se hallaba sentado en la silla que solía ocupar su hermano, el director. De frente a la puerta, miraba a la nada mientras reflexionaba sobre sus actos y fumaba un cigarrillo. Oyó que alguien llamaba. Se enderezó rápidamente y apagó el cigarrillo pisándolo en el suelo.