La hija del Nilo (55 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Como si el rumor volara milagrosamente por los aires, pronto empezaron a ver más gente que los esperaba a ambos lados de la avenida o se asomaba por las ventanas. A los insultos se añadieron escupitajos, e incluso frutas y verduras podridas. Un nabo más grande que un puño pasó rozando la oreja de León. «Si me llega a dar, me parte la ceja», pensó.

—Quizá deberíamos acelerar el paso, César —sugirió.

—Si hacemos eso, olerán nuestro miedo como los lobos y nos destrozarán —respondió César sin desviar la mirada del frente.

Si él o sus lictores tenían miedo, lo disimulaban bien. Desde luego, León sí que empezaba a asustarse. Arrastraban ya una comitiva de trescientas personas, tal vez más, a la que no dejaban de agregarse nuevos elementos. Sabía que en Alejandría se organizaba una algarada callejera con tanta facilidad como en Atenas una discusión filosófica, pero como griego nunca se había visto convertido en el centro de las iras de la multitud.

—Cuando nos lancen la primera piedra —dijo César en voz baja—, será la señal para correr.

Por el momento, la hostilidad de la multitud no pasó de ahí. Cuando llegaron a la muralla que daba paso al opulento distrito Beta, los guardias que vigilaban la puerta dejaron pasar al séquito del cónsul e impidieron el paso a los demás. César examinó las defensas con ojo crítico.

—Una muralla interior —dijo—. Eso dice mucho de cómo es una ciudad.

—¿Qué quieres decir? —preguntó León, aunque lo sospechaba.

—Que el enemigo al que temen está dentro.

«Pues en ese caso —pensó León—, con César ya tienen dos».

60

Monte Casio

El primero de los diez espías que Cleopatra había mandado a Alejandría regresó cuatro días después en un barco de pesca; una hazaña más que notable si se consideraba que había pasado en la ciudad casi doce horas, el tiempo suficiente para acopiar información muy interesante.

Ninguno de los edificios del monte Casio, ni los que existían antes de su llegada ni los que habían levantado en el fuerte, le parecieron a Cleopatra lo bastante seguros para una conversación discreta. Las salas eran demasiado pequeñas, las paredes estaban demasiado cerca y no las habían construido precisamente con sillares ciclópeos. Para evitar que orejas indiscretas entreoyeran su conversación con Boaz, el agente, Cleopatra se lo llevó de paseo por la interminable barra de arena que separaba la ciénaga Serbonia del mar.

Reina y espía caminaban hacia el este. El sol que declinaba a sus espaldas proyectaba sus sombras hasta la zona de arena más fina y compactada que batían las olas. El rumor del agua siempre tenía algo de refrescante y aliviaba la sensación de calor después del bochorno que habían sufrido todo el día. A su espalda, Cleopatra oía el tranquilizador crujido de las pisadas de Apolodoro. Veinte metros más atrás caminaba un pelotón de mercenarios sirios. En esta ocasión, Cleopatra los había preferido a los nabateos; no quería dar a sus tropas la impresión de que privilegiaba a unos contingentes sobre otros.

—¿Llegaste a ver cómo entraban los romanos en el puerto? —preguntó Cleopatra en hebreo.

Boaz, como muchos otros judíos que habían nacido en Alejandría, se expresaba con más fluidez en griego que en la lengua de sus antepasados. No obstante, Cleopatra había elegido el hebreo para que la conversación fuese más discreta. Aunque confiaba en Apolodoro más que en nadie de cuantos la rodeaban, incluidas Iras y Carmión, prefería que la información le llegase en dosis administradas por ella misma.

—Sí, señora —contestó Boaz—. Acabábamos de entrar en Alejandría por la puerta Canópica. ¡Casi reventamos a los caballos para llegar en tan sólo dos días, pero lo conseguimos! Aunque no se nos permitió acceder al sector palaciego, cuando llegamos al Emporio pudimos ver cómo los barcos de César se dirigían a Loquias.

—¿A Loquias? ¿Estás seguro de que no atracaron en el Arsenal o cerca del templo de Poseidón?

—Lo vi con mis propios ojos, señora. Fue en los embarcaderos reservados a vuestra familia.

Había elegido a los espías por su conocimiento de Alejandría, de modo que tendría que confiar en lo que le decía Boaz. Pero a Cleopatra le extrañó que el capitán del puerto hubiera autorizado a unos forasteros, por muy romanos que fuesen, a atracar en Loquias.

—¿Cuántos barcos traían?

—Me pareció que eran más de veinte entre naves de guerra y de carga —dijo Boaz. Luego añadió con una sonrisa de satisfacción—: Por la tarde repartí dinero en las manos oportunas y averigüé detalles más precisos. César ha traído veintidós barcos grandes de guerra, una nave ligera y doce transportes.

No era una gran flota ni suponía una amenaza para la ciudad, en cuyos puertos solían amarrar al menos setenta naves de guerra. Aunque Cleopatra ignoraba cuántas había llevado Ptolomeo a Pelusio, no creía que fuesen más de veinte, lo que aún dejaría cincuenta entre trirremes y quinquerremes en Alejandría.

Pero el poder romano no se basaba tanto en sus flotas como en sus legionarios.

—¿Sabes cuántos hombres ha traído consigo?

—Sí, señora. Me lo reveló la misma persona que me dijo lo de los barcos.

—¿Es fiable?

—Es uno de los funcionarios encargados de alojar y alimentar a esos romanos. Las raciones están contadas, así que no puede haber error.

—Entonces dime, Boaz.

—César ha venido con ocho mil hombres. De ellos, la mitad son marineros y sirvientes. Guerreros no trae más que cuatro mil.

—¿Cuatro mil? Eso no llega ni a una legión —se sorprendió Cleopatra.

—Mi informante estaba muy seguro, señora. Pero mañana llegará otro compañero que espero te lo confirmará. De esos cuatro mil, a ochocientos los han alojado fuera de la muralla, a orillas del lago. Los demás siguen en la ciudad.

—¿Qué tienen de especial esos ochocientos?

—Son jinetes germanos, y han montado un campamento con sus caballos. Antes de salir de Alejandría me acerqué a verlos para poder informarte. Son unos bárbaros enormes, tan altos como los guerreros nubios de tu guardia, pero más corpulentos, y tienen la piel tan blanca como la tripa de un pez. No sé quiénes huelen peor, ellos o sus caballos. Se cubren las piernas con pantalones y se pintan y se marcan tatuajes en el cuerpo como salvajes.

Cleopatra, que había leído acerca de los germanos en el tratado Sobre los océanos, asintió. Lo que comentaba Boaz coincidía con la información que ofrecía su autor, Posidonio.

—Los otros tres mil doscientos son legionarios —prosiguió el judío—. César ha hecho que los alojen entre un ala del palacio real y las mansiones que hay al sur.

Qué desfachatez la de aquel hombre, pensó Cleopatra. El palacio de Loquias era morada exclusiva de los Ptolomeos y sus familiares y allegados más cercanos. Ni siquiera Pompeyo el Grande o su hijo Gneo se habían atrevido a tanto.

«Quien debe indignarse es Ptolomeo, no tú», se dijo. A la postre, a ella la habían desterrado de ese palacio, de Alejandría y de todo Egipto. Y en cierto modo, cuanto más osado fuese el romano, tanto mejor para ella. De hecho, la situación óptima para Cleopatra sería que César y su hermano se enzarzasen y aniquilasen mutuamente en una guerra, dejándole el terreno libre para recuperar el poder.

—Supongo que, si sólo has estado un día, todavía no ha habido tiempo suficiente para que el pueblo de Alejandría opine sobre César —aventuró Cleopatra.

—Sí que lo ha habido, señora —contestó Boaz—. Al parecer, con ese hombre todo ocurre muy deprisa para bien y para mal. En cuanto llegaron, corrió por los muelles el rumor de que los romanos habían disparado máquinas de guerra contra los guardias del puerto y les habían hundido tres o cuatro lanchas.

«Eso no es una visita, es una invasión», pensó Cleopatra. Aulo Gabinio había actuado de forma parecida, pero venía con Auletes, legítimo soberano de Egipto. ¿A quién llevaba consigo César para atreverse a entrar en Alejandría como si fuese el amo?

—Supongo que los ánimos del pueblo andarán soliviantados —dijo Cleopatra.

—Así es, señora. Y lo pude comprobar por mí mismo.

—Explícate.

—A eso de mediodía, nos enteramos de que César iba a instalar a sus germanos entre Eleusis y el puerto del lago, así que otros tres compañeros y yo nos apresuramos a atravesar la ciudad para verlos en persona a él y a sus bárbaros.

—¿Y lo viste?

Boaz se volvió y señaló a los soldados que los seguían a unos quince metros.

—Más cerca de lo que están ellos, señora.

—¿Cómo es?

—Alto y de tez clara. Caminaba muy tieso, como si fuera el amo de la ciudad. Aparte de unos germanos enormes, lo escoltaban unos guardias de rojo que desfilaban con unas hachas muy raras. Eran... —Boaz hizo un gesto con las manos, buscando una forma de explicarse—. Tenían el mango muy grueso, como si...

—Son las fasces, el símbolo de los arcontes romanos —completó Cleopatra.

Aquélla era otra muestra de arrogancia. ¿Qué derecho tenía César a hacerse acompañar por sus lictores como si estuviera en una ciudad conquistada o incluso en Roma?

Según el relato de Boaz, la plebe alejandrina coincidía con ella en esa opinión. Mientras César atravesaba la ciudad por la avenida de Argeo, una de las más importantes de Alejandría, se había ido aglutinando a su paso una pequeña multitud que increpó a los romanos y les arrojó frutas y verduras podridas.

—Cuando entraron en el distrito Beta, la gente se quedó durante más de una hora junto a las puertas de la muralla, protestando y tirando piedras y exigiendo que los romanos se fueran de la ciudad.

«Y yo tengo que asociarme con ese hombre», pensó Cleopatra con desaliento. Como si no fuese ya lo bastante impopular en Alejandría, se veía obligada a buscar la alianza de un romano que, para colmo, se comportaba con más insolencia que cualquier otro que hubiese pasado por la ciudad.

Además, sólo traía con él cuatro mil hombres de guerra. ¿En qué andaba pensando César? ¿Creía que Alejandría, con casi medio millón de habitantes, era uno de esos puebluchos embarrados que había conquistado en la Galia?

«No sabe dónde se ha metido el muy inconsciente». Las calles de Alejandría habían devorado a reyes y a ejércitos enteros. Tal vez luego Roma mandaría diez, quince, veinte legiones que vengaran a su general. Pero para César sería demasiado tarde. Y para Cleopatra y su pueblo supondría un desastre, pues si eso llegaba a ocurrir, los romanos convertirían Egipto en una provincia como habían hecho con tantos reinos otrora independientes.

—Está bien, Boaz. Tu información ha sido muy valiosa. —Cleopatra le apretó la mano un instante. Un gesto de cercanía que su padre habría desaprobado; sin embargo, ella tenía comprobado que bastaba con algo tan nimio para convertir a cualquier hombre en un devoto sirviente—. Tienes mi agradecimiento, y serás recompensado.

El judío hizo una profunda reverencia.

—Aunque acabo de llegar, hallarme en tu presencia es suficiente premio para mis trabajos y descanso para mi fatiga, señora. Puedo partir ahora mismo de vuelta a Alejandría si ése es tu deseo.

—De momento no es necesario. Puedes irte. De nuevo te doy las gracias.

Cuando el judío se alejó, Cleopatra se detuvo en su paseo y se acercó a la orilla, pensativa. El sol había bajado tanto que la sombrilla resultaba ya inútil, así que Apolodoro la cerró.

—Esta noche volvemos a Alejandría —dijo Cleopatra en griego.

El siciliano no cuestionó su decisión.

—¿Quiénes y cómo, señora? —se limitó a preguntar.

—Tú y yo solos, Apolodoro. Mi ejército se quedará aquí para que mi hermano crea que sigo en monte Casio. Dejaremos incluso a Carmión y a Iras. Debemos parecer simplemente un hombre y su esposa, no una reina y su guardaespaldas. ¿Te gusta el pescado, Apolodoro?

—Fui pescador de niño, señora. Lo aborrezco.

—A mí me gusta cocinado, pero no me agrada su olor cuando está crudo. No obstante, me temo que tendremos que aguantarnos. Si ese pesquero ha podido traer a Boaz de incógnito, también servirá para llevarnos a nosotros a Alejandría.

—Como un matrimonio normal no podremos entrar en el distrito Alfa, señora.

—Eso déjalo de mi cuenta, Apolodoro.

Una vez en Alejandría, Cleopatra conocía modos secretos de infiltrarse en palacio. Era otra de las cosas que su hermano se perdía por delegar todas sus tareas y responsabilidades en la maléfica tríada de Potino, Teódoto y Aquilas. Ptolomeo pensaba que al alimento y el agua poco menos que caían del cielo como un regalo de los dioses. Cleopatra, en cambio, se preocupaba por averiguar cómo comía y bebía su ciudad, y conocía a los principales inspectores de mercados y también a Zenódoto, el supervisor de aguas. Por eso sabía que bajo el suelo de Alejandría se extendía un vasto laberinto de canales y cisternas. Todavía no había llegado la inundación —si es que iba a llegar—, de modo que aún se podría caminar por los niveles más elevados usando a modo de puentes las arcadas que sostenían las bóvedas de las cisternas.

Por supuesto, había mil cosas que podían salir mal: podían detenerlos en Pelusio, en los puestos de cualquiera de las siete bocas del Nilo, al llegar a Alejandría o en el mismo palacio antes de acceder a César. Cleopatra planeaba dejar en monte Casio sus ropas y sus joyas, salvo los anillos. Si la capturaban, merced a la dedalera o el veneno de áspid se aseguraría de privar a su hermano del placer de torturarla. El tóxico que no usara ella serviría para Apolodoro; después de lo ocurrido en el estudio de Sosígenes, Ptolomeo tenía tantas ganas de ponerle las manos encima al eunuco como a ella.

—¿Sabes, Apolodoro? —comentó Cleopatra mientras regresaban al poblado—. Dicen que una de las claves del éxito de César es la rapidez.

—Eso cuentan, sí.

—¿Cómo dijiste tú? «En la guerra es mejor llegar pronto con la mitad de hombres que tarde con el doble».

—Algo así fue, señora.

Cleopatra se calló lo siguiente que le vino a la cabeza. Ella no iba a llevar la mitad de hombres, sino a un medio hombre. Sin embargo, aquel eunuco valía por veinte soldados.

Y la máxima de Apolodoro resultaba certera, como ella había comprobado para su desgracia. Su hermano se le había adelantado varias veces, primero aprovechando su viaje a Menfis para desterrarla y luego reforzando la guarnición de Pelusio antes de que ella pudiera tomarla.

En esta ocasión, sería ella quien tomase la iniciativa. Por muy insolente o soberbio que fuese César, Cleopatra se iba a ganar su alianza.

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