La jota de corazones (22 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La jota de corazones
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—Por lo visto, no tengo otra alternativa.

—No la tienes.

—Sí, encontramos una jota de corazones en el caso Harvey Cheney. Sí, hice mover los cuerpos antes de que llegaras allí, y sé que no es lo correcto, pero no tienes ni idea de por qué son tan importantes las cartas ni los problemas que acarrearía el que se divulgara su existencia. Si se enterasen los periódicos, por ejemplo. Y ahora no puedo decirte nada más al respecto.

—¿Dónde estaba la carta? —pregunté.

—La encontramos en el bolso de Deborah Harvey. Cuando un par de policías me ayudaron a darle la vuelta, encontramos el bolso bajo su cuerpo.

—¿Debo entender que el asesino llevó el bolso hasta el bosque?

—Sí. Es completamente ilógico suponer que Deborah lo llevara hasta allí.

—En los demás casos —señalé—, la carta estaba a la vista, en el interior del vehículo.

—Exactamente. El lugar en el que se encontró esta vez es una nueva incongruencia. ¿Por qué no la dejó en el jeep? Otra incongruencia es que en los casos anteriores se trataba de naipes Bycicle. La carta que se encontró junto a Deborah es de una marca distinta. Y luego está la cuestión de las fibras.

—¿Qué fibras? —pregunté.

Aunque había encontrado fibras en todos los cuerpos descompuestos, en general correspondían a la propia ropa de las víctimas o a la tapicería de sus vehículos. Las escasas fibras desconocidas que había recogido no establecían ninguna relación entre los casos y, hasta el momento, habían resultado inútiles.

—En los cuatro casos anteriores al asesinato de Deborah y Fred —explicó Wesley—, se recogieron fibras de algodón blanco en el asiento del conductor de todos los vehículos abandonados.

—Eso es nuevo para mí —observé; de nuevo me sentía indignada.

—Las fibras fueron analizadas en nuestros laboratorios —explicó.

—¿Y cuál es tu interpretación? —pregunté.

—La cuestión de las fibras es interesante. Puesto que ninguna de las víctimas llevaba prendas de algodón blanco en el momento de la muerte, debo deducir que las fibras las dejó el criminal, y eso implica que condujo los vehículos de sus víctimas después de asesinarlas. Pero eso ya lo suponíamos desde el principio. Hay que tener en cuenta su vestimenta. Y una de las posibilidades es que llevara una especie de uniforme cuando se encontró con las parejas. Pantalones de algodón blanco. No sé.

Pero en el asiento del conductor del jeep de Deborah no se encontró ninguna fibra de algodón blanco.

—¿Qué se encontró en el jeep?

—Nada que en estos momentos me sirva de algo. De hecho, el interior estaba inmaculado. —Hizo una pausa, mientras cortaba el filete—. La cuestión es que, en este caso, el modus operandi resulta lo bastante distinto para tenerme muy preocupado, debido a las restantes circunstancias.

—Debido a que una de las víctimas es la hija de la «Zarina de la droga» y a que aún consideras que lo ocurrido con Deborah puede tener motivaciones políticas, relacionadas con las actividades de su madre contra la droga —concluí.

Hizo un gesto de asentimiento.

—No podemos descartar que los asesinatos de Deborah y su amigo fueran deliberadamente planeados de manera que se parecieran a los otros casos.

—Si sus muertes no están relacionadas con las otras y son obra de un profesional —observé, escéptica—, ¿cómo te explicas que el asesino supiera lo de las cartas, Benton?

Ni siquiera yo conocía la existencia de la jota de corazones hasta hace muy poco. Desde luego, no ha podido leerlo en la prensa.

Su respuesta me sorprendió.

—Pat Harvey lo sabe.

«Abby», pensé. Y hubiera apostado algo a que Abby había comunicado la información a la señora Harvey y que Wesley estaba enterado de ello.

—¿Cuánto hace que la señora Harvey sabe lo de las cartas?

—Cuando apareció el jeep de su hija, me preguntó si habíamos encontrado alguna carta. Y volvió a llamarme cuando se descubrieron los cuerpos.

—No comprendo —comenté—. ¿Cómo puede ser que el otoño pasado ya lo supiera? Eso parece indicar que conocía los detalles de los otros casos antes de que Deborah y Fred desaparecieran.

—Conocía algunos detalles. Pat Harvey empezó a interesarse por estos casos mucho antes de tener una motivación personal.

—¿Por qué?

—Ya conoces algunas de las teorías que circulan —contestó—. Sobredosis de droga.

Una extraña droga sintética recién salida a la calle, los chicos se van al bosque para hacer una fiesta y acaban muertos. O un traficante que se divierte vendiendo droga mala en un lugar remoto y viendo morir a las parejas.

—Conozco las teorías, y no hay nada que las sostenga. Los resultados de toxicología dieron negativo en cuanto a drogas en las ocho primeras muertes.

—Ya recuerdo los informes —replicó en tono reflexivo—. Pero considero que eso no excluye forzosamente la posibilidad de que los chicos tomaran drogas. Sus cuerpos eran poco más que esqueletos. No parece que quedara mucho que analizar.

—Quedaba algo de tejido muscular. Con eso es suficiente. Los análisis de cocaína y heroína, por ejemplo. Nosotros, por lo menos, esperábamos encontrar metabolitos de benzoiloco gonina o morfina. En cuanto a las drogas sintéticas, realizamos las pruebas para análogos de PCP y anfetaminas.

—¿Qué me dices de China White? —apuntó, refiriéndose a un analgésico sintético muy potente cuyo uso estaba bastante extendido en California—. Según tengo entendido, no hace falta mucho para llegar a la sobredosis y es difícil detectarlo.

—Cierto. Menos de un miligramo puede ser mortal, lo cual quiere decir que su concentración es demasiado baja para detectarla sin recurrir a procedimientos analíticos especiales, como el RIA. —Al advertir su expresión confusa, le expliqué—: Radioinmunoensayo, un procedimiento basado en las reacciones de anticuerpos a drogas específicas. A diferencia de los procedimientos de análisis convencionales, el RIA puede detectar niveles muy bajos de droga, y por eso lo utilizamos para buscar China White, LSD, THC.

—Que no se encontraron.

—En efecto.

—¿Y el alcohol?

—Cuando los cuerpos están tan descompuestos, el alcohol es un problema. Algunas de las pruebas resultaron negativas, y otras por debajo de 0,5, posiblemente a consecuencia de la descomposición. Dicho de otro modo, no obtuvimos un resultado concluyente.

—¿Tampoco en Harvey y Cheney?

—Por ahora, no hemos hallado indicios de droga —le dije—. ¿Qué interés tenía Pat Harvey por los primeros casos?

—No me malinterpretes —me advirtió—. No he dicho que se tratara de una de sus principales preocupaciones. Pero cuando era fiscal del Estado debió de recibir soplos confidenciales, información reservada, e hizo unas cuantas preguntas. Política, Kay.

Supongo que si se hubiera demostrado que las muertes de esas parejas de Virginia estaban relacionadas con la droga, tanto si eran accidentales como si se hubiese tratado de homicidios, habría utilizado la información para reforzar su campaña contra la droga.

Eso explicaría por qué la señora Harvey parecía tan informada cuando almorcé en su casa el otoño pasado, pensé. Sin duda tenía información archivada en su despacho, por su temprano interés por estos casos.

—En vista de que sus indagaciones al respecto no conducían a nada —prosiguió Wesley—, creo que debió de desentenderse bastante del asunto, hasta que desaparecieron su hija y Fred. Entonces, como puedes imaginar, lo rememoró todo.

—Sí, puedo imaginarlo. Y también puedo imaginar qué amarga ironía si hubiera resultado que la hija de la «Zarina de la droga» había muerto por drogas.

—No creas que a la señora Harvey se le escapa el asunto —observó Wesley con expresión ceñuda.

Recordarlo me puso de nuevo en tensión.

—Tiene derecho a saber, Benton. No puedo aplazar eternamente los informes.

Ladeó la cabeza e indicó al camarero que podía servir los cafés.

—Necesito que me des más tiempo, Kay.

—¿Para tus tácticas de desinformación?

—Tenemos que intentarlo, dejar que la noticia se publique sin interferencias. En cuanto la señora Harvey reciba su informe, se desatarán todas las furias. Créeme, en estos momentos sé mejor que tú cómo reaccionará. Acudirá a los periódicos, y todo lo que estamos preparando para atraer al asesino se irá a la mierda.

—¿Y si obtiene un mandamiento judicial?

—Eso lleva tiempo. No ocurrirá mañana. ¿Seguirás dándole largas un poco más, Kay?

—Aún no has terminado de explicarme lo de la jota de corazones —le recordé—. Si los mató un asesino a sueldo, ¿cómo podía saber lo de las cartas?

Wesley respondió de mala gana.

—Pat Harvey no recoge información ni investiga las situaciones ella sola. Tiene ayudantes, personal. Habla con otros políticos, con quien sea, incluso con parlamentarios. Todo depende de a quién divulgó su información y quién hay por ahí que desee destruirla, suponiendo que sea éste el caso, y no pretendo afirmar que lo sea.

—Un asesinato pagado, camuflado para que se parezca a los casos anteriores especulé —. Pero el asesino cometió un error. No sabía que debía dejar la jota de corazones en el coche. La dejó junto al cadáver de Deborah, en su bolso. ¿Quizás alguien relacionado con las organizaciones de beneficencia fraudulentas contra las que se supone que Pat Harvey ha de declarar?

—Estamos hablando de gente mala que conoce a otra gente mala. Traficantes de droga. Delincuencia organizada. —removió el café con aire abstraído—. La señora Harvey no está llevando bien la situación. Está muy afectada. En estos momentos, esa audiencia del congreso no es precisamente lo que más ocupa su atención.

—Entiendo. Y sospecho que no está precisamente en términos amistosos con el Departamento de Justicia, debido a esa misma audiencia.

Wesley apoyó cuidadosamente la cucharilla en el borde del plato.

—Es cierto —admitió, y alzó la mirada hacia mí—. Lo que está intentando conseguir no nos ayudará en nada. Está muy bien que quiera acabar con ACTMAD y otros montajes semejantes, pero no es suficiente. Queremos presentar acusaciones. Antes había cierta fricción entre ella y la DEA, el FBI y también la CIA.

—¿Y ahora? —insistí.

—Ahora es peor, porque la afecta personalmente y tiene que confiar en la ayuda del FBI para resolver el homicidio de su hija. Está paranoica, se niega a cooperar. Intenta actuar a espaldas nuestras, tomar el asunto en sus manos. —con un suspiro, añadió—: La señora Harvey es un problema, Kay.

—Seguramente ella dice lo mismo del FBI.

Esbozó una sonrisa torcida.

—Estoy seguro.

Yo quería prolongar el juego de póquer mental para comprobar si Wesley me ocultaba alguna otra cosa, así que le di más información.

—Por lo visto, Deborah sufrió una lesión defensiva en el índice izquierdo. No un corte, sino un machetazo, infligido por un cuchillo de hoja serrada.

—¿En qué parte del índice? —preguntó, y se inclinó un poco hacia delante.

—La dorsal. —Alcé una mano para mostrárselo—. Arriba, cerca del primer nudillo.

—Interesante. Atípico.

—Sí. Es difícil reconstruir cómo lo recibió.

—O sea que sabemos que iba armado con un cuchillo —reflexionó en voz alta—. Eso refuerza mis sospechas de que algo le salió mal en el bosque. Pasó algo que no se esperaba. Puede que utilizara la pistola para someter a la pareja, pero que pensara matarlos con el cuchillo. Quizá, cortándoles la garganta. Pero entonces sucedió algo imprevisto. De un modo u otro, Deborah consiguió liberarse y el asesino le pegó un tiro por la espalda, y quizá luego la degolló para completar el trabajo.

—¿Y después colocó los cadáveres de manera que quedaran como los otros? pregunté —. ¿Cogidos del brazo, boca abajo y completamente vestidos?

Se quedó mirando la pared por encima de mi cabeza. Pensé en las colillas que se habían encontrado en todos los casos. Pensé en los paralelismos. El hecho de que esta vez el naipe fuese de una marca distinta y hubiese aparecido en otro lugar no demostraba nada. Los asesinos no son máquinas. Sus hábitos y rituales no son una ciencia exacta ni están grabados en la piedra. Nada de lo que Wesley me había revelado, incluyendo la ausencia de fibras de algodón blanco en el jeep de Deborah, bastaba para convalidar la teoría de que los homicidios de Fred y Deborah no guardaban relación con los otros casos. Experimentaba la misma confusión que me embargaba siempre que visitaba Quantico; allí nunca sabía si las armas disparaban munición real o de fogueo, si los helicópteros transportaban marines en una auténtica misión o agentes del FBI en maniobras, ni si los edificios que componían la ficticia población de Hogan’s Alley, en terrenos de la Academia, eran habitables o simples fachadas estilo Hollywood.

No podía seguir presionando a Wesley. No iba a decirme nada más.

—Se está haciendo tarde —observó—. Te espera un largo viaje de vuelta.

Aún me quedaba una última observación.

—No quiero que la amistad se mezcle con todo esto, Benton.

—Eso se da por sobreentendido.

—Lo que ocurrió entre Mark y yo…

—No influye en nada —me interrumpió, y su voz fue firme, pero no desprovista de amabilidad.

—Era tu mejor amigo.

—Me gustaría creer que todavía lo es.

—¿Me consideras culpable de que se fuera a Colorado, de que dejara Quantico?

—Sé por qué se fue —contestó—. Lamento que se fuera. Era muy bueno para la Academia.

La estrategia del FBI para atraer al asesino mediante métodos de desinformación no se materializó el lunes siguiente. O bien el FBI había cambiado de idea o bien se les había adelantado Pat Harvey, que había convocado una rueda de prensa para aquel mismo día.

A mediodía se situó ante las cámaras, en su despacho de Washington, el patetismo incrementado por la presencia junto a ella de Bruce Cheney, el padre de Fred. Ella tenía un aspecto lastimoso. Ni la cámara ni el maquillaje lograban ocultar lo mucho que había adelgazado ni los círculos oscuros bajo sus ojos.

—¿Cuándo empezaron estas amenazas, señora Harvey, y cuál era su naturaleza? —le preguntó un periodista.

—La primera llegó poco después de que empezara a investigar las organizaciones de beneficencia. Supongo que eso fue hace poco más de un año —respondió, sin emoción—. Recibí una carta remitida a mi casa de Richmond. No divulgaré la naturaleza exacta de lo que decía, pero la amenaza se dirigía contra mi familia.

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