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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (98 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Las facciones de Courtney no revelaban la menor emoción.

—Gracias, Harriet. —Miró a su alrededor—. Que alguno de vosotros vaya a avisar a Paoti. Yo prefiero esperar aquí…

—Iré yo —dijo Harriet—. No será la primera vez que lo hago. Permitidme entrar otra vez, para arreglarla un poco y después iré a ver a Paoti.

Durante la ausencia de Moreturi, mientras Harriet prodigaba sus íntimos cuidados de enfermera a los restos de la pobre Tehura, los que quedaron frente a la choza se sintieron aún más íntimamente unidos mientras fumaban en silencio. Sam Karpowicz estaba hecho un mar de confusiones.

Lo que había empezado por un robo de sus preciosas fotografías y películas, había terminado con esta escena terrible, por un proceso que no alcanzaba a adivinar. Era un hombre demasiado delicado para pedir una explicación. Maud permanecía anonadada, no tanto de pena por la joven muerta como por la certeza casi absoluta de que su hijo tenía alguna relación con aquel trágico suceso. Sin embargo, aún se aferraba a una débil esperanza de que no fuese así. El silencio de Claire, y de Courtney, era una oración por Tehura, por aquella viva y alegre llama tan súbitamente extinguida. Pero el asombro dominaba todos sus pensamientos. ¿Qué había sucedido? ¿Qué se ocultaba detrás de aquel misterio?

Pasaron diez minutos, luego quince y por último Moreturi se materializó de las tinieblas. Esta vez venía más colérico que triste.

No hubo preguntas ni interrupciones. Todos estaban pendientes de las palabras de Moreturi…

—Al principio, cuando Poma se despertó, no quiso decir nada. Después le dije que Tehura había muerto. Entonces se echó a llorar y me dijo toda la verdad. Voy a repetirla brevemente, pues esta noche hay mucho que hacer. Tehura convenció a Poma para que su hermano la sacase esta noche de la isla con su canoa. Estaban citados antes del amanecer en la playa del otro extremo. Tehura fingió que iba sola y Poma demostró creerlo.

Anoche, cuando Poma estaba aquí con Tehura, vino un visitante y Tehura salió fuera a recibirlo. Poma es muy indiscreta y quiso saber quién era el intruso. Acercándose a la ventana posterior, se puso a escuchar y atisbar por ella. El visitante era… el esposo de Ms. Hayden… el Dr. Marc Hayden—.

Moreturi prosiguió, tras una pausa—: el Dr. Hayden se proponía venir aquí esta noche, para irse con Tehura a la playa del otro extremo de la isla.

También mencionaron el nombre de una persona desconocida para Poma, un tal Garrity, que los esperaría en Tahití.

Maud dijo con voz ronca:

—Quien te quitó las fotografías fue Marc, Sam. Se proponía ofrecérselas a Rex Garrity.

Courtney se dirigió entonces a su amigo indígena:

—¿Dijo Poma algo más, Moreturi?

—Solamente que Marc se reuniría con Tehura esta noche, para irse juntos después de medianoche, a fin de llegar a la playa al amanecer. Nada más.

Todos se habían olvidado de Harriet Bleaska, que de pronto se presentó ante ellos con una botella de whisky vacía en la mano.

—Acabo de encontrar esto.

Courtney la tomó y miró a Claire. Esta hizo un gesto de asentimiento.

—Es de la marca que bebe Marc —dijo—. Esto indica que estuvo aquí.

Courtney se volvió entonces a Moreturi.

—A la vista de las pruebas, lo que aquí ha ocurrido es muy claro. Marc se reunió aquí esta noche con Tehura y empezó a beber. Venía para llevarse a Tehura consigo, por los motivos que fuesen. También se llevaba una serie de fotografías de Las Sirenas que servirían para que él y Garrity explotasen comercialmente la isla y la convirtiesen en una atracción de feria. Pero algo pasó entre Marc y Tehura. Es indudable que Marc la golpeó, ella cayó sobre el ídolo de piedra y se fracturó el cráneo. Y es casi seguro que Marc huyó entonces llevándose el botín para reunirse con Garrity, su compinche, y ahora debe de encontrarse camino de la playa —miró a Claire y Maud, sin que su expresión se suavizase—. Lo siento, pero así debió suceder.

—Tom, tenemos que alcanzarlo —dijo Moreturi.

—Por supuesto. Si consigue huir, estas islas están condenadas. —Si consigue huir —repitió Moreturi, sin tratar de disculparse por enmendar las palabras de Tom— Tehura no podrá descansar en paz.

Los dos hombres acordaron salir inmediatamente en persecución de Marc Hayden. Mientras trazaban sus planes, parecieron olvidar la presencia de sus compañeros. Marc les llevaba varias horas de ventaja, pero sólo conocía el camino más largo y seguro hasta la playa, que de noche tendría que recorrer más despacio. Pero además existía el atajo, más corto pero más empinado y difícil, que iba junto a la costa y que sólo a veces empleaban los indígenas. Courtney y Moreturi decidieron tomar por el atajo. Aunque no estaban seguros de alcanzar a Marc, harían todo lo posible por lograrlo.

Sin perder más tiempo en palabras, partieron raudos y veloces. Los demás bajaron al poblado. Harriet abandonó el grupo para ir a llevar la triste noticia al jefe Paoti. Sam Karpowicz, bastante confuso, se separó de Maud y Claire para ir a reunirse con su esposa y su hija. De todos los que formaban el grupo, sólo Maud y Claire quedaron en el poblado, ante la choza de Maud, mirando con expresión ausente las antorchas que iluminaban el arroyo.

A los pocos instantes, Claire dijo:

—¿Y si no lo alcanzan?

A lo que Maud contestó:

—Todo estará perdido.

—¿Y si lo alcanzan?

—Todo estará igualmente perdido —repitió Maud.

Claire la vio pálida, vieja y apenada, mientras daba media vuelta para entrar en su choza, sin acordarse de darle las buenas noches. Cuando Maud cerró la puerta, Claire se dirigió despacio a su vivienda, para esperar a que llegase el nuevo día.

El día se alzó lentamente sobre Las Tres Sirenas.

Los primeros resplandores del alba surgieron por el horizonte, como a través de una rendija. Las tinieblas en retirada presentaban aún batalla a la luz naciente, pero retrocedían poco a poco ante los grises celajes del alba y emprendieron la desbandada cuando por el horizonte surgió el borde incandescente del disco solar.

El día prometía ser sin viento y abrasador. En aquella región elevada, donde los dos caminos que llevaban a la lejana playa convergían en un espacioso reborde rocoso, los cocoteros se alzaban derechos e inmóviles. En el fondo, a los pies del acantilado mordido por la erosión, el mar color de cobalto lamía mansamente las rocas corroídas por las olas.

Después de subir por el profundo barranco, los dos hombres cruzaron la densa espesura hasta la confluencia de caminos, donde ambos se confundían para formar un tortuoso sendero que descendía hasta la playa. El cuerpo de Moreturi estaba cubierto de gotas de sudor y de polvo. La sucia camisa de Courtney se pegaba a su pecho y espalda, y llevaba los pantalones desgarrados por zarzas y espinos.

Ambos se pararon a descansar en la amplia plataforma rocosa, jadeando como animales que hubiesen estado huyendo toda la noche y se esforzasen por calmar su respiración y recuperar sus perdidas fuerzas.

Por último Moreturi dio media vuelta y se alejó por el camino más ancho que partía de la meseta. Se arrodilló varias veces para examinar el trillado sendero. Courtney lo observaba lleno de confianza. Los indígenas poseían una extraordinaria habilidad para descubrir huellas, a pesar de que no eran un pueblo de cazadores nómadas. Cultivaban aquella habilidad como parte de uno de sus deportes tradicionales. Enseñaron a Courtney que el arte del buen rastreador consistía en observar la presencia de algo que hubiese sido desplazado recientemente. Una piedra, un guijarro girados, con el lado húmedo hacia arriba, sin que el sol lo hubiese secado todavía, indicaban que los pies de alguien los habían desplazado o hecho rodar unos minutos o unas horas antes.

Moreturi, que parecía satisfecho, se reunió por último con su expectante amigo, para decirle:

—No creo que haya pasado nadie por aquí hoy.

—Sin duda tienes razón, pero valdrá más que nos cercioremos —dijo Courtney—. Sólo hay media hora hasta la playa. Bajemos para ver si la canoa está allí o se ha ido.

Iban a iniciar el descenso a la playa cuando Moreturi sujetó de pronto el hombro de Courtney, obligándole a permanecer quieto. Moreturi levantó la otra mano, reclamando silencio, y susurró:

—Espera.

Se agazapó inmediatamente, pegó un oído al suelo y después, tras unos segundos que parecieron interminables, se incorporó para declarar:

—Alguien viene.

—Tú crees?

—Sí. Está muy cerca.

Inmediatamente ambos se separaron: Moreturi se ocultó entre la espesura y Courtney se apostó al lado de un cocotero. Así vigilaban el sendero desde ambos lados, esperando que el que llegaba fuese Marc.

Así transcurrió un minuto, después otro y de pronto él apareció a su vista.

Courtney entornó los párpados. La figura del que se acercaba se fue haciendo mayor. Llevaba una mochila a la espalda y un paquete bajo el brazo, y por su aspecto, era evidente que se hallaba casi al límite de sus fuerzas. Habían desaparecido su aspecto cuidado y atildado, su apostura física, su inmaculada elegancia… Se le veía agotado, de facciones desencajadas y desgreñado.

De momento no los vio, y siguió el trillado sendero desde la meseta hasta lo alto de la plataforma rocosa. Después de detenerse para desplazar el peso de la mochila, que le resultaba insoportable, continuó andando pesadamente junto al acantilado, con la vista fija en el suelo, hasta que llegó a la confluencia de ambos caminos. Después de vacilar un instante, emprendió el descenso.

Hasta que se detuvo de pronto y el asombro alcanzó su boca entreabierta y la mandíbula como el golpe de un gigante.

Miró de derecha a izquierda, primero con incredulidad y luego presa del pánico.

Permaneció inmóvil, con expresión incrédula, mientras Courtney y Moreturi se acercaban lentamente, hasta detenerse a pocos metros de él.

Se pasó la lengua por los labios, mirándolos hipnotizado, como si de una aparición se tratase.

—¿Qué hacéis aquí?

La voz de Marc Hayden era ronca, pues surgía de una garganta reseca… era la voz de un hombre que no había hablado con nadie en toda la noche y no esperaba tener que hablar con nadie durante todo el día.

Courtney dio un paso hacia él:

—Venimos en tu busca, Marc —dijo—. Te estábamos esperando. Ya se ha descubierto toda tu canallada. Además, Tehura ha muerto.

Las pupilas de Marc se dilataron y sus párpados temblaron, como si no lo comprendiese. Tiró el paquete al suelo y con expresión ausente se descolgó la mochila y la depositó junto al paquete.

—Imposible. No puede haber muerto.

—Está muerta y bien muerta —contestó Courtney con tono seco—. Más vale que no digas nada. Su amiga Poma nos lo ha contado todo. Tienes que venir con nosotros, Marc. Comparecerás ante el jefe para ser juzgado.

Marc, intimidado, se inclinó un poco, pero su expresión era retadora cuando gritó:

—¡Que te crees tú eso! Fue un desdichado accidente. Ella trató de matarme y yo tuve que golpearla en defensa propia. Entonces ella tropezó y cayó de espaldas contra el ídolo de piedra, pero cuando me fui sólo estaba desmayada. Estaba bien. Te repito que fue un accidente. ¿Y si la hubiese matado otro? —Dirigió una mirada venenosa a Courtney y después a Moreturi—. ¡No tenéis ningún derecho para detenerme! ¡No sois nadie para impedirme ir donde quiera!

—Ahora no, Marc —dijo Courtney—. Tienen que juzgarte. Entonces podrás decir lo que quieras, en tu defensa.

—No…

—Vives en Las Tres Sirenas y tienes que respetar sus leyes.

—Como que serían muy ecuánimes conmigo —dijo Marc, con sarcasmo—. No tendría mayores probabilidades de salvación que una bola de nieve en el infierno, ante ese tribunal de canguros negros, de salvajes semidesnudos, que se pondrían a vociferar para llorar la muerte de esa putilla…

¡No jamás! —Después su voz adquirió un tono de cobarde súplica— Tom, por amor de Dios, tú eres uno de los nuestros y no puedes hacer esa barbaridad. Admitiendo que haya ocurrido un accidente y que alguien desee saber la verdad de los hechos, por lo menos que me juzguen en Tahití, en California, en un lugar civilizado, entre personas como nosotros, pero no en este villorrio olvidado de Dios. Terminarían murmurando cualquier sortilegio y ahorcándome.

—Aquí nadie te ahorcaría, Marc. Si no eres culpable, nadie te condenará. Serás libre. Y si eres culpable…

—Estás loco. Te has vuelto como ellos —le interrumpió Marc con acritud—. Quieres que comparezca sólo para enfrentarme a las declaraciones de los testigos, de Poma, del cretino de su hermano, y de todos esos negrazos, para exponerme a todo lo que se les ocurra decir. ¿Quieres que yo, un hombre de ciencia, un universitario, un norteamericano como tú, sea juzgado por ese hatajo de salvajes? ¿Y quieres también que mi madre y Claire asistan a esa parodia de juicio, para apostrofarme y vituperarme como el resto de esos salvajes? ¿Bromeas, acaso? Me condenarían a muerte antes de que pudiera abrir la boca. Te digo que…

—Marc, domínate, hombre. Te repito que no habrá sentencia de muerte. Desde luego todas las pruebas te acusan. Pero podrás exponer tu versión de los hechos. Y si a pesar de todo resultaras culpable, si te consideran responsable de la muerte de Tehura, entonces tendrás que aceptar la sentencia. Pero no te matarán: te dejarán vivir y tendrás que servir a los parientes de Tehura durante todo el tiempo que ésta hubiera vivido sobre la tierra, de no haber sido por tu intervención.

Marc echaba llamaradas por los ojos.

—¿Me pides que pase cincuenta años de mi vida como esclavo en este repugnante agujero, pedazo de animal? —vociferó—. ¡Idos los dos al infierno! ¡No pienso aceptarlo! ¡Apartaos de mi camino!

Ni Courtney ni Moreturi se movieron.

—Marc —dijo Courtney—, no podrás pasar. Abandona toda esperanza de marcharte. No tienes más remedio que volver al poblado, así es que procura entrar en razón…

Mientras hablaba, Courtney empezó a acercarse a Marc Hayden seguido por Moreturi. Cuando aquél tendió el brazo hacia Marc, éste pareció galvanizarse y pasó a la acción. De manera instintiva, apelando a sus últimas fuerzas, asestó un directo a la mandíbula de Courtney, derribándole en brazos de Moreturi.

Marc, jadeando y echando espumarajos, se apartó inmediatamente hacia el acantilado, dispuesto a rebasarlos y bajar corriendo a la playa, pero ambos abandonaron también el sendero y se alzaban ante él, impenetrables, cerrándole el camino. Marc se detuvo, midiéndolos con la mirada, y la expresión de bestia acorralada que apareció en su semblante demostró que Courtney había tenido razón al decir que no podía ir a ninguna otra parte.

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