—Y el asesino utilizó una pistola y un cuchillo —añadió Abby en tono reflexivo.
De modo que sabía lo de Deborah Harvey.
—Existen ciertos paralelismos —respondí, evasiva.
Abby no parecía convencida, pero sí interesada.
—¿Qué quieres saber, Kay?
—Todo lo que recuerdes sobre ellas. Lo que sea. Cualquier cosa.
Reflexionó durante un largo instante, jugueteando con su bebida.
—Elizabeth trabajaba en el departamento de ventas de una empresa local de ordenadores, y le iba sumamente bien —comenzó—. Jill acababa de terminar sus estudios de derecho en William and Mary y había entrado en una pequeña empresa de Williamsburg. Nunca pude tragarme la historia de que se fueron a un motel para tener relaciones sexuales con un mal bicho al que acababan de conocer en un bar. A mi modo de ver, ninguna de las dos era ese tipo de mujer. Además, ¿las dos con un solo hombre? Desde el primer momento me pareció extraño. Y luego estaban las manchas de sangre en el asiento posterior del coche, que no se correspondían con el grupo sanguíneo de ninguna de las dos. —la abundancia de recursos de que Abby hacía gala nunca dejaba de sorprenderme. De un modo u otro, había logrado conocer los resultados de serología—. Debo suponer que la sangre pertenecía al asesino. Y había mucha, Kay. Vi el coche. Parecía que hubieran apuñalado a alguien en el asiento de atrás. Lógicamente, eso situaría ahí al asesino, pero a nadie se le ocurrió una buena interpretación de lo que pudo haber ocurrido. La policía era de la opinión que las mujeres encontraron a ese animal en el Anchor Bar and Grill. Pero si se marchó con las dos en el coche de ellas y estaba dispuesto a matarlas, ¿cómo pensaba regresar luego para recoger su coche?
—Depende de lo lejos que estuviera el bar del motel. Hubiera podido volver a pie hasta su coche después de cometer los asesinatos.
—El motel queda a unos siete u ocho kilómetros del Anchor Bar, que ya no existe, dicho sea de paso. Las mujeres fueron vistas por última vez en el bar, hacia las diez de la noche. Si el asesino hubiera dejado su coche allí, lo más probable es que cuando regresara a buscarlo ya no hubiera ningún otro en el aparcamiento, y eso no hubiera sido muy inteligente. Algún policía hubiera podido fijarse en el coche, o por lo menos el encargado del turno de noche, cuando cerró el bar para irse a casa.
—Eso no excluye que el asesino dejara su coche en el motel, se llevara a las mujeres en el de Elizabeth y luego regresara, recogiera su coche y se marchara —observé.
—No, no lo excluye. Pero si condujo su propio coche hasta el motel, ¿cuándo subió al de ellas? La idea de que estuvieran los tres juntos en una habitación del motel y luego el asesino las obligara a conducirlo al cementerio nunca me ha parecido convincente.
¿Por qué habría de tomarse esa molestia, de correr ese riesgo? Habrían podido echarse a chillar en el aparcamiento, incluso resistirse. ¿Por qué no las mató dentro de la habitación?
—¿Se comprobó si habían estado los tres juntos en una de las habitaciones?
—Ésa es otra cosa —respondió—. Yo misma interrogué al conserje que estuvo de servicio aquella noche. El Palm Leaf es un motel de bajo precio, junto a la carretera 60, en Light foot. No es precisamente un lugar con mucho movimiento de gente. Sin embargo, el conserje no recordaba a ninguna de las dos mujeres. Tampoco recordaba que nadie hubiera tomado una habitación cerca de donde se encontró el Volkswagen.
De hecho, la mayoría de las habitaciones de aquella parte del motel estaban vacías. Y, más importante aún, no se registró nadie que luego se fuera sin devolver la llave. Es difícil creer que ese tipo tuviera la ocasión o las ganas de pasar por recepción para devolver la llave antes de irse. No, ciertamente, después de haber cometido los crímenes. Tenía que estar cubierto de sangre.
—¿Cuál era tu teoría cuando escribiste los artículos?
—La misma que ahora. No creo que conocieran al asesino en el bar. Creo que ocurrió algo poco después de que Jill y Elizabeth salieran de allí.
—¿Por ejemplo?
Abby frunció el entrecejo y empezó a agitar de nuevo el Bloody Mary.
—No lo sé. No eran la clase de gente que recoge autostopistas, y menos a esas horas de la noche. Y nunca he creído que fuera un asunto de drogas. No se pudo comprobar que Jill ni Elizabeth consumieran heroína, cocaína ni nada parecido, y en sus apartamentos no se encontró nada que permitiera suponerlo. No fumaban, no bebían en exceso. Las dos solían correr, eran fanáticas de la salud.
—¿Sabes adónde se dirigían cuando salieron del bar? ¿Volvían directamente a casa?
¿Podría ser que se hubieran detenido en algún otro lugar?
—Si lo hicieron, no hay ninguna evidencia.
—¿Y salieron del bar solas?
—No encontré a nadie que recordara haberlas visto hablar con otra persona mientras estuvieron bebiendo en el bar. Según recuerdo, tomaron un par de cervezas y charlaron en una mesa apartada. Nadie recordaba haberlas visto salir con un hombre.
—Quizá se encontraron con alguien en el aparcamiento al salir —aventuré—. Quizás incluso el individuo las estaba esperando en el coche de Elizabeth.
—Dudo de que hubieran dejado el coche abierto, pero supongo que es posible.
—¿Sabes si solían frecuentar ese bar?
—Según recuerdo, no, pero habían estado allí antes.
—¿Era un tugurio de mala muerte?
—También lo pensé, puesto que era un punto de encuentro habitual para militares —respondió—. Pero cuando estuve allí me recordó un pub inglés. Civilizado. La gente conversaba y jugaba a los dardos. Era el tipo de local al que podías ir con una amiga y sentirte a gusto sin que nadie se metiera contigo. En teoría, el asesino tuvo que ser alguien de paso en la ciudad o quizás un militar destinado temporalmente a esta zona. No fue nadie conocido.
«Quizá no, —pensé—. Pero debieron de creer que era alguien en quien podían confiar, al menos de entrada», y recordé lo que había dicho Hilda Ozimek acerca de que en un primer momento los encuentros habían sido «amistosos». Me pregunté qué imágenes le vendrían a la mente si le mostraba fotografías de Elizabeth y Jill.
—¿Sabes si Jill tenía algún problema médico? —pregunté.
Meditó unos instantes, con expresión perpleja.
—No recuerdo.
—¿De dónde era?
—De Kentucky, me parece.
—¿Solía ir allí a menudo?
—No saqué esa impresión. Creo que iba a casa durante las vacaciones y poco más.
Entonces no era probable que le hubieran recetado el Librax en Kentucky, donde vivía su familia.
—Has dicho que acababa de empezar a trabajar de abogado —proseguí—. ¿Viajaba mucho? ¿Tenía motivos para desplazarse a menudo fuera de la ciudad?
Esperó mientras nos servían las ensaladas y luego contestó:
—Jill tenía un amigo en la facultad de derecho. No recuerdo su nombre, pero hablé con él, le pregunté por sus hábitos y actividades. Según dijo, sospechaba que Jill tenía una aventura sentimental.
—¿Qué le hacía sospechar tal cosa?
—Durante el tercer año en la facultad, Jill viajaba a Richmond casi todas las semanas, en teoría porque buscaba un empleo, le gustaba mucho Richmond y quería encontrar un puesto en alguna empresa de esa ciudad. El amigo me contó que con frecuencia tenía que prestarle sus apuntes, porque con estas excursiones a Richmond perdía clases. Él lo encontraba extraño, sobre todo en vista de que había entrado en una empresa de Williamsburg nada más graduarse. Me habló mucho del tema, porque temía que estos viajes pudieran estar relacionados con su asesinato, si salía con alguien de Richmond que estuviera casado, por ejemplo, y le hubiera amenazado con contárselo todo a su mujer. Quizá tenía una aventura con alguien conocido, un abogado o un juez destacado, que no podía permitirse el escándalo y prefirió silenciar a Jill para siempre. O le encargó a alguien que lo hiciera, y Elizabeth tuvo la desgracia de estar en medio.
—¿Tú qué opinas?
—La pista no condujo a nada, como el noventa por ciento de las informaciones que recibo.
—¿Sabes si Jill estaba relacionada sentimentalmente con el estudiante que te contó todo esto?
—Creo que a él le habría gustado —contestó Abby—. Pero no, no tenían ninguna relación sentimental. Yo saqué la impresión de que en parte sospechaba por eso. Era un joven muy seguro de sí, y estaba convencido de que si Jill no había sucumbido a sus encantos era porque ya salía con otra persona que nadie conocía. Un amante secreto.
—¿Se sospechó en algún momento de ese estudiante? —pregunté.
—En absoluto. Cuando se cometieron los asesinatos estaba fuera de la ciudad, y pudo comprobarse sin la menor duda.
—¿Hablaste con alguno de los otros abogados de la empresa en que trabajaba Jill?
—Por ahí no llegué muy lejos —respondió—. Ya sabes cómo son los abogados. De todos modos, cuando la asesinaron apenas llevaba unos meses en la empresa. No creo que sus colegas la conocieran muy bien.
—Por lo que dices, no parece que Jill fuera extrovertida —apunté.
—La describían como una persona carismática e ingeniosa, pero reservada.
—¿Y Elizabeth?
—Era más abierta, me parece. Supongo que tenía que serlo, si era buena vendedora.
El resplandor de las farolas de gas expulsaba la oscuridad de las aceras adoquinadas cuando regresamos al aparcamiento de Merchant’s Square. Una gruesa capa de nubes ocultaba la luna, y el aire era frío y cargado de humedad.
—Me gustaría saber qué estarían haciendo ahora esas parejas, de seguir juntas, cómo habrían ido las cosas —comentó Abby, la barbilla hundida en el cuello del abrigo, las manos en los bolsillos.
—¿Qué crees que estaría haciendo Henna? —pregunté, con suavidad, refiriéndome a su hermana.
—Probablemente seguiría en Richmond. Y supongo que aún estaríamos allí las dos.
—¿Lamentas haberte ido?
—Hay días en que lo lamento todo. Desde que murió Henna, es como si no hubiera tenido alternativas ni libre albedrío. Es como si me hubiera movido a impulsos de cosas que no puedo controlar.
—No lo veo así. Tú decidiste trabajar en el Post y mudarte a Washington. Y ahora has decidido escribir un libro.
—Del mismo modo que Pat Harvey decidió convocar aquella rueda de prensa y hacer todas esas cosas que tanto la han perjudicado —replicó .
—Sí, ella también ha tomado decisiones.
—Cuando pasas por algo así, no sabes lo que haces, aunque creas saberlo —prosiguió—. Y nadie puede entender realmente lo que se siente a menos que haya sufrido lo mismo. Te sientes aislada. Vas a los sitios y la gente te esquiva, no se atreven a mirarte a la cara y hablar contigo porque no saben qué decir. De modo que se susurran unos a otros: «¿Ves aquella de allí? Es la hermana de la chica que murió estrangulada».
O bien: «Ésa es Pat Harvey. La que mataron era hija suya». Tienes la impresión de estar viviendo en una cueva. Te da miedo estar sola, te da miedo estar con gente, te da miedo estar despierta y te da miedo irte a dormir por lo horrible que resulta el despertar. Corres sin parar y te agotas. Si miro atrás, me doy cuenta de que todo lo que he hecho desde la muerte de Henna ha sido casi una locura.
—Creo que te las has arreglado notablemente bien.
—No sabes las cosas que he hecho, los errores que he cometido.
—Vamos. Te llevaré hasta tu coche —dije, pues ya habíamos llegado a Merchant’s Square.
Mientras sacaba las llaves oí cómo arrancaba un automóvil en el aparcamiento a oscuras. Estábamos dentro del Mercedes, las portezuelas cerradas con seguro y los cinturones abrochados, cuando un Lincoln nuevo se detuvo junto a nosotras y la ventanilla del conductor descendió con un zumbido eléctrico.
Abrí mi ventanilla justo lo suficiente para oír qué quería el hombre. Era joven, de buena presencia, y parecía estar luchando con un mapa.
—Perdone. —me sonrió con aire desvalido—. ¿Podría indicarme cómo se llega a la I-64 este desde aquí?
Noté la creciente tensión de Abby mientras yo respondía brevemente a su pregunta.
—Mira la matrícula —me urgió Abby cuando el Lincoln empezó a alejarse. Al mismo tiempo, abrió su bolso y sacó una libreta y una pluma.
—E, N, T, ocho, nueve, nueve —leí rápidamente. Ella lo anotó—. ¿Qué sucede? pregunté, desconcertada.
Al salir del aparcamiento, Abby miró a derecha e izquierda en busca del coche desconocido.
—¿Te fijaste en ese coche cuando llegamos al aparcamiento?
Tuve que reflexionar. Cuando llegamos allí, el aparcamiento estaba casi vacío.
Recordaba vagamente haber visto un coche que podía ser el Lincoln aparcado en un rincón mal iluminado.
Se lo dije así a Abby, y añadí:
—Pero me había parecido que estaba vacío.
—Exacto. Porque la luz interior no estaba encendida.
—Supongo que no.
—¿Y consultaba el mapa a oscuras, Kay?
—Buen argumento —concedí, sorprendida.
—Y si no es de la ciudad, ¿cómo explicas la pegatina de aparcamiento que llevaba en el parachoques trasero?
—¿Una pegatina de aparcamiento? —repetí.
—Con el logotipo de Williamsburg Colonial. La misma pegatina que me dieron hace años, cuando se descubrieron restos de esqueletos en el yacimiento arqueológico de Martin’s Hundred. Hice una serie de artículos, venía mucho por aquí y la pegatina me permitía aparcar en el Barrio Histórico y en Carter’s Grove.
—¿O sea que el tipo trabaja aquí y necesita que le expliquen cómo se llega a la autopista? —musité.
—¿Lo has mirado bien? —preguntó Abby.
—Bastante bien. ¿Crees que era el mismo hombre que te siguió aquella noche en Washington?
—No lo sé… Pero es posible… ¡Maldita sea, Kay! ¡Esto me está volviendo loca!
—Bueno, hasta aquí podíamos llegar —dije con firmeza—. Dame ese número de matrícula. Voy a hacer algo al respecto.
A la mañana siguiente Marino me telefoneó para darme un mensaje críptico.
—Si no ha leído el Post, le aconsejo que salga y compre un ejemplar.
—¿Desde cuándo lee el Post?
—Desde nunca, si puedo evitarlo. Benton me advirtió hace cosa de una hora.
Llámeme luego. Estoy en el centro.
Me enfundé un traje de calentamiento y una chaqueta de esquí y conduje bajo un aguacero hasta el drugstore más cercano. Pasé casi media hora en el interior del coche, con la calefacción a tope y los limpiaparabrisas trabajando como un metrónomo inexorable bajo la fría e intensa lluvia. Lo que leí me abrumó. Varias veces me pasó por la cabeza que si los Harvey no demandaban a Clifford Ring, tendría que hacerlo yo.