El comisionado disponía de varias oficinas en la segunda planta, a la que se llegaba por una escalinata de mármol pulimentada por los pies de los incontables viajeros que habían subido y bajado aquellos escalones en una época terminada hacía mucho tiempo. Los espacios que el comisionado se había apropiado para su uso habían sido antes una tienda de artículos de deporte y un comercio donde se vendían cometas de colores y carretes de hilo. Habían derribado tabiques y rellenado los huecos de las ventanas con ladrillo; los despachos tenían paneles en las paredes, moqueta y un elegante mobiliario. El doctor Sessions estaba familiarizado con el perezoso funcionamiento del gobierno y se había instalado en sus cuarteles provisionales como si la mudanza fuese permanente. Su secretaria me recibió con una sonrisa de conmiseración que me hizo sentir peor, se apartó del teclado girando la silla y descolgó el teléfono.
Anunció mi llegada y al instante se abrió la puerta de roble macizo situada frente a su escritorio y el doctor Sessions me invitó a pasar.
Enérgico, con una rala cabellera de color castaño y unas gafas de montura gruesa que le comían la estrecha cara, el doctor Sessions era una prueba viviente de que los seres humanos no estaban hechos para participar en carreras de larga distancia. Tenía un pecho de tuberculoso y tan poca grasa corporal que en muy contadas ocasiones se quitaba la chaqueta del traje y a menudo iba de manga larga en pleno verano, porque era un friolero crónico. Todavía llevaba enyesado el brazo izquierdo, que se había roto hacía varios meses durante una carrera en la costa Oeste, al tropezar con una percha que los pies de los demás corredores que iban por delante de él habían eludido y que le hizo caer rodando por tierra. Seguramente fue el único participante que, sin acabar la carrera, había aparecido en los periódicos.
Tomó asiento tras su escritorio, la carta de Pat Harvey centrada sobre el secante, su rostro desacostumbradamente severo.
—Supongo que ya habrá leído esto, ¿no es así? —dio unos golpecitos sobre la carta con el dedo índice.
—Sí —respondí—. Es comprensible que Pat Harvey esté tan interesada en conocer los resultados del examen de su hija.
—El cuerpo de Deborah Harvey se encontró hace once días. ¿Debo entender que aún no sabe qué la mató a ella ni a Fred Cheney?
—Sé qué la mató. En cuanto a él, la causa de la muerte sigue siendo desconocida.
Parecía desconcertado.
—Doctora Scarpetta, ¿le importaría explicarme por qué no ha remitido esta información a los Harvey ni al padre de Fred Cheney?
—La explicación es muy sencilla. Los casos están aún sin resolver y se están llevando a cabo nuevos estudios especiales. Y el FBI me ha pedido que no dé ninguna información a nadie.
—Entiendo.
Se quedó mirando la pared como si en ella hubiera una ventana que diera al exterior, aunque en realidad no la había.
—Si usted me pide que envíe los informes, doctor Sessions, lo haré inmediatamente.
De hecho, para mí sería un alivio que me ordenara cumplir la petición de Pat Harvey.
—¿Por qué? —Ya conocía la respuesta, pero quería oír lo que yo tuviera que decir.
—Porque la señora Harvey y su marido tienen derecho a saber qué le ocurrió a su hija —respondí—. Bruce Cheney tiene derecho a enterarse de lo que sabemos o no sabemos acerca de su hijo. Esta espera es angustiosa para todos ellos.
—¿Ha hablado con la señora Harvey?
—No recientemente.
—¿Ha hablado con ella después de que se encontraran los cuerpos, doctora Scarpetta? —Jugueteaba con el cabestrillo.
—La llamé en cuanto quedó confirmada la identificación, pero no he vuelto a hablar con ella desde entonces.
—¿Y ella ha intentado ponerse en contacto con usted?
—En efecto.
—¿Y usted se ha negado a hablar con ella?
—Ya le he explicado por qué —observé—. No creo que fuera muy diplomático por mi parte ponerme al teléfono y decirle que el FBI no quiere que facilite ninguna información.
—No ha comentado estas instrucciones del FBI con nadie, entonces.
—Acabo de comentarlas con usted.
Descruzó y volvió a cruzar las piernas.
—Y yo se lo agradezco. Pero no me parece conveniente que hable del asunto con nadie más. Y menos con los periodistas.
—Hago todo lo posible por esquivarlos.
—El Washington Post me ha llamado esta mañana.
—¿Quién del Post?
Empezó a rebuscar entre sus notas mientras yo esperaba con desasosiego. No quería creer que Abby fuera capaz de actuar a mis espaldas y por encima de mí.
—Alguien llamado Clifford Ring. —Levantó la mirada hacia mí—. De hecho, no es la primera vez que llama, ni soy la única persona a la que ha intentado sonsacar información. También ha estado importunando a mi secretaria y a otros miembros de mi personal, como mi delegado y el secretario de Recursos Humanos. Supongo que también la habrá telefoneado a usted, y por eso recurrió finalmente a la administración, porque, según dijo, «la directora forense no quiere hablar conmigo».
—Han llamado muchos periodistas. No recuerdo cómo se llama la mayoría de ellos.
—Bien. El señor Ring parece creer que existe una operación para ocultar información, una especie de conspiración, y a juzgar por el sentido de sus preguntas parece disponer de datos que avalan esta opinión.
Era extraño, pensé. Al parecer el Post no había renunciado a investigar estos casos, como tan calurosamente me había asegurado Abby.
—Parece tener la impresión —prosiguió el comisionado—de que su oficina se niega a colaborar y que, por lo tanto, participa en esa supuesta conspiración.
—Y supongo que está en lo cierto. —Hice lo posible para que mi voz no revelara el disgusto que sentía—. Y eso me deja atrapada en el medio. O me opongo a Pat Harvey o al Departamento de Justicia, y, francamente, de poder elegir, preferiría complacer a la señora Harvey. Tarde o temprano, tendré que responder ante ella. Es la madre de Deborah. No tengo por qué responder ante el FBI.
—No me interesa ponerme a mal con el Departamento de Justicia.
No necesitaba explicarme por qué. Una parte sustancial del presupuesto departamental del comisionado se financiaba con dinero procedente de fondos federales, que incluso goteaba hasta mi oficina para subvencionar la recogida de datos necesarios para las diversas agencias de prevención de accidentes y de seguridad en el tráfico. El Departamento de Justicia sabía jugar duro. Si enfrentarse a los federales no secaba una fuente de ingresos muy necesarios, al menos podíamos estar seguros de que nos amargarían la vida. Lo último que deseaba el comisionado era tener que justificar todas las hojas de papel de carta y todos los lápices adquiridos con el dinero de la subvención. Yo ya sabía cómo funcionaban las cosas. Todos tendríamos que contar hasta la última moneda, y el papeleo acabaría asfixiándonos.
El comisionado recogió la carta con el brazo bueno y la estudió unos instantes.
—De hecho —observó—, puede que la única solución consista en dejar que la señora Harvey cumpla su amenaza.
—Si obtiene un mandamiento judicial, no me quedará más remedio que entregarle lo que quiere.
—Soy consciente de ello. Y la ventaja es que el FBI no podrá hacernos responsables.
La desventaja, naturalmente, está en la publicidad negativa que recibiremos reflexionó en voz alta —. Desde luego, el Departamento de Salud y Servicios Humanos no quedará muy bien parado si la gente se entera de que un juez tuvo que obligarnos a entregar a Pat Harvey algo a lo que la ley le concede pleno derecho. Supongo que eso contribuiría a corroborar las sospechas de nuestro amigo, el señor Ring.
El ciudadano medio ni siquiera sabía que la Oficina de Exámenes Forenses formaba parte de Salud y Servicios Humanos. Era yo la que iba a quedar mal. El comisionado, en buena tradición burocrática, me ponía en situación de recibir las críticas de frente porque no quería disgustar al Departamento de Justicia.
—Naturalmente —caviló—, Pat Harvey se lo tomará como una afrenta y utilizará todo el poder de su cargo. Aunque quizá se trate de un farol.
—Lo dudo —repliqué, simplemente.
—Ya veremos. —Se puso en pie y me acompañó hasta la puerta—. Escribiré a la señora Harvey y le diré que he hablado con usted. —Apostaría cualquier cosa a que lo hará, pensé—. Y si puedo ayudarla en algo, no dude en decírmelo.
Sonrió, pero evitó mirarme a los ojos.
Acababa de decirle que necesitaba ayuda. Lo mismo habría dado que tuviera los dos brazos rotos: no pensaba mover ni un dedo.
En cuanto llegué a mi oficina, pregunté a los recepcionistas y a Rose si había telefoneado algún periodista del Post. Después de hacer memoria y examinar viejas libretas de notas, todos seguían sin recordar a ningún Clifford Ring. Difícilmente podía acusarme de negarle mi colaboración si ni siquiera había intentado comunicarse conmigo, razoné. Aun así, me sentía perpleja.
—A propósito —añadió Rose cuando me disponía a marchar pasillo abajo—, Linda preguntaba por usted. Dice que necesita verla con urgencia.
Linda era especialista en armas de fuego. Marino debía de haber traído ya el casquillo vacío. Bien. El laboratorio de armas de fuego y herramientas se hallaba en la tercera planta, y hubiera podido pasar por una tienda de armas de segunda mano.
Revólveres, carabinas, escopetas y pistolas cubrían prácticamente hasta el último centímetro del banco de trabajo, y las pruebas envueltas en papel marrón se amontonaban en el suelo formando una pila que llegaba hasta el techo. Estaba a punto de llegar a la conclusión de que todo el mundo había salido a almorzar cuando oí la apagada detonación de una pistola tras una puerta cerrada. Junto al laboratorio había un cuartito que se utilizaba para probar las armas disparando contra un depósito de acero galvanizado lleno de agua.
Dos tiros después apareció Linda, con un 38 Special en una mano y las balas disparadas y las vainas vacías en la otra. Era una mujer esbelta y femenina, con una larga cabellera castaña, huesos bien formados y ojos color avellana muy separados.
Una bata de laboratorio protegía una falda negra con vuelo y una blusa de seda amarillo claro con un broche de oro en la garganta. Si viajara sentada junto a ella en un avión y tuviera que adivinar a qué se dedicaba, habría dicho que a enseñar poesía o a dirigir una galería de arte.
—Malas noticias, Kay —comenzó a decir, mientras dejaba el revólver y la munición utilizada sobre su escritorio.
—Espero que no tengan que ver con el casquillo que ha traído Marino —comenté.
—Eso me temo. Cuando iba a grabar mis iniciales y el número del laboratorio, me he llevado una sorpresita. —Se acercó al microscopio de comparación—. Mira. —Me ofreció la silla—. Dicen que una imagen vale por mil palabras.
Tomé asiento y miré por el ocular. El casquillo de acero inoxidable estaba en el campo de luz situado a la izquierda.
—No comprendo —musité, ajustando el enfoque. Grabadas justo en el interior de la boca del cartucho se distinguían las iniciales «J. M.»—. Creía que Marino te lo había entregado a ti.
—Exacto. Llegó hace cosa de una hora —respondió Linda—. Le pregunté si había grabado él esas iniciales y me dijo que no.
Ya lo suponía, desde luego. Sus iniciales son P. M., no J. M., y lleva demasiado tiempo en el negocio para hacer una cosa así. Aunque algunos policías grababan sus iniciales en las vainas de cartucho, como hacían también algunos forenses en las balas extraídas de los cuerpos, los especialistas en armas de fuego desaprobaban esta práctica. Aplicar un objeto punzante al metal es peligroso, porque siempre existe el riesgo de desfigurar posibles marcas dejadas por el bloque de cierre, el percutor o el tubo de expulsión, u otras características necesarias para la identificación, como surcos o estrías. Marino tenía demasiada experiencia para hacerlo. Como yo, siempre inscribía sus iniciales en la bolsa de plástico y dejaba intacta la evidencia.
—¿Debo creer que estas iniciales ya estaban en el casquillo cuando Marino lo trajo? pregunté.
—Eso parece.
J. M. «Jay Morrell», pensé, confundida. ¿Cómo podía llevar sus iniciales una vaina de cartucho encontrada en el lugar del crimen?
—Quizás alguno de los policías que estuvieron presentes allí lo llevaba en el bolsillo por algún motivo y lo perdió sin darse cuenta —especuló Linda—. A lo mejor tenía un agujero en el bolsillo, por ejemplo.
—Me resulta difícil de creer —respondí.
—Bien, tengo otra teoría y te la voy a contar. Pero no te gustar , y a mí tampoco me gusta mucho. Podría ser que se tratara de una vaina recargada.
—Entonces, ¿por qué habría de estar marcada con las iniciales de un investigador?
¿Y a quién se le ocurriría recargar un casquillo marcado como prueba?
—Ya ha ocurrido antes, Kay, y yo no te he dicho nada de esto, ¿de acuerdo?
Me limité a escuchar.
—Tanto el número de armas como la cantidad de munición y las vainas cargadas que la policía recoge y entrega a los tribunales son astronómicos y valen mucho dinero. A veces la gente se vuelve codiciosa, incluso los jueces. Se quedan con parte de este material o lo venden a comerciantes de armas o a otros aficionados. Supongo que es remotamente posible que este casquillo fuera recogido por algún policía o presentado ante un tribunal como prueba en un momento u otro, y finalmente acabara recargado.
Acaso quien lo disparó no tenía ni idea de que en su interior llevaba grabadas las inicia les de alguien.
—No podemos demostrar que este casquillo corresponde a la bala que encontré en una vértebra lumbar de Deborah Harvey, ni podremos demostrarlo mientras no encontremos la pistola —le recordé—. Ni siquiera podemos afirmar con certeza que sea un cartucho Hydra-Shok. Lo único que sabemos es que es de nueve milímetros, Federal.
—Es cierto. Pero la patente de las balas Hydra-Shok la tiene Federal desde finales de los años ochenta. Aunque no sé si eso puede tener alguna importancia.
—¿Sabes si Federal vende proyectiles Hydra-Shok para recarga? —pregunté.
—Ése es el problema. No. En el mercado únicamente pueden adquirirse cartuchos completos. Pero eso no significa que alguien pudiera obtener balas por algún otro medio. Robándolas de la fábrica o a través de un contacto que las robara de la fábrica.
Incluso yo misma podría conseguirlas, por ejemplo, si dijera que estoy trabajando en un proyecto especial. ¿Quién sabe? —recogió una lata de Diet Coke que tenía sobre el escritorio y concluyó—: Ya no hay muchas cosas que me sorprendan.