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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (58 page)

BOOK: La hija del Nilo
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Apolodoro no decepcionó a su nuevo amo, pues jamás perdió un combate. Pero no resultaba popular entre el público: no tenía el aspecto musculoso y definido de otros gladiadores, no exhibía el gracioso juego de piernas que tanto gustaba a los espectadores ni adornaba su esgrima con florituras. Lo suyo consistía en matar, simplemente matar. Si le plantaban un rival delante, el siciliano caminaba recto hacia él dispuesto a atravesarlo con su espada o con cualquier otra arma que le pusieran en las manos. A veces algunos de sus adversarios sobrevivían, aunque malheridos. Cuando César preguntó a uno de ellos qué había sentido cuando Apolodoro avanzaba hacia él, el hombre le respondió: «Fue como si las negras alas de las Keres aletearan sobre mi cabeza».

A cambio, Apolodoro también recibía bastantes heridas y los enfermeros del ludus tenían que remendarlo a menudo. La más grave le costó convertirse en eunuco: el tridente de un reciario se le clavó en la entrepierna y le causó tal estropicio que al cirujano no le quedó más remedio que extirparle la impedimenta completa, pene y testículos.

Cuando eso ocurrió, César pensó que Apolodoro se había acabado como gladiador. Era un hecho demostrado que muchos hombres capados, igual que los animales, perdían buena parte de su acometividad. Pero con Apolodoro no ocurrió eso, tal vez porque no se trataba de una persona realmente agresiva. César tenía comprobado que muchos agresivos lo eran como respuesta a su propio miedo y que sus actos violentos constituían una especie de huida adelante. Apolodoro no parecía conocer el temor, ni por tanto el odio. Simplemente se le daba bien matar, y lo hacía con la fría eficiencia con que un buen albañil coloca hiladas de ladrillos en una pared. Dentro de los asesinos, ocupaba un puesto diferente y paralelo al de Casio Esceva.

Puesto que el público lo odiaba, los ediles y empresarios se negaban a contratarlo y a los demás gladiadores les temblaban las piernas de pensar en enfrentarse con él, César decidió que era mejor desprenderse de Apolodoro.

En aquella época, Auletes había venido a Rávena a visitarlo para convencerlo de que influyera a su favor ante el senado. Como el rey de Egipto le hizo valiosos obsequios, César pensó en corresponderle regalándole el mejor guardaespaldas posible. De paso protegía su inversión, ya que Auletes se había comprometido a pagarle tres mil talentos por sus gestiones. De modo que César ordenó que trajeran de Capua a Apolodoro, firmó su acta de manumisión y, antes de presentárselo a Auletes, le dijo que sirviera fielmente a su nuevo jefe y cumpliera sus mandatos.

—Pero cuando llegue el momento no olvides quién evitó que te estrangularan en el Tuliano —añadió, pues siempre procuraba tener en puestos clave personas que le debieran favores.

Después de aquello, las campañas galas y su rivalidad creciente con Pompeyo habían hecho que se desentendiera de los asuntos de Egipto. Aun así, a veces se preguntaba qué habría sido de Apolodoro, si habría muerto —como parecía lógico dada su forma de vida—, escapado o cambiado de señor.

Ahora tenía ante sí la respuesta. El siciliano avanzó hasta el centro de la estancia. Llevaba un gran saco de piel, tal como había explicado Caucilio, abrazado por delante del cuerpo como si contuviera algo rígido. ¿Una estatua? Conociendo la fuerza de aquel hombre, era capaz de cargar él solo con una escultura de bronce o de mármol.

—Apolodoro, qué inesperado... —César iba a añadir «placer», pero no parecía la palabra más adecuada.

El siciliano se dirigió a César como si lo acabara de ver la víspera.

—Te traigo un regalo. Es de la diosa Isis.

—¿De la diosa en persona?

—Así se me ha dicho que te diga.

Era una imprudencia quedarse a solas en la estancia con aquella máquina de matar, máxime sin saber qué contenía la bolsa. Pero César sabía por experiencia que todos los humanos, incluso los más desalmados, tienen al menos una persona a la que respetan, una especie de referencia como las constelaciones para los marinos. A él mismo le había ocurrido con Craso, aunque el tiempo le había acabado demostrando que no era un modelo digno de sus ambiciones.

Apolodoro, por la razón que fuese, respetaba a César. Si su corazón albergaba la capacidad de experimentar algo parecido al aprecio, ese sentimiento lo reservaba para él.

Además, César no dejaba de ser un general. El general. Le complacía el desafío de sujetar con su diestra las riendas de un carro tirado por Espanto y Terror, los hijos de Marte, y ser capaz de domeñar a criaturas tan violentas.

—Está bien. Veamos ese regalo.

Apolodoro flexionó un poco las piernas y apoyó el saco en el suelo. Luego lo soltó para desatar las correas que lo cerraban. César observó que se sostenía por sí solo, lo que pareció confirmar su hipótesis de la escultura.

Apolodoro tiró con las manos para abrir bien la boca de la bolsa y se apartó. El saco de cuero resbaló y cayó al suelo, a los pies del regalo.

Que no era una estatua, sino una mujer. De carne y hueso, y viva.

César se quedó unos segundos sin saber qué decir ni qué hacer. Después, con las manos entrelazadas a la espalda, se acercó con paso elástico a la desconocida.

Era morena, con el pelo recogido en una coleta. Joven, pero no adolescente. Debía de medir algo menos de uno sesenta y era esbelta, casi atlética sin llegar a mostrar formas masculinas. Vestía una sencilla túnica parda ceñida con un cíngulo rojo y sandalias de cuero.

César se aproximó más y caminó alrededor de ella. Venteó discretamente. Si llevaba algún perfume, no había forma de distinguirlo, pues despedía un fuerte olor a pescado que no resultaba nada agradable. «Esto debe esconder una historia interesante», intuyó.

Al pasar otra vez por delante de ella se fijó en su rostro. Tenía los ojos almendrados, muy grandes y vivos, de un color que a la luz de las velas parecía entre ámbar y bronce. Su nariz afilada revelaba una personalidad decidida e incluso autoritaria, mientras que sus labios carnosos insinuaban sensualidad.

—De modo que Isis me envía como regalo a una prostituta —comentó César.

Ella mantuvo la mirada clavada en la pared del fondo, pero las aletas de la nariz se le dilataron.

—No es una prostituta —dijo Apolodoro.

—No, cierto. Una prostituta no. —César se inclinó un poco para examinar su pelo, cuidando de no respirar para evitar el olor a pescado. Sus cabellos eran negros, pero escondían reflejos de cobre que destellaban según la luz que recibieran—. Aunque la ropa es humilde, un cabello tan lustroso y un cutis tan fino sólo pueden pertenecer a una cortesana de la más alta categoría, como la legendaria Tais a la que amó Ptolomeo y por la que Alejandro quemó Persépolis.

—Tace, Caesar. Bene scis quis ego sim.

Al oírla hablar en latín, César se apartó un poco, sorprendido. Ella giró la cabeza hacia él y lo miró por primera vez a los ojos.

Así que ésa era Cleopatra. Reina de Alejandría y faraón del Alto y el Bajo Egipto, tal como le había explicado Sosígenes esa misma tarde. «Rey y faraón no es lo mismo, César. Ella es la primera de su dinastía que habla el idioma del país, y la primera que ha sido investida por el pueblo y los sacerdotes nativos con el título de faraón».

Desde luego, aquella mujer no tenía nada que ver con la idea que César se había hecho de ella. Ni estaba gorda ni su nariz era ganchuda, tan sólo algo aguileña. De todos modos, ya había empezado a corregir esa imagen merced a su conversación con Sosígenes. Aunque parecía un hombre que controlaba mucho sus emociones, a César le dio la impresión de que el astrónomo estaba enamorado de su soberana y discípula, y también de que a ese amor lo recubría una pátina de melancolía.

Lógico. Él no era más que un profesor a sueldo y ella una reina.

César podía entender a Sosígenes. Había visto y también poseído a muchas mujeres dotadas de la clase de belleza deslumbrante que corta el aliento. Cleopatra no arrebataba de esa manera. Pero cuanto más la miraba más adivinaba encantos ocultos en ella, secretos insinuados como los que debían de contar los relieves y jeroglíficos que recubrían las paredes de su estancia y que él apenas alcanzaba a intuir.

—Te saludo, Cleopatra. Perdona mi pequeña broma. Ha sido de mal gusto.

—Yo te pido disculpas a ti —respondió ella—. Ésta no es forma de presentarse para una reina.

La mirada de César recorrió la estancia, buscando asientos. Estaban su silla curul, varios sillones con respaldo y un par de triclinios. Decidió que lo más correcto dadas las circunstancias eran los sillones y le señaló uno a Cleopatra.

—¿Quieres sentarte, por favor?

—¿Me ofreces hospitalidad en mi propio palacio?

—Supongo que es parte de la broma. Y de lo extraño de esta situación.

César se volvió hacia Apolodoro.

—Creo que puedes dejarnos solos.

—¿Y además ahora despides a mi personal? —Resultaba difícil saber si la indignación de los ojos de Cleopatra era contenida o fingida—. Has de saber que no tengo costumbre de quedarme a solas con un hombre en una habitación si no se halla presente mi eunuco.

—Estará cerca, reina Cleopatra, por si quieres avisarle. Apolodoro, como te decía...

El siciliano se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

—¡Apolodoro! Te recuerdo que estás a mi servicio —dijo Cleopatra.

Apolodoro se detuvo un momento y se giró de nuevo.

—Señora, hace tiempo te dije: un hombre me liberó y me dijo que sirviera a tu padre.

—¿Ese hombre era César?

Apolodoro asintió sin mirarla a la cara, se volvió por última vez y salió de la estancia. César disfrutó un placer un tanto pueril por su pequeña victoria sobre la reina, y también por el gesto que traicionó su asombro.

Pero fue un instante nada más. Cleopatra recompuso enseguida su expresión y se sentó en un sillón, con las piernas juntas y las manos apoyadas en el respaldo. Después adoptó una inmovilidad tan completa como sólo pueden hacerlo los reyes.

O los cónsules. César ocupó su silla curul frente a ella, adelantó el pie derecho y puso el izquierdo detrás y en línea recta. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada.

64

De modo que aquél era el hombre más poderoso del mundo. A Cleopatra no la impresionaba demasiado. En parte porque tal como lo definió su abuela, «un dios entre los hombres», la joven había llegado a imaginarse a una especie de Zeus con rayos luminosos que brotaban de su cabeza y un manto dorado que dejaba al descubierto sus poderosos pectorales.

Alto sí era: prácticamente le sacaba la cabeza a Cleopatra. Tenía las piernas largas y delgadas en proporción con el cuerpo. El torso era de hombros anchos y rectos, y la túnica le colgaba del pecho al cinturón sin tropezar con la barriga, algo poco frecuente en un hombre de su edad.

Cleopatra calculó que frisaría los sesenta. ¿O no eran tantos? Cuando César se acercó a mirarla, le pareció que tenía muchas arrugas. Pero luego se dio cuenta de que no eran tantas, salvo alrededor de los ojos. Seguramente se debían a que pasaba mucho tiempo al aire libre y entornaba con frecuencia los párpados por culpa del sol. La barbilla se conservaba firme, bien separada del cuello. Incluso a los hombres delgados se les acababa descolgando, pero a César no, aunque la piel alrededor de la nuez estaba curtida como cuero viejo.

Los rasgos eran finos, con una nariz aguileña que en cierto modo le recordaba a la suya y unos pómulos altos, resaltados por las dos arrugas rectas que se proyectaban desde su base hasta la mandíbula. Tuvo que haber sido un hombre guapo cuando era joven y le quedaba más pelo.

«¿Por qué lo estudias con tanta atención?», se preguntó. Sólo se trataba de un bárbaro romano.

Porque ese romano, se contestó a sí misma, había conseguido derrotar al legendario conquistador de tantos reinos de Oriente.

Y porque ese romano tenía un ejército en Alejandría y en él residía la única oportunidad de Cleopatra de recuperar su trono.

Volvió a examinar el rostro de César. Los ojos. ¿Qué les pasaba a sus ojos? Eran vivaces y sonreían a ratos incluso cuando los labios se quedaban apretados, como si les hiciera gracia alguna broma privada. Pero por debajo dejaban traslucir una tristeza indefinible, remota como la que podría sentir no Zeus, sino el viejo Cronos que gobernó el mundo en una era ya olvidada.

—Me han dicho que tu conversación es apasionante —dijo César por fin, derrotado en aquella especie de guerra de nervios—. Y ya compruebo que es cierto.

—¿Quién te lo ha dicho? Sin duda, ni Potino ni Teódoto habrán vertido miel sobre mí en tus oídos.

—No. Ha sido Sosígenes.

¡Sosígenes! A Cleopatra se le escapó un suspiro de alivio. Le había mandado dos cartas desde Ascalón a la Biblioteca, pero Onasandro se las devolvió las dos juntas sin abrir, añadiendo una nota en la que la informaba de que Sosígenes había desaparecido y nadie conocía su paradero. De paso, le solicitaba permiso para entrar en su estudio y repartir, vender o quemar sus cosas. A Cleopatra la consoló descubrir que el director de la Biblioteca pedía su autorización y no la de Ptolomeo; eso significaba que al menos conservaba algún partidario en Alejandría. Pero se había apresurado a contestar a Onasandro para ordenarle que mantuviera el estudio cerrado e intacto.

Se dio cuenta de que César estaba escrutando su rostro y de que podía malinterpretar su alivio, de modo que volvió a adoptar la pose de esfinge.

—Al parecer —prosiguió César—, tu hermano hizo que encarcelaran a Sosígenes durante tu ausencia.

—Espero que esté bien —dijo Cleopatra en tono neutral.

—He visto a hombres en peores condiciones. Con unos cuantos días de buena comida se recuperará.

César se adelantó un poco en el asiento y apoyó los codos en los muslos.

—Dime, reina Cleopatra. ¿Hay algún motivo particular que explique una aparición tan... teatral?

—Era la única manera de entrar en Alejandría burlando la vigilancia de mi hermano. He venido hasta aquí en un barco de pesca, escondida en la bodega.

—Hmmm.

—¿Qué significa ese «hmmm», cónsul?

—Prefiero que me llames César. En cuanto a mi «hmmm», significaba lo que suelen significar todos los «hmmm». Nada en particular.

Los dedos de Cleopatra tabalearon sobre los reposabrazos de cedro.

—Yo diría que significa que te acabas de dar cuenta de por qué apesto a pescado. Pero has disimulado bien el desagrado que te produce. A mí misma me resulta repugnante este olor, te lo aseguro.

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