—No les resultaría difícil —asentí—. Otra cosa sería que las cartas se hubieran encontrado con los cuerpos. No sé cómo podrían ocúltamelo entonces. —Aún no había terminado de pronunciar estas palabras cuando una duda empezó a susurrar en el fondo de mi mente. La policía había tardado horas en llamarme a la escena del crimen.
Cuando llegué allí, Wesley ya estaba presente, y los cuerpos de Deborah Harvey y Fred Cheney habían sido manipulados y registrados, en busca de efectos personales—. No me extraña que el FBI quiera mantener este detalle en secreto —seguí razonando—. Podría ser decisivo para la investigación.
—Estoy harta de oír esta mierda —replicó Abby airada—. El detalle de que el asesino deje una carta como firma, por decir lo de alguna manera, sólo puede resultar decisivo para la investigación si el tipo se presenta y confiesa voluntariamente. Si dice que dejó una carta en el coche de cada pareja cuando no hay forma de que hubiera podido saberlo a no ser que verdaderamente fuese él quien lo hizo. No creo que eso ocurra. Y no creo que el FBI intente mantenerlo en secreto sólo para asegurarse de que nada les revienta la investigación.
—Entonces, ¿por qué? —pregunté, inquieta.
—Porque no se trata solamente de unos asesinatos en serie. No se trata solamente de que hay un lunático suelto que tiene manía a las parejas. Este asunto es político.
Tiene que serlo.
Sin decir nada más, Abby llamó la atención de la camarera y permaneció en silencio hasta que nos sirvieron nuevamente.
—Kay —continuó, ya más calmada, después de haber tomado unos sorbos de su bebida—, ¿te sorprende que Pat Harvey aceptara hablar conmigo cuando estuve en Richmond?
—Sí, francamente.
—¿Se te ha ocurrido pensar por qué lo hizo?
—Supongo que debía de estar dispuesta a hacer lo que fuese con tal de recuperar a su hija —respondí—, y a veces la publicidad puede ayudar.
Abby meneó la cabeza.
—Cuando hablé con Pat Harvey, me contó muchas cosas que nunca hubiera publicado en el periódico. Y no era la primera vez que nos veíamos, ni mucho menos.
—No comprendo.
Estaba nerviosa, y no se debía únicamente al café exprés.
—Ya conoces su cruzada contra las organizaciones de beneficencia ilegales.
—Vagamente —contesté.
—La información que la alertó sobre todo el asunto vino de mí.
—¿De ti?
—El año pasado empecé a trabajar en un importante artículo de investigación sobre el tráfico de drogas. Según avanzaba, empecé a descubrir muchas cosas que no podía comprobar, y ahí es donde entran en juego las organizaciones de beneficencia fraudulentas. Pat Harvey tiene un apartamento aquí, en el Watergate, y una tarde fui a entrevistarla, a obtener un par de citas para el artículo. Nos pusimos a hablar y acabé contándole las acusaciones que había oído para ver si podía corroborar alguna de ellas. Así empezó la cosa.
—¿Qué acusaciones, exactamente?
—Sobre ACTMAD, por ejemplo —respondió Abby—. En el sentido de que algunas de estas organizaciones antidroga sirven de fachada para los cárteles de la droga y otras actividades ilegales en Centroamérica. Le dije que fuentes que considero dignas de crédito me habían informado de que millones de dólares donados anualmente acababan en los bolsillos de gente como Manuel Noriega. Naturalmente, esto fue antes de que capturasen a Noriega. Pero se cree que los fondos de ACTMAD y otras organizaciones que se dicen benéficas sirven para comprar información a agentes estadounidenses y para facilitar el paso de la heroína por los aeropuertos panameños y, de hecho, por las aduanas de Extremo Oriente y de toda América.
—¿Y Pat Harvey no sabía nada de esto, antes de que la visitaras en su apartamento?
—No, Kay. No creo que hubiera oído decir nada, pero lo cierto es que se indignó.
Empezó a investigar y, finalmente, presentó un informe al Congreso. Se formó un subcomité especial de investigación y a ella la invitaron a actuar como asesora, como ya debes saber. Por lo visto, ha descubierto muchas cosas y se ha fijado fecha para celebrar una sesión el próximo abril. A ciertas personas, entre las que figura el Departamento de Justicia, esto no les hace ninguna gracia.
Empezaba a comprender adónde conducía todo esto.
—La DEA, el FBI y la CIA llevan años detrás de algunos de los informadores implicados —prosiguió Abby —. Y sabes cómo funcionan esas cosas. Cuando el Congreso interviene, puede ofrecer una inmunidad especial a cambio de información. En cuanto esos informadores declaren ante el Congreso, el juego ha terminado. El Departamento de Justicia ya no podrá procesarlos bajo ningún concepto.
—Lo cual quiere decir que los esfuerzos de Pat Harvey no deben de estar muy bien vistos por el Departamento de Justicia.
—Lo cual quiere decir que el Departamento de Justicia se sentiría secretamente entusiasmado si toda su investigación se viniera abajo.
—La directora de Política Nacional Antidroga —observé—depende del fiscal general, que controla el FBI y la CIA. Si la señora Harvey tiene un conflicto de intereses con el Departamento de Justicia, ¿por qué el fiscal general no la ata más corto?
—Porque el conflicto no es con el fiscal general, Kay. Lo que ella está haciendo le hará quedar bien. Hará quedar bien a la Casa Blanca. Su «Zarina de la droga»
consigue resultados en la lucha contra los delitos por drogas. Lo que el ciudadano medio no comprende es que, por lo que al FBI y la CIA se refiere, las consecuencias de esta sesión del Congreso no son lo bastante importantes. Todo quedará en una revelación pública, los nombres de esas organizaciones y cuáles son sus verdaderas actividades. Eso terminará con grupos como ACTMAD, pero los sinvergüenzas que los dirigen no sufrirán más que un palmetazo en la muñeca. Los agentes que llevan estos casos volverán de vacío, porque no podrán detener a nadie. La gente mala no dejará de hacer cosas malas. Es como cerrar un prostíbulo. Al cabo de un par de semanas, vuelve a abrir en otra esquina.
—Lo que no alcanzo a ver es qué relación tiene todo esto con lo que le ha ocurrido a la hija de Pat Harvey —repetí.
—Empieza por aquí: si tú tuvieras un conflicto con el FBI —comenzó Abby—, y quizás incluso estuvieras en lucha abierta con ellos, ¿cómo te sentirías si tu hija desapareciera y el FBI se ocupara del caso?
No era una idea agradable.
—Con justificación o sin ella, me sentiría muy vulnerable y paranoica. Supongo que me resultaría muy difícil confiar en ellos.
—Acabas de rozar la superficie de los sentimientos de Pat Harvey. Me parece que está convencida de que alguien ha utilizado a su hija para atacarla a ella, que Deborah no ha sido la víctima de un asalto al azar, sino un golpe calculado. Y no está segura de que el FBI no tenga nada que ver…
—A ver si lo entiendo bien —la interrumpí—. ¿Pretendes insinuar que Pat Harvey sospecha que el FBI está detrás de las muertes de su hija y Fred?
—Se le ha metido en la cabeza que los federales tienen algo que ver.
—¿Y vas a decirme que tú también eres de la misma opinión?
—Yo he llegado a un punto en que puedo creerlo todo.
—Santo Dios —musité para mis adentros.
—Ya sé que parece una locura. Pero, al menos, creo que el FBI sabe qué está ocurriendo y quizás incluso quién es el autor, y por eso yo soy un problema. Los federales no quieren verme escarbando por ahí. Les preocupa que pueda dar la vuelta a una piedra y averiguar qué es en realidad lo que se arrastra bajo ella.
—De ser así —objeté—, me parece que el Post te ofrecería un aumento, en lugar de enviarte a Sociedad. Nunca he tenido la impresión de que el Post se dejara intimidar fácilmente.
—Yo no soy Bob Woodward —replicó con amargura—. No llevo mucho tiempo en el periódico, y la sección policial es mierda de pollo, el lugar donde se desasnan los novatos. Si el director del FBI o alguien de la Casa Blanca quiere hablar de pleitos o de diplomacia con los jefes del Post, a mí no me invitarán a la reunión ni me explicarán forzosamente lo que sucede.
Seguramente tenía razón, pensé. Si el comportamiento de Abby en la sala de redacción era en algo parecido al que exhibía ahora, me parecía muy improbable que nadie sintiera muchos deseos de tratar con ella. De hecho, no estaba segura de que me hubiera sorprendido saber que la habían cambiado de sección.
—Lo siento, Abby —comenté—. Tal vez podría entender que la política fuese un factor en la muerte de Deborah Harvey, pero ¿y los demás? ¿Dónde entran las otras parejas?
La primera pareja desapareció dos años y medio antes que Deborah y Fred.
—Kay —respondió furiosa—, no conozco las respuestas, pero juro por Dios que se está ocultando algo. Algo que el FBI o el gobierno no quieren que llegue a conocimiento del público. Fíjate bien en lo que te digo: aunque cesen los asesinatos, si el FBI se sale con la suya estos casos jamás llegarán a resolverse. A eso me enfrento. Y a eso te enfrentas tú también. —Apuró la bebida y añadió—: Y tal vez estuviera bien así, siempre que cesaran los asesinatos. Pero el problema es: ¿cuándo van a cesar? ¿Y no podrían haber cesado antes?
—¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunté, sin rodeos.
—Estamos hablando de jóvenes inocentes que aparecen muertos. Por no mencionar lo evidente, que confío en ti. Y quizá porque necesito una amiga.
—¿Piensas seguir adelante con el libro?
—Sí. Y ojalá haya un último capítulo que escribir.
—Ten cuidado, Abby, por favor.
—Créeme —contestó—. Sé lo que digo.
Cuando salimos del bar había oscurecido y hacía mucho frío. Mientras nos abríamos paso por entre el tumulto de las aceras atestadas, en mi mente reinaba la confusión, y no me sentí mucho mejor mientras recorría el camino de vuelta a Richmond. Hubiera querido hablar con Pat Harvey, pero no me atrevía. Hubiera querido hablar con Wesley, pero sabía que no me revelaría a mí sus secretos, si los tenía, y me sentía más insegura que nunca de nuestra amistad.
Nada más llegar a casa llamé a Marino.
—¿En qué parte de Carolina del Sur vive Hilda Ozimek? —le pregunté.
—¿Por qué? ¿Qué ha averiguado en el Smithsonian?
—Responda a mi pregunta, por favor.
—En un poblacho perdido que se llama Six Mile.
—Gracias.
—¡Oiga! Antes de colgar, ¿le importaría decirme cómo le ha ido por Washington?
—Esta noche no, Marino. Si mañana no puedo localizarle, póngase usted en contacto conmigo.
A las 5.45 de la mañana, el aeropuerto internacional de Richmond estaba desierto.
Los restaurantes estaban cerrados, había periódicos apilados ante las rejas metálicas de las tiendas de objetos de regalo y un empleado sonámbulo empujaba lentamente un carrito de la basura y recogía envoltorios de chicle y colillas de cigarrillo.
Encontré a Marino en la terminal de USAir, con los ojos cerrados y el impermeable enrollado detrás de la cabeza, durmiendo en una sala sin aire y provista de iluminación artificial, asientos vacíos y una moqueta azul con lunares. Durante un instante fugaz lo vi como si no lo conociera, y mi corazón se conmovió de un modo dulce y nostálgico. Marino había envejecido.
No creo que llevara más de unos días en mi nuevo empleo cuando lo vi por primera vez. Estaba en el depósito, realizando una autopsia, cuando entró un hombretón de rostro impasible y se colocó al otro lado de la mesa. Aún recordaba la intensidad de su frío escrutinio. Tuve la incómoda sensación de que me disecaba tan minuciosamente como disecaba yo a mi paciente.
—Así que usted es la nueva jefa.
Lanzó el comentario como un desafío, como si me retara a declarar que me creía capaz de desempeñar un cargo que ninguna mujer había desempeñado hasta entonces.
—Soy la doctora Scarpetta —le respondí—. Y supongo que usted debe de pertenecer a la policía de Richmond.
Masculló su nombre y esperó en silencio mientras yo extraía varias balas de su caso de homicidio y le extendía un recibo por ellas. A continuación, se retiró sin tan siquiera un «adiós» o un «encantado de haberla conocido», dejando establecida nuestra relación profesional. Tuve la sensación de que me desdeñaba sin otro motivo que mi sexo, y yo a mi vez lo juzgué como un idiota con el cerebro escabechado por la testosterona. A decir verdad, me había intimidado mortalmente. Se me hacía difícil mirar a Marino ahora e imaginar que alguna vez lo había encontrado amenazador. Parecía viejo y derrotado, con la camisa tirante sobre su barriga prominente, los desordenados mechones de cabello cano, la frente contraída en lo que no era un ceño de severidad ni de enojo, sino una serie de profundas arrugas fruto del desgaste de la tensión y el disgusto crónicos.
—Buenos días. —Le toqué el hombro con suavidad.
—¿Qué hay en la bolsa? —murmuró, sin abrir los ojos.
—Creía que estaba dormido —respondí, sorprendida.
Se enderezó en el asiento y bostezó. Me acomodé a su lado, abrí la bolsa de papel y saqué dos tazas de café de plástico aislante y bagels con queso crema que había preparado en casa y calentado en el microondas justo antes de salir en plena oscuridad.
—Supongo que no ha desayunado, ¿verdad? —le tendí una servilleta.
—Parecen bagels auténticos.
—Lo son —le aseguré, y desenvolví el mío.
—Creía que me había dicho que el avión salía a las seis.
—A las seis y media. Estoy segura de que le dije a esa hora. ¿Lleva mucho tiempo esperando?
—Bueno, pues sí, bastante.
—Lo siento.
—Tiene los billetes, ¿no?
—En el bolso —contesté. En ocasiones, Marino y yo parecíamos un viejo matrimonio.
—Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de que esta idea suya valga lo que nos cuesta. Yo no lo pagaría de mi bolsillo, aunque pudiera. Pero tampoco me gusta verla hacer el primo, doctora. Me quedaría más tranquilo si al menos intentara que se lo abonaran.
—Yo no me quedaría más tranquila. —Ya lo habíamos discutido antes—. No pienso presentar ninguna nota de gastos, ni usted tampoco. Si presentamos nota, dejamos un rastro de papel. Además —concluí, tomando un sorbo de café—, puedo permitírmelo.
—Si pudiera ahorrarme seiscientos pavos, dejaría un rastro de papel de aquí a la luna.
—Absurdo. Le conozco demasiado bien para creerme eso.
—Sí. Absurdo es la palabra. Todo este asunto es una patochada de principio a fin. —Vació varios sobrecitos de azúcar en su café—. Creo que esa Abby Turnbull le ha revuelto los sesos.