La hija del Nilo (53 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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El oficial carraspeó.

—Mi nombre es Hermócrates, de la guardia real de su majestad el rey Ptolomeo.

—¿Estás al mando de esa guardia?

—En este momento sí.

—¿Significa eso que hay otro oficial al mando, pero que no está presente?

—Dices bien. El jefe de la guardia es el general Aquilas, que únicamente rinde cuentas ante el rey Ptolomeo.

César se acercó a una distancia prudencial, la suficiente para no tener que levantar la voz. Sus lictores se habían apartado un par de pasos a ambos lados.

—Sólo mencionas a Ptolomeo. ¿Qué hay de la reina Cleopatra, su hermana y esposa?

Hermócrates tragó saliva, nervioso. César tenía la impresión de que aquel hombre estaba «lamiendo la letrina», como decían en la jerga del ejército para referirse a alguien que se veía obligado a realizar una tarea desagradable que no le correspondía.

—No sé de qué me hablas. Ese matrimonio nunca ha existido. No hay más rey legítimo que Ptolomeo.

—Como tú quieras, Hermócrates. Dime, ¿hay más barcos romanos en Alejandría?

—Esta ciudad es la más rica del mundo. Todos los días llegan más de mil barcos a Alejandría. Seguro que hay muchos romanos entre ellos. Pregúntale al capitán del puerto, no a mí.

César se acercó otro paso. Le sacaba media cuarta al oficial y se enderezó aún más para resaltar esa diferencia de estatura.

—Hermócrates, si ese necio comentario se debe a pura ineptitud, dile a tu general Aquilas que busque a otro hombre más inteligente. Si pretendías ser sarcástico, te aconsejo que conmigo te guardes tu sentido del humor en el mismo sitio del que parecen brotar tus pensamientos. ¿He de explicarte cuál es?

El oficial echó una mirada a su alrededor, evaluando fuerzas. César no tenía que volverse para saber que ya habían desembarcado en perfecta formación más de mil legionarios, un contingente muy superior al que les cerraba el paso.

—No. No tienes que explicármelo.

—Vuelvo a preguntarte. ¿Ha venido en estos últimos tres días algún barco militar romano?

—No que yo sepa.

—¿No se encuentra aquí el general Gneo Pompeyo?

—No que me conste.

Hermócrates había parpadeado y apartado la mirada una fracción de segundo. «Miente, o sabe algo de Pompeyo», pensó César.

Le dio la espalda a aquel subalterno, miró hacia el Faro y respiró hondo. Soplaba una brisa agradable impregnada de olor a sal. Según los libros y los comentarios de León, ésa era una de las razones por las que Alejandro había fundado allí la ciudad. Durante la mayor parte del año, y especialmente en verano, el viento predominante venía del norte y refrescaba y purificaba la atmósfera.

Había otra ventaja. Como la inundación llegaba en los meses de más calor, alrededor de Alejandría no se originaban las charcas de aguas estancadas típicas del estío. En Roma, en verano, por más que las cloacas drenaran las zonas bajas, olía a cieno y pecina y el aire estaba plagado de mosquitos; por eso los más adinerados huían de la urbe para alojarse en sus mansiones de la playa o sus fincas del campo.

No obstante, pese a la brisa, el sol de Alejandría se hallaba apreciablemente más alto que el de Roma, y eso se notaba en la fuerza de sus rayos. Si seguía más rato a la intemperie, César, que había dejado su yelmo en manos de Saxnot, no tardaría en quemarse la calva.

Se volvió de nuevo hacia Hermócrates.

—Estoy perdiendo el tiempo aquí. Quiero ver a tu rey Ptolomeo y transmitirle los saludos de su amiga y aliada, la República de Roma.

—Me temo que eso va a ser imposible.

—Explícate.

—Su majestad no se encuentra en Alejandría.

—¿Y dónde se encuentra?

—No estoy autorizado para decírtelo.

César se acercó un último paso y le plantó una mano en el hombro. Uno de los soldados de la guardia hizo ademán de adelantarse, pero Saxnot se interpuso. Bastó con que apoyara los dedos en la empuñadura de aquella espada de un metro de hoja para que el griego se lo pensara mejor.

—Yo te autorizo, Hermócrates —dijo César—. Habla.

—El rey se encuentra en Pelusio. Con el general Aquilas y la mayor parte de la corte.

César hizo memoria. Pelusio era el fuerte que marcaba la frontera oriental de Egipto. Cuando bebía de más, Marco Antonio se jactaba de que había tomado sus murallas trepando el primero por una escala.

Si el rey y su primer general se hallaban en la frontera, tenía que ser para evitar una invasión. ¿De qué podía tratarse? Después de aplastar a Craso, los partos llevaban tranquilos unos años. César no quería ni pensar en la posibilidad de que hubieran organizado una expedición contra Egipto...

No, no podía ser eso. Sin duda, guardaba relación con el hecho de que Hermócrates sólo hablara del rey Ptolomeo.

—O sea, que han ido a guerrear contra Cleopatra.

—Eso se halla fuera de mis competencias. Yo no estoy más que para guardar la seguridad en palacio.

—Pues llévame ya a ese palacio. Quiero entrevistarme con quien esté al cargo de la ciudad en este momento. Y sospecho que no eres tú.

Hermócrates hizo el gesto de tragar saliva de nuevo, aunque a esas alturas ya debía tener la boca seca, y asintió.

—Te ruego que me sigas, noble César. ¿Es necesario que vengan todos tus...?

—Sólo los que ves en el muelle —contestó César con una sonrisa inefable.

Pasaron por entre los enormes pilonos que flanqueaban la puerta, dos estructuras de granito a medias entre una torre y una pirámide truncada, ornamentadas con relieves pintados en vivos colores. Las imágenes más llamativas representaban a reyes que parecían gigantes comparados con los diminutos enemigos a los que aplastaban bajo sus pies.

Al otro lado del muro se abría un gran patio rodeado por una columnata dórica. Las esculturas que lo decoraban eran egipcias: hombres en posturas rígidas y ataviados tan sólo con faldellines, y mujeres vestidas con túnicas pegadas que insinuaban sus formas. Pero éstas eran tan estilizadas que no despertaban nada remotamente parecido a la lujuria.

Hermócrates hizo un débil intento de llevarlos al distrito Beta, separado por otra muralla del palacio real. Según les explicó, allí estaba el Filoxenión, el palacio donde se alojaron el mismo Pompeyo o Aulo Gabinio. César se limitó a enarcar una ceja y decirle: «No nos saques de la Alfa. Al palacio real». Y poniendo una mano sobre el hombro de León, añadió:

—Y no trates de extraviarme en este laberinto, Hermócrates, que traigo mi propio hilo de Ariadna.

Tras cruzar varios pasillos y pórticos, llegaron a un segundo patio incluso más grande que el primero. Entre otros dos pilonos se abría una puerta de doble hoja decorada con chapas de oro repujado.

—Ésta es la sala de audiencias principal, César —dijo Hermócrates.

—Esperaré aquí. Tráeme a alguien que tenga autoridad.

Mientras el oficial se marchaba a cumplir el encargo —o quién sabe si a autoexiliarse a otro país—, César dejó a los soldados en el patio y pasó a la sala de audiencias con sus lictores y un reducido grupo de acompañantes.

El lugar era tan grande que en su interior habrían podido reunirse dos o tres senados. Aunque había ventanas en dos de las paredes, el salón se hallaba sumido en una tibia penumbra que se agradecía después de la luz casi punzante del exterior. Avanzaron por la galería central, rodeada por enormes columnas doradas.

Las pisadas de César y su séquito despertaban ecos lejanos en las paredes, decoradas con pinturas de abigarrados colores. Las losas de mármol jaspeado estaban tan bien encajadas que no se apreciaban las junturas, como si todo el suelo formase una sola y enorme pieza. Al fondo de la sala, varios criados se dedicaban a fregarlo y encerarlo, pero salieron corriendo al ver entrar a los romanos.

«Tendré cuidado de no dar un traspiés», pensó César, contemplando su propio reflejo en el mármol. Los clavos del calzado militar producían un sonido impresionante en aquella superficie, pero a cambio el peligro de resbalar era mayor. Dar con sus huesos en el enlosado no sería lo más conveniente para su dignidad de cónsul de Roma.

Al fondo se levantaba un estrado de basalto negro en contraste llamativo con el mármol del suelo. Sobre él se alzaba un solo trono, aunque había espacio para dos. A Cleopatra debían de haberle retirado el suyo.

El trono en sí era un butacón dorado con gemas incrustadas. En el respaldo, pintada o tal vez vidriada, se veía una escena de corte: un rey tocado con la doble corona de Egipto y sentado en un trono mientras un dignatario se inclinaba ante él.

A César le resultó curioso pensar que, cuando el rey se sentaba, una copia de sí mismo quedaba oculta detrás de su espalda. Se imaginó un curioso juego de espejos en que el soberano de la pintura se levantara para mostrar que en el respaldo de su trono había a su vez un tercer monarca sentado en su trono, y así hasta el infinito. «Otra curiosa aporía para Zenón», pensó, acariciando la cabeza de león del apoyabrazos.

—¿Estás pensando en sentarte en él?

Se volvió. Claudio Nerón lo miraba con una expresión a medias entre el rechazo y la extrañeza.

—No estoy tan viejo ni cansado para necesitar asiento.

—No me refería a eso, César. Es un... trono. De rey.

Era la vieja cantinela de sus enemigos. César conspiraba para abolir la República y convertirse en rex.

—¡Déjate de tonterías! Un trono es un símbolo nada más.

—Pero los símbolos son importantes.

—Sólo para quienes los entienden. —César señaló los jeroglíficos que recargaban el respaldo del asiento—. ¿Tú entiendes esto? Yo no. Para mí estos signos no representan nada, del mismo modo que este trono no es más que una silla. Las fasces de mis lictores, en cambio, poseen mucho significado para mí y muy poco para ese infeliz de Hermócrates.

—No deben significar tan poco cuando lo han impresionado lo suficiente para traernos hasta aquí contra su voluntad.

—Han sido más bien los legionarios que los lictores. Las cotas de malla y las lanzas son símbolos que hasta los más lerdos saben interpretar.

A la izquierda del trono, entre dos pilastras adosadas a la pared, había una puerta que empezó a abrirse. Lo insólito fue que lo hizo sola: las dos hojas plateadas se deslizaron silenciosas por unos rieles de metal que dibujaban sendos arcos.

—¿Qué es esto, León? —preguntó César, bajando del estrado—. ¿Algún tipo de magia egipcia?

—En Alejandría abundan estas maravillas —contestó el rodio—. No sé cómo funciona esa puerta, pero creo que tiene que ver con un fuego que se enciende en una cámara escondida por debajo del suelo.

«Tengo mucho que aprender en esta ciudad», pensó César, sorprendiéndose de no haberla visitado hasta ahora. Rodas podía ser muy hermosa, pero Alejandría era inconcebiblemente más vasta y prometía esconder miles de secretos.

Tras unos segundos, dos personas aparecieron por la puerta. César los conocía, aunque tuvo que rebuscar en la alforja de los recuerdos para encontrar sus nombres.

Serapión y Dioscórides. Dos embajadores que habían acompañado a Auletes durante su destierro en Roma. Dioscórides vestía al estilo griego, era gordo, jovial y algo afeminado al hablar, mientras que Serapión era flaco y callado, usaba una túnica egipcia entallada, llevaba el cráneo afeitado y tenía los ojos maquillados.

—Al fin vemos a un egipcio con pinta de egipcio —murmuró Claudio Nerón.

—¡Oh, César! —saludó Dioscórides—. Es un honor inesperado tenerte en Alejandría.

—¿De veras es inesperado?

Los dos embajadores entrecruzaron miradas.

—Tal vez no tanto —respondió Dioscórides—. Es cierto que nos han llegado noticias de tu... divergencia de pareceres con Gneo Pompeyo Magno.

—Nuestra divergencia, como tú la llamas, se saldó en una batalla en la que participaron setenta mil hombres.

—Sí, también nos llegó la noticia de tu gran victoria en Farsalia. Permite que te ofrezcamos nuestros plácemes.

—Permítenoslo, César —repitió Serapión como un eco.

—Permitido. Ahora, quiero que me contéis exactamente cuál es la situación en la corte. Que está ausente, eso ya lo veo con mis propios ojos.

Con muchos rodeos y florituras retóricas, Dioscórides le explicó que los divinos hermanos se habían enemistado. La razón era que Cleopatra no quería cumplir sus deberes como reina, casándose con el rey y engendrando hijos e hijas para sucederlos a ambos y perpetuar su estirpe. Debido a esa negligencia de Cleopatra, el Nilo había dejado de crecer durante dos años seguidos y se temía que la siguiente inundación fuese igual de exigua. Por eso, el pueblo de Alejandría se había rebelado contra ella obligándola a huir al destierro.

—El pueblo, ¿verdad? —preguntó César, escéptico.

—Así es, César. Cleopatra, llena de rencor, reclutó una horda de mercenarios y bandidos en Siria con el dinero que había robado de las arcas reales y trató de invadir el país. Pero nuestro bienamado rey le ha salido al paso con nuestro glorioso ejército. Ahora se encuentra en la fortaleza de Pelusio, mientras que las fuerzas de la traidora se encuentran en el monte Casio.

—¿Qué monte es ése? —preguntó César. Había estudiado los mapas de la zona antes de venir y las únicas montañas que encontró se hallaban en el interior del Sinaí, en pleno desierto.

—Es un peñasco al borde del mar, César. No llega ni a la mitad de la altura de vuestra roca Tarpeya. Pero aquí hay tan pocas montañas dignas de tal nombre que a cualquier saliente del suelo que proyecte un poco de sombra lo llamamos monte.

César se quedó pensativo. Después dijo a los embajadores que lo llevaran a alguna sala más acogedora, pues quería dictar sendas cartas. Por la misma puerta por la que habían entrado, los dos hombres guiaron a César y a su séquito. De camino, César preguntó a Dioscórides:

—Una curiosidad, buen amigo. ¿Qué magia es la que hace que esa puerta se abra y se cierre sola?

—No es magia sino ciencia, César, aunque mi especialidad es la retórica y no podría explicártela. Tiene que ver con los estudios sobre pneumática del sabio Ctesibio.

—¿Pneumática?

—Vapores, aires, esas cosas —dijo Dioscórides, agitando la mano de una forma a la vez amanerada y graciosa.

Entraron en un despacho lujoso con sillas, divanes y una gran mesa de cedro. César dictó las cartas, una para Ptolomeo, que copió Dioscórides, y otra para Cleopatra, de la que se encargó Menéstor.

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