La jota de corazones (18 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La jota de corazones
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Puede ser alguien relacionado con el mundo de los negocios. Tal vez se dedique al deporte, a la competición. Podría ser muchas cosas, pero en vista de que los corazones son cartas de amor y de emoción, podría decirse, sea quien sea la persona representada por esa carta, que hay un elemento emocional en contraposición a un elemento de dinero o de trabajo.

Volvió a sonar el teléfono.

Tras un breve silencio, Hilda añadió con serenidad:

—No confíe siempre en lo que oiga, doctora Scarpetta.

—¿Acerca de qué? —le pregunté un poco sorprendida.

—Algo que le importa mucho le causa desdicha y pesar. Tiene que ver con una persona: una amistad, una relación sentimental. Podría tratarse de algún miembro de su familia; no lo sé. Decididamente, es alguien de gran importancia en su vida. Pero escucha e imagina usted muchas cosas. Cuidado con lo que le dicen.

«Mark —pensé—, o acaso Benton Wesley.» No pude resistir me a preguntar:

—¿Es alguien actualmente presente en mi vida? ¿Alguien con quien suelo verme?

Hizo una pausa.

—Puesto que percibo cierta confusión, muchos elementos desconocidos, tendré que decir que no es alguien con quien actualmente esté en contacto. Percibo un distanciamiento; no necesariamente geográfico, entienda, sino emocional. Una distancia que hace que le resulte a usted difícil confiar. Mi consejo es que lo deje correr, que no haga nada al respecto, por ahora. Vendrá una resolución; no puedo decirle cuándo ocurrirá, pero todo irá bien si se relaja, si no presta atención a los elementos discordantes ni actúa impulsivamente.

«Y aún hay otra cosa —continuó—. Va más allá de lo que tiene delante y no sé de qué se trata. Pero hay algo que usted no ve y que tiene relación con el pasado, algo importante que ocurrió en el pasado. Vendrá a usted y la conducirá a la ver dad, pero no reconocerá su significado a no ser que antes se abra. Déjese guiar por su fe.

Inquieta por Marino, me levanté y me asomé a la ventana.

Marino se tomó dos bourbons con agua en el aeropuerto de Charlotte y otro más cuando estábamos en el aire. Durante el viaje de regreso a Richmond tuvo muy poco que decir. Hasta que no estuvimos en el aparcamiento, junto a nuestros coches, no me decidí a tomar la iniciativa.

—Debemos hablar —dije, sacando las llaves.

—Estoy muerto.

—Son casi las cinco —observé—. ¿Por qué no viene a cenar a casa?

Miró hacia el otro lado del aparcamiento, entornando los ojos bajo el sol. No hubiera sabido decir si estaba furioso o al borde de las lágrimas; no recordaba haberlo visto nunca tan alterado.

—¿Está enfadado conmigo, Marino?

—No, doctora. Ahora mismo quiero estar solo.

—Ahora mismo, creo que no debería estarlo.

Se abrochó el botón superior del abrigo, farfulló un «hasta luego» y se alejó a paso vivo.

Volví a casa, completamente agotada. Mientras estaba en la cocina, ocupada como una autómata en cosas sin importancia, sonó el timbre de la puerta. Al atisbar por la mirilla, me asombró ver a Marino.

—Tenía esto en el bolsillo —me explicó en cuanto le abrí la puerta. Me entregó el pasaje usado de avión y una serie de papeles del coche alquilado, todo completamente inútil—. He pensado que podía necesitarlo para la declaración de la renta o lo que fuera.

—Gracias —respondí. Me daba cuenta de que no había venido por eso. Ya tenía los recibos de las tarjetas de crédito. Nada de lo que me traía era necesario—. Estaba preparando la cena. Ya que está aquí, ¿por qué no se queda?

—Quizás un ratito. —Evitaba mirarme a los ojos—. Luego tengo cosas que hacer.

Me siguió a la cocina y se sentó a la mesa mientras yo seguía cortando pimientos rojos y añadía los pedacitos a la cebolla picada que estaba salteando en aceite de oliva.

—Ya sabe dónde está el bourbon —observé, mientras revolvía la sartén.

Se levantó y se dirigió hacia el mueble bar.

—De paso —grité—, podría prepararme un escocés con soda.

No respondió, pero a su vuelta dejó la bebida que le había pedido al alcance de mi mano y se apoyó en el tajo de carnicero. Eché la cebolla y el pimiento encima del tomate que se sofreía en otra sartén y empecé a dorar las salchichas.

—No hay segundo plato —me disculpé mientras trabajaba.

—Por lo que veo, no creo que haga falta.

—Sería perfecto un poco de cordero al vino blanco, pecho de ternera o cerdo asado. —Llené una olla con agua y la puse al fuego—. Con el cordero hago cosas asombrosas, pero tendré que demostrárselo otro día.

—Tal vez debería dejar de cortar cadáveres y abrir un restaurante.

—Supongo que tengo que tomármelo como un cumplido.

—Sí, claro. —Su rostro carecía de expresión. Estaba encendiendo un cigarrillo—. ¿Y qué nombre le da a esto? —señaló la olla con el mentón.

—Fideos gruesos verdes y amarillos con pimiento y salchichas —respondí, y añadí las salchichas desmenuzadas a la salsa—. Pero si realmente quisiera impresionarle, lo llamaría le pappardelle del Cantunzein.

—No se moleste. Ya estoy impresionado.

—Marino. —Lo miré de soslayo—. ¿Qué ha pasado esta mañana?

Respondió con una pregunta.

—¿Le ha contado a alguien lo que le dijo Vessey de que la marca en el hueso había sido hecha con una hoja serrada?

—Hasta ahora, solamente a usted.

—Es difícil comprender cómo Hilda Ozimek ha podido pensar en eso, que le viniera a la mente un cuchillo de caza con el filo serrado cuando Pat Harvey la llevó al área de descanso.

—Es difícil —asentí mientras echaba la pasta en el agua hirviendo—. Hay cosas en la vida que no pueden razonarse ni explicarse, Marino.

La pasta fresca se cuece en segundos, y enseguida la escurrí y la pasé a un cuenco que mantenía caliente en el horno. Eché la salsa, añadí mantequilla y rallé un trozo de parmesano fresco, y a continuación anuncié a Marino que la cena ya estaba lista.

—Tengo corazones de alcachofa en el frigorífico. —coloqué los platos—. Pero ensalada no. Lo que sí hay es pan en el congelador.

—No necesito nada más —rehusó con la boca llena—. Esto está bueno. Muy bueno.

Yo apenas había tocado mi plato cuando Marino ya estaba a punto para repetir. Era como si no hubiese comido en una semana. No se cuidaba, y se le notaba. Su corbata necesitaba un buen lavado en seco, a una pernera de los pantalones se le había descosido el dobladillo y su camisa tenía manchas amarillentas en las axilas. Todo en él pregonaba a gritos su necesidad de atención, y eso me repelía tanto como me inquietaba.

No había ningún motivo para que un adulto inteligente se hundiera en la decadencia como una casa abandonada. Pero yo sabía que su vida estaba fuera de control, que en cierto sentido era incapaz de cuidarse. Algo andaba muy mal en él. Me levanté y saqué un tinto Mondavi del botellero.

—Marino —empecé, mientras llenaba nuestros vasos—, ¿de quién era esa fotografía que enseñó a Hilda? ¿Era su mujer?

Se recostó en el respaldo de la silla y evitó mirarme.

—No tiene que decirme nada, si no quiere, pero hace algún tiempo que no es usted el mismo. Resulta evidente.

—Lo que dijo esa mujer me trastornó.

—¿Lo que dijo Hilda?

—Ajá.

—¿Le gustaría contármelo?

—No se lo he contado a nadie. —Hizo una pausa y cogió el vaso de vino. Su expresión era dura, y tenía la mirada baja—. En noviembre pasado volvió a Jersey.

—Creo que no me ha dicho nunca cómo se llama su esposa.

—¡Uf! —exclamó con amargura—. Éste es todo un comentario.

—Sí, en efecto. Se guarda usted muchas cosas.

—Siempre he sido así. Pero supongo que el hecho de ser policía lo empeora. Estoy muy acostumbrado a oír a los muchachos lamentarse y despotricar de sus mujeres, sus amigas, sus hijos. Vienen a llorar sobre tu hombro y te crees que son tus hermanos.

Luego, cuando te toca a ti tener un problema, cometes el error de abrirles tu alma y antes de que te des cuenta, te has convertido en la comidilla de todo el departamento de policía. Hace mucho que aprendí a tener la boca cerrada. —Hizo una pausa y sacó la cartera—. Se llama Doris.

Me tendió la fotografía que había enseñado a Hilda Ozimek aquella misma mañana.

Doris tenía una cara agradable y un cuerpo rollizo y confortable. Estaba de pie, en una pose rígida, vestida para la iglesia, con expresión renuente y cohibida. La había visto cien veces, porque el mundo estaba lleno de Doris. Eran las dulces mujercitas que se sentaban en el balancín del porche a soñar en el amor mientras contemplaban mágicas noches estrelladas, con aromas de verano. Eran espejos, pues sus mismas imágenes reflejaban a las personas significativas en sus vidas. Medían su importancia por los servicios que prestaban, sobrevivían asesinando sus expectativas centímetro a centímetro, y un día despertaban locas de furor.

—En junio hubiéramos cumplido treinta años de casados —prosiguió Marino cuando le devolví la fotografía—. Pero de repente resulta que no es feliz. Dice que trabajo demasiado, que no me ve nunca el pelo. Que no me conoce. Cosas así. Pero no nací ayer. Ésta no es la verdadera historia.

—¿Cuál es, entonces?

—Empezó el año pasado, cuando su madre tuvo un ataque. Doris fue a cuidarla.

Entre sacar a su madre del hospital, ingresarla en una residencia y ocuparse de todo pasó casi un mes en el norte… Cuando volvió a casa era distinta. Como si fuera otra persona.

—¿Qué cree que ocurrió?

—Sé que conoció a un tipo que se quedó viudo hace un par de años. Es un agente de la propiedad y la ayudó a vender la casa de su madre. Doris lo mencionó un par de veces como si no tuviera importancia. Pero allí pasaba algo. El teléfono sonaba por la noche y cuando contestaba yo, la otra persona colgaba. Doris corría a recoger el correo antes que yo. Más tarde, en noviembre, hizo las maletas de repente y se marchó con la excusa de que su madre la necesitaba.

—¿Ha vuelto a casa desde entonces? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Telefonea de vez en cuando. Dice que quiere el divorcio.

—Marino, lo siento.

—Su madre está en una residencia, ya sabe. Y Doris la cuida y sale con ese agente de la propiedad, supongo. Tan pronto deprimida como feliz. Quiere volver a casa, pero no quiere. Ahora se siente culpable, ahora le importa todo un comino. Es lo que dijo Hilda al ver la foto. Adelante y atrás.

—Ha de ser muy doloroso para usted.

—Ya. —Arrojó la servilleta sobre la mesa—. Es libre de hacer lo que quiera. Que se joda.

Comprendí que no lo decía en serio. Estaba destrozado, y su dolor me partía el corazón. Al mismo tiempo, no podía por menos que comprender a su esposa. No debía de ser nada fácil amar a Marino.

—¿Quiere que vuelva a casa?

—He vivido más años con ella de los que tenía cuando nos conocimos. Pero no nos engañemos, doctora. —Me miró fugazmente con ojos asustados—. Mi vida es una mierda. Siempre con el dinero justo y saliendo en mitad de la noche por llamadas urgentes. Organizamos unas vacaciones y en el último momento surge algo y Doris tiene que deshacer el equipaje y esperar en casa, como el fin de semana del Día del Trabajo, cuando desaparecieron la joven Harvey y su novio. Ésa fue la gota que colmó el vaso.

—¿Ama usted a Doris?

—Ella cree que no.

—Tal vez debería procurar que entienda cómo se siente usted —le sugerí—. Tal vez debería demostrarle que la quiere mucho y que no la necesita tanto.

—No lo entiendo. —parecía desconcertado.

«Nunca lo entendería», pensé, deprimida.

—Cuide de usted mismo —le expliqué—. No espere que ella lo haga por usted. Quizás así verá las cosas de otra manera.

—No gano suficiente dinero, y con eso está dicho todo, capítulo y versículo.

—Estoy segura de que a su esposa no le importa tanto el dinero. Preferiría sentirse importante y amada.

—El otro tipo tiene una casa muy grande y un Chrysler New Yorker. Último modelo, con tapicería de cuero y todos los accesorios. —No respondí—. El año pasado se fue a Hawaii de vacaciones.

Marino empezaba a irritarse.

—Doris ha pasado la mayor parte de su vida con usted. Por elección propia, con Hawaii o sin Hawaii…

—Hawaii sólo es una trampa para turistas —me interrumpió, y encendió un cigarrillo—. Yo, personalmente, preferiría irme a pescar a la isla de Buggs.

—¿Se le ha ocurrido pensar que Doris puede haberse hartado de ser su madre?

—Doris no es mi madre —replicó.

—Entonces, ¿cómo es que desde que se ha ido empieza usted a dar la impresión de que necesita desesperadamente una madre, Marino?

—Porque no tengo tiempo para coser botones, cocinar, lavar y toda esa mierda.

—Yo también estoy ocupada, y encuentro tiempo para toda esa mierda.

—Sí, y además tiene una criada. Y seguramente gana cien de los grandes al año.

—Cuidaría de mí misma aunque sólo ganara diez de los grandes al año —le aseguré—. Lo haría porque me respeto y porque no quiero ser una carga para nadie. Quiero que alguien se preocupe por mí, pero existe una gran diferencia entre estas dos cosas.

—Si conoce usted todas las respuestas, doctora, ¿cómo es que está divorciada? ¿Y cómo es que su amigo Mark está en Colorado y usted aquí? Por lo que veo, no creo que sea usted una experta en relaciones sentimentales.

Una oleada de sangre me subió por el cuello.

—En realidad, Tony no se preocupaba por mí, y cuando por fin me di cuenta, me marché. En cuanto a Mark, tiene un problema con los compromisos.

—¿Y usted sí estaba comprometida con él? —Marino me lanzó una mirada casi feroz.

No respondí.

—¿Por qué no se fue al Oeste con él? Quizás estaba demasiado comprometida con su cargo de jefa.

—Teníamos problemas, y es verdad que en parte por culpa mía. Mark estaba enfadado y decidió marcharse… quizá para dejar clara su postura, quizá sólo para alejarse de mí —expliqué, consternada al ver que no era capaz de mantener mi voz libre de emoción—. Profesionalmente, no me hubiera sido posible acompañarlo, pero es que jamás existió esa posibilidad.

Marino mostró de pronto una expresión avergonzada.

—Lo siento. No lo sabía.

Permanecí en silencio.

—Por lo visto, estamos los dos en el mismo barco —añadió.

—En algunos aspectos —asentí, y no quise reconocer ante mí misma cuáles eran esos aspectos—. Pero yo sé cuidarme sola. Si Mark regresa algún día, no me encontrará hecha un pingajo, con la vida completamente estropeada. Lo quiero, pero no lo necesito. Tal vez debería usted intentar lo mismo con Doris.

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