La hija del Nilo (54 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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En ambas misivas, tras los consabidos saludos, César manifestaba su pesar por las desavenencias entre los dos hermanos y les recordaba que en el testamento de su padre —«una de cuyas copias obra en mi poder»— se estipulaba que Ptolomeo y Cleopatra debían compartir el trono y reinar en armonía. Por tal motivo, como cónsul de Roma y aliado y amigo del pueblo de Egipto, los invitaba a disolver sus ejércitos y regresar a Alejandría para reunirse con él y arreglar sus diferencias. Algo que no resultaría difícil entre personas de una familia tan culta y de tanta altura moral como los Ptolomeos: una pizca de sarcasmo final a la que no se pudo resistir.

—¿Cuánto tardarán en llegar las cartas?

—Con una nave rápida, un día —respondió Dioscórides—. Después, tomando en cuenta lo que suelen durar las deliberaciones de la corte, el rey podría enviarte una respuesta dentro de tres o cuatro días.

—Si el mensaje tarda en llegar un día, Ptolomeo no necesita más que otra jornada para presentarse aquí de vuelta.

—Te pido disculpas por contradecirte, pero dudo que eso ocurra.

Claudio Nerón, que había cogido una manzana de un frutero y estaba masticando un trozo, intervino:

—Quizá puedas añadir unas líneas de tu puño y letra, Dioscórides, para recordarles que quien los convoca es César el vencedor de Farsalia, que está aquí con sus legiones. Si lo dices tú sonará menos grosero, pero igual de eficaz.

César se volvió hacia su legado y lo fulminó con la mirada, pero Nerón tenía los ojos puestos en lo que quedaba de manzana.

«El caso es que lleva razón», pensó.

—Haz como mi legado te dice. Pon diligencia en ello y te deberé todo mi agradecimiento. Ya sabes lo que eso significa.

Dioscórides asintió. Su mediación con Auletes había hecho ganar millones a César, y éste lo había recompensado con quinientos mil sestercios.

Las cartas fueron entregadas a dos funcionarios con instrucciones de despacharlas a Pelusio y al monte Casio. Después, unos criados trajeron bandejas con comida, vino y agua fresca, pues era la hora a la que los romanos solían tomar el prandium.

—Mientras aguardo al rey Ptolomeo y a la reina Cleopatra —les dijo César a Dioscórides y Serapión—, quiero que os encarguéis del alojamiento y alimentación de mis tropas. Tengo ochocientos jinetes del Norte que no querréis ver sueltos por vuestras calles. Si les encontráis un lugar en las afueras donde haya pasto y agua para sus caballos, será perfecto. A mis legionarios los quiero lo más cerca posible de mí y de mis barcos.

—Así se hará, César —respondió Dioscórides. Le hizo un gesto a Serapión, que tras una breve reverencia salió por la misma puerta por la que habían entrado. Después, Dioscórides preguntó—: ¿Hay algo más que podamos hacer para que tu espera resulte más agradable? Esta ciudad atesora muchas maravillas que quizá quieras visitar.

—Ya que me lo sugieres, mi viejo amigo Posidonio me recomendó a un astrónomo llamado Sosígenes. Quiero conocerle.

Dioscórides puso gesto de desolación.

—¡Oh, César, mucho me temo que eso no va a ser posible!

—¿Por qué? ¿También se lo han llevado a la guerra para que adivine las tácticas de la reina entre las estrellas?

—No es eso, César. Por razones que no vienen al caso, Sosígenes cayó en desgracia.

—¿Y eso qué significa? ¿Lo han desterrado?

—No, César. Sosígenes ha sido ejecutado.

César meneó la cabeza. «Estamos en una corte oriental», recordó. En lugares así las cabezas rodaban lejos de sus cuellos con facilidad.

Algo que iba a comprobar antes de lo que esperaba.

59

César confiaba en recibir respuesta de Ptolomeo y de su hermana en dos o tres días como mucho. Pero mientras tanto, no pensaba permanecer ocioso. Su primera preocupación fue encargarse de los caballos. Dioscórides le presentó al supervisor de aguas de la ciudad, un hombrecillo delgado y nervioso llamado Zenódoto.

—Necesito un lugar para plantar un campamento de caballería —le explicó César—. Quiero alojar en él a ochocientos hombres y otros tantos caballos.

—Al sur de la ciudad, entre el lago y el canal, hay una zona con prados —respondió Zenódoto—. Pero os ruego que, si queréis usar el agua del canal, la desviéis cavando acequias y cisternas para que los caballos no la contaminen.

César aprovechó para preguntar a Zenódoto por el suministro de agua de una ciudad tan grande como Alejandría. Sentía una curiosidad a medias militar y a medias estratégica. Roma, con medio millón de habitantes, se abastecía gracias a una red de acueductos que traían agua de las montañas circundantes, a veces desde más de cien kilómetros de distancia.

Zenódoto le explicó que en Alejandría estaban censadas trescientas mil personas de condición libre más un número indeterminado de esclavos. El agua potable provenía de la boca Canópica del Nilo y llegaba a través del mencionado canal, que medía más de veinte kilómetros. Al llegar a la ciudad se dividía en una intrincada red de conductos por los que desembocaba en cientos de cisternas subterráneas repartidas por toda Alejandría. Cuando el agua llegaba a esos aljibes, las impurezas que arrastraba desde el río se decantaban y sedimentaban poco a poco en el fondo, y el líquido que quedaba en la parte superior se podía beber sin peligro para la salud.

—Algunas de esas cisternas son enormes —dijo Zenódoto, y con gesto de conspirador que comparte un secreto añadió—: Aunque la mayoría de la gente lo ignora, en el subsuelo de la ciudad se extiende otra Alejandría tan grande como la que vemos.

Tras su conversación con el supervisor de aguas, César se dirigió al puerto para encargarse personalmente del traslado de los caballos. Cuando quiso hablar con el capitán del puerto, se encontró con que debía rellenar seis formularios para que pasaran por otras tantas manos.

—¿Y cuándo crees que podré ver al capitán? —preguntó a un subalterno cuyo complicado título se le escapaba.

—Con suerte, pasado mañana —contestó aquel tipo con una sonrisa muy satisfecha.

César supuso que unos sobornos bien repartidos le ahorrarían mucho tiempo. Sin embargo, él había venido a Alejandría a llevarse dinero, no a repartirlo. La coacción parecía un modo más rápido y útil de conseguir su propósito. Se le ofrecían muchas posibilidades de ejercerla, pero decidió que probar con Casio Esceva resultaría más divertido.

La visión de aquella mole de músculos cargada de condecoraciones y cicatrices bastó para convencer a los dos primeros escalones burocráticos de que aligerasen los trámites. Al llegar al tercero, el funcionario en cuestión se empeñó en que debían seguir el procedimiento reglamentario.

—Tenéis que rellenarme esta solicitud por triplicado y firmar aquí debajo —dijo.

—Me pica pocamente, amigo —contestó Esceva en su griego macarrónico—. ¿Puedes me rascas?

—No entiendo qué quieres decir —replicó el funcionario.

Por toda respuesta, Esceva se levantó el parche, cogió la mano del funcionario, le obligó a estirar un dedo, se lo metió en la órbita vacía y se rascó con él lo que tuviera ahí dentro. Al ver cómo el rostro del oficial del puerto adquiría un color verdoso, César no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción.

—Gracias, amigo —dijo Esceva—. Ahora traes ya a capitán de puerto o yo te rasco otro ojo tuyo con mi espada.

El oficial se apresuró a obedecer el consejo. Un cuarto de hora después apareció el capitán del puerto. Era un hombre ya viejo y duro de oído que pretendía que César transportara los caballos por tierra para no interferir en las maniobras portuarias. Pensando que le convenía llevarse bien con él por su cargo, César mencionó una cifra de dinero y el capitán del puerto aceptó. No obstante, como buen burócrata, durante toda la gestión no dejó de apretar los dientes y gruñir como si sufriera estreñimiento.

César estaba tan interesado en mover a los caballos por vía acuática porque el traslado le serviría para conocer mejor las instalaciones de la ciudad. Por tal motivo, él mismo acompañó a los barcos de transporte, guiándolos junto a León a bordo de la ligera Hermes. De esa manera examinó más de cerca los muelles. Entre Loquias y la isla de Antirrodas, antes de llegar al Emporio, se encontraban los arsenales. Allí había decenas de naves de guerra ancladas entre trirremes, cuadrirremes y quinquerremes.

—¿Cuántas cuentas, León? —preguntó.

—Al menos sesenta —contestó el rodio—. Puede que más.

Como ya le había ocurrido más veces, León estudiaba con curiosidad las transformaciones de aquel hombre. Mientras hablaba con Dioscórides y Serapión era César el político, a ratos amable y a ratos irónico, con una mano sujetando la capa y la otra gesticulando como un orador. Ahora se convertía de nuevo en César el general, de ceño fruncido, frases tajantes, precisas y sin circunloquios, la mano izquierda apoyada en el pomo de la espada y la derecha jugueteando con el tahalí de cuero que le cruzaba el pecho.

Se acercaban al Heptastadion. Unas enormes paredes de mampostería sujetaban el terraplén de más de un kilómetro de longitud. Tenía dos grandes aberturas, una al norte para las naves que salían del Puerto Grande como ellos y otra al sur para las que entraban. Por cada una de ellas podían entrar dos barcos en paralelo. Pero la circulación del agua entre los dos puertos depositaba tantos sedimentos que cada pocos días había que mandar dragadoras para extraer toneladas y toneladas de arena.

Mientras pasaban bajo aquella enorme bóveda, iluminada por decenas de antorchas clavadas a las paredes, César levantó los ojos para examinar el arco del techo.

—En verdad, no sólo los romanos hacemos grandes obras —comentó.

Al otro lado se abría el puerto de Eunosto o «del buen regreso». No pareció despertar tanto el interés de César, ya que allí todos los barcos eran mercantes y pesqueros. Pero sus pupilas volvieron a dilatarse cuando entraron en el recinto del Ciboto, rodeado por gruesas murallas. Dentro había cobertizos y astilleros donde se reparaban y construían más naves de guerra, y León observó cómo César tomaba buena nota de todo.

Atravesando el Ciboto por el centro entraron en el canal que rodeaba Alejandría, bien ceñidos a la orilla derecha para no chocar con las naves que venían de frente. La mayoría eran gabarras cargadas del grano que traían del sur.

—Por lo que tengo entendido —comentó León—, el trigo ha subido muchísimo de precio por los dos años de sequía.

—Y ahora venimos nosotros a gastar más grano —dijo César con gesto preocupado—. Un ejército en una ciudad extranjera nunca resulta popular, pero cuando hay carestía...

Aunque César no terminó la frase, León la interpretó: «Cuando hay carestía, pasa directamente a ser odiado».

—¿Qué es eso? —preguntó César, señalando a su izquierda.

—Es el Gran Canal que lleva hasta la rama Canópica del Nilo —contestó León.

—Entonces es el que ha mencionado Zenódoto, el que surte de agua a Alejandría.

León asintió. Los ojos de César se estrecharon como dos ranuras. El rodio se preguntó si estaría pensando en cortar el suministro de agua de la ciudad, o incluso en envenenarlo. Admiraba a aquel hombre; pero no olvidaba que, si se veía obligado, era capaz de cualquier cosa. Según se decía, en sus campañas en la Galia habían perecido un millón de personas, más que todos los habitantes de Alejandría.

En lugar de desviarse a babor para seguir por el canal, César quiso que siguieran de frente hasta llegar al lago Mareotis, que rodeaba la ciudad por el sur. En sus orillas sembradas de juncos y papiros, los ibis blancos y negros hundían los picos para arrancar a sus presas del fondo, mientras los pelícanos se lanzaban de cabeza al agua y los patos nadaban por millares.

La pequeña flota viró hacia el este y recorrió la orilla. César, con las manos en la espalda, estudió atentamente el sector sur de la ciudad. Pasado el Serapeo, tan lujoso como cualquiera de los palacios de la zona norte, el resto eran casas más humildes, con las fachadas descascarilladas o sin tan siquiera pintar.

—Sin embargo, no hay techos de madera ni paja —observó César—. Todos son de teja. Es una medida prudente para evitar los incendios.

Del mismo modo que antes imaginó una Alejandría muerta de sed, ahora León la vio ardiendo en su mente. Aunque, si César estaba en lo cierto, no era fácil que eso ocurriera.

Tres kilómetros más allá llegaron a un gran pastizal donde establecieron el campamento. Como las aguas del Mareotis eran salobres por su contacto con el mar, César ordenó excavar acequias y cisternas para desviar parte de la corriente que fluía por el canal. Se quedó allí un rato verificando que los germanos cumplían sus órdenes, pues como jinetes pertenecían a la nobleza y eran muy reacios al trabajo manual. Después le dijo a León:

—Quiero estar en el palacio antes de que oscurezca. ¿Sabes volver a pie?

—Sí, César. De todos modos, esta ciudad no tiene mucha pérdida. La mitad de las calles van de norte a sur, y la otra mitad de este a oeste.

—Es la retícula que proponía Hipodamo de Mileto —dijo César—. Se puede utilizar en ciudades como ésta porque, como bien dijiste, Alejandría es lisa como una mesa. En Roma, con tantas colinas y cañadas, sería imposible.

—Un general romano que conoce las teorías de Hipodamo. ¡Es sorprendente!

César le dio una palmada en el hombro y sonrió.

—Nos vamos civilizando por contacto con vosotros, amigo León.

Tras dejar a Saxnot al mando del nuevo campamento, regresaron con los doce lictores, Hrodulf y otros diez germanos. Atravesaron el centro de la ciudad de sur a norte por la avenida de Argeo. Mientras caminaban, León le explicó a César la disposición general de la ciudad de Alejandría. A mano derecha tenían el distrito Delta, donde vivían los judíos, y a la izquierda el Gamma, donde residían los metecos, extranjeros con derecho de residencia que no poseían la ciudadanía alejandrina.

—Más al oeste, cerca del canal que hemos atravesado —dijo León—, se encuentra el distrito Épsilon. Allí viven sobre todo egipcios que tampoco poseen ciudadanía plena. Ellos llaman a su distrito «Racotis», que es el nombre antiguo de la ciudad.

Su paso atrajo miradas primero curiosas, luego hostiles. No tardó en congregarse una pequeña multitud que los seguía, formada por hombres y mujeres de toda condición y procedencia, vestidos con ropas tan abigarradas como los insultos con que empezaron a obsequiarlos.

—Parece que los romanos no somos muy populares aquí —dijo César.

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