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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (26 page)

BOOK: La jota de corazones
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Encendió los faros y se abrochó el cinturón de seguridad.

—¿Qué me dices? —insistió—. Para intentarlo hacemos falta los dos.

—Es curioso que seas tú quien lo diga.

—No, Kay. No empieces, por favor.

—Tengo que pensar.

Saqué mis llaves. De pronto, me sentía agotada.

—No juegues conmigo.

—No estoy jugando contigo, Mark —respondí, y le toqué la mejilla.

Nos besamos una última vez. Yo hubiera querido que el beso durara horas, pero también quería irme. Nuestra pasión siempre había sido imprudente. Vivíamos para momentos que nunca parecían prometer ninguna clase de futuro.

—Te llamaré —me prometió.

Abrí la puerta de mi automóvil.

—Hazle caso a Benton —añadió—. Puedes confiar en él. Estás metida en un asunto muy malo.

Puse el motor en marcha.

—Me gustaría que te mantuvieras al margen.

—Es lo que siempre deseas —repliqué.

Mark llamó a la noche siguiente, y volvió a llamar dos noches después. Cuando telefoneó la tercera vez, el 10 de febrero, lo que dijo me hizo salir en busca de la última edición de Newsweek. Los ojos apagados de Pat Harvey miraban a la nación desde la portada de la revista. Un titular en gruesas letras negras proclamaba EL ASESINATO DE LA HIJA DE LA «ZARINA DE LA DROGA», y la «exclusiva», en el interior, era un refrito de su rueda de prensa, de las acusaciones de conspiración y de los casos de los otros adolescentes que habían desaparecido sin dejar huella hasta que se encontraron sus cuerpos descompuestos en los bosques de Virginia. Aunque yo había rehusado una entrevista, la revista había encontrado una fotografía de archivo en la que se me veía subiendo la escalinata del Tribunal John Marshall de Richmond. El pie rezaba: «La jefa de Medicina Forense informa de sus conclusiones bajo amenaza de mandamiento judicial».

—Ya estoy acostumbrada. Va con el cargo —tranquilicé a Mark, al devolverle la llamada.

Incluso cuando telefoneó mi madre, aquella misma noche, conservé la calma hasta que dijo:

—Aquí al lado tengo a alguien que se muere por hablar contigo, Kay.

Mi sobrina, Lucy, siempre había tenido un talento especial para exasperarme.

—¿Cómo es que te has metido en un lío? —preguntó.

—No me he metido en ningún lío.

—La revista dice que sí, y que alguien te amenazó.

—Es demasiado complicado para explicártelo ahora, Lucy.

—Es imponente —prosiguió, sin inmutarse—. Mañana me llevaré la revista a la escuela y se la enseñaré a todos.

«Espléndido», pensé.

—La señora Barrows —añadió, refiriéndose a la tutora de su clase— ya me ha preguntado si podrías venir para el día de la profesión, en abril…

Hacía un año que no veía a Lucy. No parecía posible que estuviera ya en el segundo curso de la escuela secundaria, y aunque yo sabía que llevaba lentes de contacto y tenía permiso de conducir, todavía me la imaginaba como una chiquilla regordeta y quejica que quería que la llevara a la cama, una enfant terrible que, por alguna extraña razón, me había cogido apego antes de aprender a gatear. Jamás podría olvidar la primera Navidad después de su nacimiento, cuando volé a Miami para pasar una semana con mi hermana. Lucy, al parecer, dedicaba hasta su último minuto despierta a observarme, siguiendo todos mis movimientos con dos ojos que eran como dos lunas luminosas. Sonreía cuando le cambiaba los pañales y se ponía a chillar en cuanto yo salía de la habitación.

—¿Te gustaría pasar una semana conmigo este verano? —le pregunté.

Lucy vaciló y, finalmente, respondió sin ocultar su desengaño.

—Supongo que eso significa que no puedes venir para el día de la profesión.

—Ya veremos, ¿de acuerdo?

—No sé si podré ir este verano. —Su voz delataba cierto malhumor—. Tengo un empleo y no sé si podré dejarlo.

—Es magnífico que tengas un empleo.

—Sí. En una tienda de ordenadores. Pienso ahorrar para comprarme un coche.

Quiero un deportivo, un descapotable, y algunos de los antiguos se encuentran muy baratos.

—Eso son trampas mortales —protesté antes de poder contenerme—. No te compres una cosa así, Lucy, por favor. ¿Por qué no vienes a verme a Richmond? Miraremos por ahí y buscaremos un coche que sea bonito y seguro.

Lucy había cavado una trampa y, como de costumbre, yo había caído en ella. Era una experta en manipulación, y no hacía falta un psiquiatra para comprender por qué.

Lucy era víctima de desatención crónica por parte de su madre, mi hermana.

—Eres una jovencita inteligente y perfectamente capaz de pensar por ti misma —dije, cambiando de táctica—. Sé que tomarás una buena decisión sobre la mejor manera de utilizar tu tiempo y tu dinero, Lucy. Pero si pudieras hacerme un hueco este verano, quizá podríamos ir a alguna parte. A la playa o a la montaña, como prefieras. No has estado nunca en Inglaterra, ¿verdad?

—No.

—Bueno, es una posibilidad.

—¿En serio? —preguntó, suspicaz.

—En serio. Hace años que no voy —añadí; empezaba a cogerle gusto a la idea—. Creo que ya es hora de que veas Oxford y Cambridge, los museos de Londres… Concertaré una visita a Scotland Yard, si te interesa, y si podemos arreglarlo todo para ir en junio a lo mejor encontramos entradas para Wimbledon.

Silencio. A continuación, replicó alegremente:

—Sólo te tomaba el pelo. En realidad no quiero un deportivo, tía Kay.

A la mañana siguiente no hubo autopsias, y me senté ante mi escritorio dispuesta a reducir los montones de papel. Tenía otras muertes que investigar, clases que impartir y juicios que reclamaban mi testimonio, pero no podía concentrarme. Cada vez que me planteaba otra cosa, mi atención volvía hacia las parejas. Pasaba por alto algo importante, algo que tenía justo delante de mis narices.

Tenía la sensación de que debía de estar relacionado con el asesinato de Deborah Harvey.

La chica era una gimnasta, una atleta con un soberbio control de su cuerpo. Quizá no fuera tan fuerte como Fred, pero tenía que haber sido más ágil y más rápida.

Suponía que el asesino había subestimado su potencial atlético y que por eso había perdido momentáneamente el control de la situación en el bosque. Mientras contemplaba abstraída uno de los informes que debía revisar, recordé las palabras de Mark. Había hablado de «zonas de matanza» donde los agentes de Camp Peary utilizaban armas automáticas, granadas y dispositivos de visión nocturna para darse caza unos a otros en los campos y bosques Traté de imaginármelo. Empecé a concebir una trama horripilante.

Quizá cuando el asesino secuestró a Deborah y Fred y los condujo a la pista forestal les tenía preparado un juego terrorífico. Les ordenó que se quitaran zapatos y calcetines y les ató las manos a la espalda. Si utilizaba gafas de visión nocturna, que multiplican la luz de la luna, hubiera podido ver perfectamente incluso en la oscuridad del bosque, donde pensaba perseguirlos uno a uno.

Pensé que Marino estaba en lo cierto. El asesino debió de eliminar primero a Fred.

Quizá le ordenó que echara a correr, le dio una posibilidad de escapar, y mientras Fred huía a trompicones por entre árboles y matorrales, presa del pánico, el asesino lo observaba, capaz de ver y moverse con facilidad, el cuchillo en la mano. En el momento oportuno, no le habría sido muy difícil caer sobre su víctima por la espalda, echarle la cabeza hacia atrás apretando con el antebrazo bajo la barbilla y seccionarle la tráquea y las arterias carótidas. Este ataque al estilo comando era rápido y silencioso. Si los cuerpos no se encontraban hasta pasado algún tiempo, al forense le resultaría difícil determinar la causa de la muerte, pues tejidos y cartílagos se habrían descompuesto.

Llevé la trama más lejos. Quizás el sadismo del asesino lo llevó también a obligar a Deborah a contemplar cómo su amigo era perseguido y asesinado en la oscuridad. Se me ocurrió que, una vez en el bosque, el asesino debió de atarle los tobillos para evitar que se escapara, pero no tuvo en cuenta su elasticidad. Podía ser que, mientras se ocupaba de Fred, Deborah hubiera logrado colocar sus manos atadas bajo las nalgas y pasar las piernas entre los brazos, con lo que las manos le habrían quedado delante.

Eso le permitiría desatarse los pies y defenderse.

Alcé ambas manos ante mí como si las tuviera atadas por la muñeca. Si Deborah había entrelazado los dedos para formar un puño doble y había golpeado con él, y si el asesino había tenido el reflejo defensivo de levantar las manos, en una de las cuales sostenía el cuchillo que acababa de utilizar para dar muerte a Fred, la herida en el índice izquierdo de Deborah resultaba comprensible. A continuación, Deborah se echó a correr como una loca y el asesino, sorprendido con la guardia baja, le disparó por la espalda.

¿Estaba en lo cierto? No podía saberlo. Pero seguí representando mentalmente este guión una vez y otra y no encontré ningún fallo. Lo que no encajaba eran algunas hipótesis. Si la muerte de Deborah era un encargo pagado realizado por un profesional o bien obra de un agente federal psicópata que la había elegido de antemano porque era hija de Pat Harvey, ¿cómo podía ser que ese individuo no supiera que Deborah era una gimnasta de categoría olímpica? ¿No tuvo en cuenta que debía de ser excepcionalmente ágil y rápida, no incluyó este detalle en sus planes?

¿Le habría disparado por la espalda?

La forma en que Deborah había sido asesinada, ¿se correspondía con el perfil frío y calculador de un asesino profesional?

Por la espalda.

Cuando Hilda Ozimek examinó las fotografías de los adolescentes muertos, detectó miedo. Evidentemente, las víctimas habían tenido miedo. Pero hasta este momento no se me había ocurrido pensar que quizás el asesino también había tenido miedo.

Disparar contra alguien por la espalda es de cobardes. Cuando Deborah se enfrentó a su atacante, éste se acobardó. Perdió el control. Cuanto más reflexionaba sobre ello, más convencida me sentía de que Wesley y quizá todos los demás se engañaban acerca de ese individuo. Dar caza en el bosque a unos adolescentes descalzos y maniatados, después de oscurecer, cuando uno va armado, está familiarizado con el terreno y dispone quizá de un dispositivo de visión nocturna, es como tirar contra peces en un barril. Es hacer trampa. Es demasiado fácil. No me pareció el modus operandi que elegiría un asesino experto que disfrutara con el riesgo.

Y luego estaba la cuestión de las armas.

Si yo fuera un agente de la CIA a la caza de una presa humana, ¿qué utilizaría?

¿Una Uzi? Tal vez. Pero probablemente elegiría una pistola de nueve milímetros, algo que cumpliera con su función, nada más, nada menos. Usaría cartuchos corrientes, nada que llamara la atención. Balas vulgares de punta hueca, por ejemplo. Lo que no utilizaría sería algo que se saliera de lo corriente, como balas Exploder o Hydra-Shok.

La munición. ¡Piensa, Kay! No recordaba cuándo había sido la última vez que había extraído balas Hydra-Shok de un cadáver.

Era un tipo de munición originalmente pensado para los agentes de la ley, y presentaba mayor expansión en el momento del impacto que cualquier otra bala disparada desde un cañón de cinco centímetros. Cuando el proyectil de plomo acabado en punta hueca y su característico centro sobreelevado entra en el cuerpo, la presión hidrostática fuerza la envoltura a abrirse como los pétalos de una flor. Tiene muy poco retroceso, lo que facilita el fuego de repetición. Las balas muy pocas veces salen del cuerpo, y los destrozos que causan en órganos y tejidos blandos son devastadores.

A este asesino le gustaba la munición especial. Sin duda habría ajustado la mira de su pistola de acuerdo con sus cartuchos preferidos. Usar una de las municiones más mortíferas probablemente le daba seguridad, le hacía sentirse importante y poderoso.

Quizás incluso fuese supersticioso al respecto.

Descolgué el teléfono y le expliqué a Linda lo que necesitaba.

—Sube ahora mismo —contestó.

Cuando llegué al laboratorio de armas de fuego, encontré a Linda sentada ante un terminal de ordenador.

—De momento, este año no ha habido ningún caso, excepto el de Deborah Harvey, naturalmente —me explicó, desplazando el cursor por la pantalla—. Uno el año pasado.

Y uno el anterior. Nada más respecto a Federal. Pero he encontrado dos casos con Scorpion.

—¿Scorpion? —repetí, intrigada, y me incliné sobre su hombro.

—Una versión anterior —explicó—. Unos diez años antes de que Federal comprara la patente, Hydra-Shok Corporation fabricaba básicamente la misma munición. En concreto, cartuchos Scorpion del 38 y Copperhead tres cincuenta y siete. —pulsó varias teclas para imprimir lo que había descubierto—. Hace ocho años nos llegó un caso en el que se utilizaron balas Scorpion calibre 38. Pero no era humano.

—¿Cómo has dicho? —le pregunté, desconcertada.

—Por lo visto, la víctima era de la variedad canina. Un perro. Recibió, vamos a ver…

recibió tres disparos.

—La muerte del perro, ¿estaba relacionada con algún otro caso? ¿Suicidio, homicidio, robo?

—Con los datos que tengo, no puedo decírtelo —respondió Linda, en tono de disculpa—. Sólo sé que en el cadáver del perro se encontraron tres balas Scorpion. No se las ha relacionado nunca con nada. Supongo que el caso quedó sin resolver.

Ella arrancó el papel de la impresora y me lo entregó.

En muy raras ocasiones, mi oficina realizaba autopsias a animales. A veces un guarda jurado nos enviaba un ciervo cazado fuera de temporada, y si un animal doméstico resultaba muerto durante la comisión de un delito o era encontrado muerto junto con sus propietarios, le echábamos una mirada, extraíamos las balas o realizábamos análisis toxicológicos en busca de drogas. Pero no emitíamos certificados de defunción ni informes de autopsia para los animales. Era imposible que encontrara nada en los archivos acerca de este perro muerto a tiros hacía ocho años.

Telefoneé a Marino y lo puse al corriente.

—No lo dirá en serio —exclamó.

—¿Podría enterarse sin hacer mucho ruido? No quiero llamar la atención de nadie.

Puede que no sea nada, pero corresponde a la jurisdicción de West Point, y eso es interesante. Los cuerpos de la segunda pareja aparecieron en West Point.

—Sí, es posible. Veremos qué puedo hacer —accedió, pero no parecía muy entusiasmado.

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