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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (13 page)

BOOK: La jota de corazones
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—¿El tipo del Smithsonian?

—He de verlo mañana por la mañana.

—Espero que tenga tracción en las cuatro ruedas.

—No me ha explicado por qué Pat Harvey fue a ver al director.

—Acusa a esta oficina de obstruccionismo, y lo mismo dice del FBI. Está cabreada.

Quiere el informe de la autopsia de su hija, los informes policiales, el lote completo, y amenaza con obtener un mandato judicial y ponerlo todo patas arriba si no satisfacen sus demandas de inmediato.

—Eso es una locura.

—Bingo. Pero si no se ha de tomar a mal un pequeño consejo, doctora, creo que podría ir pensando en telefonear a Benton antes de que termine la noche.

—¿Por qué?

—Porque no quiero verla quemada, por eso se lo digo.

—¿De qué está hablando, Marino?

Me desabroché la bata quirúrgica.

—Cuanto más evite a la gente en estos momentos, más leña estará echando al fuego.

Según Benton, la señora Harvey está convencida de que se intenta ocultar algo y que todos estamos involucrados. —Al ver que no respondía, prosiguió—: ¿Me escucha?

—Sí. He escuchado todas las palabras que ha pronunciado.

Cogió la caja.

—Es increíble pensar que aquí dentro hay dos personas —se maravilló.

Era increíble. La caja no era mucho mayor que un horno de microondas y pesaba cinco o seis kilos. Mientras la introducía en el maletero de mi coche oficial, mascullé entre dientes:

—Gracias por todo.

—¿Eh?

Sabía que me había oído, pero quería que lo dijera de nuevo.

—Le agradezco su interés, Marino. Lo digo de veras. Y siento mucho lo de la cena.

Algunas veces meto la pata hasta el cuello.

La nieve caía deprisa y, como de costumbre, Marino iba sin sombrero. Puse el motor en marcha y, mientras graduaba la calefacción a tope, lo miré y pensé cuán extraño era que su compañía pudiera proporcionarme tanto alivio. Marino me crispaba los nervios más que ninguna otra persona que conociera, pero me resultaba inconcebible no tenerlo a mi lado.

Mientras cerraba mi portezuela, señaló:

—Bueno, queda en deuda conmigo.

—Semifreddo di cioccolato.

—Me encanta oírla pronunciar palabras sucias.

—Es un postre, tontorrón. Es mi especialidad. Mousse de chocolate con lenguas de gato.

—¿Lenguas de gato?

Volvió ostensiblemente la cabeza hacia el depósito de cadáveres con una expresión de fingido horror.

Tuve la sensación de que tardaba una eternidad en llegar a casa. Me arrastré por carreteras cubiertas de nieve, conduciendo con una concentración tan feroz que cuando por fin llegué a mi cocina y pude servirme una copa, tenía la cabeza a punto de estallar. Me senté ante la mesa, encendí un cigarrillo y marqué el número de Benton Wesley.

—¿Qué has averiguado? —preguntó de inmediato.

—A Deborah Harvey le pegaron un tiro por la espalda.

—Ya me lo había dicho Morrell. Dijo que era una bala poco corriente. Una Hydra Shok de nueve milímetros.

—Exacto.

—¿Y el muchacho?

—No sé cómo murió. Estoy esperando los resultados de toxicología y tengo que ver a Vessey en el Smithsonian. Por ahora, los dos casos siguen pendientes.

—Cuanto más tiempo permanezcan así, mejor.

—¿Cómo dices?

—Estoy diciendo que me gustaría que mantuvieras los casos pendientes mientras te sea posible, Kay. No quiero que envíes informes a nadie, ni siquiera a los padres, y mucho menos a Pat Harvey. No quiero que nadie sepa que le pegaron un tiro a Deborah…

—¿Pretendes decirme que los Harvey todavía no lo saben?

—Cuando Morrell me informó, le hice prometer que no divulgaría esta información.

De modo que, no, los Harvey no lo saben. Al menos, la policía no se lo ha dicho. Sólo saben que su hija y Cheney están muertos. —Hizo una pausa y añadió—: A no ser que hayas informado a alguien sin que yo lo sepa.

—La señora Harvey ha intentado comunicarse conmigo en varias ocasiones, pero estos últimos días no he hablado con ella, y apenas con nadie más.

—Que siga así —dijo Wesley con voz firme—. Te pido que no informes a nadie más que a mí.

—Llegará un momento, Benton —objeté con igual firmeza—, en que tendré que informar sobre la causa y el modo de la muerte. Según la ley, la familia de Fred y la de Deborah tienen derecho a recibir esta información.

—Reténla el mayor tiempo posible.

—¿Tendrías la amabilidad de decirme por qué?

Silencio.

—¿Benton? —estaba a punto de preguntarme si seguía en la línea.

—No hagas nada sin consultarlo antes conmigo. —De nuevo vaciló—. Supongo que sabes lo de ese libro que Abby Turnbull se ha comprometido a escribir.

—He visto algo en el periódico —respondí; empezaba a enfadarme.

—¿Se ha puesto otra vez en contacto contigo? Quiero decir, recientemente.

¿Otra vez? ¿Cómo sabía Wesley que Abby había venido a verme el otoño pasado?

Maldito seas, Mark, pensé. Cuando telefoneó, le dije que Abby estaba conmigo aquella noche.

—No he vuelto a tener noticias suyas —repliqué, cortante.

7

El lunes por la mañana, la carretera ante mi casa estaba cubierta por una gruesa capa de nieve y el cielo gris anunciaba que seguiría el mal tiempo. Me preparé una taza de café y reflexioné sobre si era prudente ir a Washington en coche. A punto de cancelar mis planes, llamé a la policía del Estado y averigüé que la I—65 en dirección norte estaba despejada, y que la capa de nieve disminuía hasta quedar en menos de un par de centímetros a la altura de Fredericksburg. Considerando que mi coche oficial no tenía muchas posibilidades de llegar desde el garaje a la carretera, metí la caja de cartón en el Mercedes. Al torcer para abandonar la autopista, me di cuenta de que si tenía un accidente o me detenía un coche patrulla me resultaría difícil explicar por qué me dirigía hacia el norte en un automóvil particular con dos esqueletos humanos en el maletero. A veces no bastaba con exhibir la placa de forense. Nunca olvidaría un vuelo que hice a California cargada con una maleta llena de artilugios para prácticas sexuales sadomasoquistas. La maleta llegó hasta el aparato de rayos X, y lo siguiente que supe fue que los agentes de seguridad del aeropuerto me llevaban para someterme a lo que resultó nada menos que un interrogatorio. Pese a todas mis explicaciones, por lo visto no les cabía en la cabeza que yo fuese una patóloga forense de camino al congreso anual de la Asociación Nacional de Medicina Forense, donde debía presentar una ponencia sobre la asfixia autoerótica. Las esposas, los collares tachonados, las ataduras de cuero y algunos otros adminículos inverosímiles eran pruebas de antiguos casos y no me pertenecían.

Llegué a Washington hacia las diez y media y conseguí encontrar un hueco para aparcar el coche a menos de una manzana del cruce de la avenida Constitution con la calle 12. No había vuelto a visitar el Museo Nacional Smithsonian de Historia Natural desde que asistí a un curso de antropología forense que se había celebrado allí varios años antes. Cuando entré con la caja de cartón en el vestíbulo, impregnado por el aroma de las macetas de orquídeas y ruidoso por las voces de los turistas, sentí el deseo de examinar a placer dinosaurios y diamantes, sarcófagos y mastodontes, y de no conocer jamás los tesoros más siniestros que se alojaban entre aquellas paredes.

Del suelo al techo, en todo centímetro de espacio útil no accesible a los turistas, se amontonaba un sinnúmero de cajones de madera pintados de verde que contenían, entre otras cosas muertas, más de treinta mil esqueletos humanos. Huesos de toda clase llegaban semanalmente por correo certificado para que los examinara el doctor Alex Vessey. Algunos restos eran arqueológicos, y otros resultaban ser zarpas de oso o de castor o el cráneo hidrocefálico de un ternero muerto, objetos de apariencia humana desenterrados por algún arado o encontrados al borde del camino, y que en un primer momento se habían tenido por lo que restaba de una persona que había sufrido un final violento. Otros paquetes contenían en verdad malas noticias, los huesos de alguien asesinado.

Además de naturalista y conservador del museo, el doctor Vessey trabajaba para el FBI y prestaba asistencia a personas como yo.

Una vez admitida por el severo guardia de seguridad, me prendí el pase de visitante y me dirigí hacia un ascensor metálico que me condujo al tercer piso. Según me internaba por un penumbroso y atestado pasillo entre paredes de cajones, el rumor de los turistas que contemplaban el gran elefante disecado, varios pisos más abajo, se fue desvaneciendo. Empecé a sentir claustrofobia. Recordé cómo, después de ocho horas de clase en aquel lugar, terminaba anhelando tanto cualquier estímulo sensorial que, cuando podía escapar al final del día, las aceras llenas de gente me parecían de lo más agradable, y el ruido del tráfico me resultaba un alivio.

Encontré al doctor Vessey donde lo había visto por última vez, en un laboratorio repleto de carritos metálicos con esqueletos de aves y animales, dientes, fémures, mandíbulas. Había estantes cubiertos de huesos y otras desdichadas reliquias humanas, como calaveras y cabezas reducidas. El doctor Vessey, de cabello blanco y con unas gafas de gruesos cristales, estaba sentado tras su escritorio y hablaba por teléfono. Mientras él colgaba el receptor, abrí la caja y saqué la bolsa de plástico que contenía el hueso de la mano izquierda de Deborah Harvey.

—¿La hija de la «Zarina de la droga»? —preguntó de inmediato, mientras cogía el envoltorio.

La pregunta se me antojó extraña. Sin embargo, en cierto modo estaba bien formulada, ya que Deborah había quedado reducida a una curiosidad científica, una simple evidencia física.

—Sí —respondí, mientras él sacaba la falange de la bolsa y la hacía girar lentamente bajo la luz.

—Puedo decirte sin vacilar, Kay, que no se trata de un corte post mortem. Aunque algunos cortes antiguos pueden parecer nuevos, los cortes recientes no pueden parecer antiguos —explicó—. El interior del corte está descolorido por la intemperie de un modo que se corresponde con el resto de la superficie ósea. Además, la forma en que el borde de la lesión se dobla hacia atrás me indica que el corte no fue infligido sobre hueso muerto. El hueso tierno se dobla; el hueso muerto no.

—Exactamente la conclusión a la que había llegado yo —asentí, y acerqué una silla—. Pero ya sabes que se planteará la pregunta, Alex.

—Y así debe ser —dijo él, observándome por encima de la montura de sus gafas—. No puedes imaginarte las cosas que llegamos a recibir aquí.

—Sospecho que sí —respondí, pues recordaba con disgusto que el grado de competencia forense variaba espectacularmente de un Estado a otro.

—Hace un par de meses me enviaron un caso, una masa de tejido blando y hueso que decían era un recién nacido encontrado en las alcantarillas. Se trataba de determinar el sexo y la raza. La respuesta fue perro pachón macho, dos semanas de edad. Y poco antes de eso, otro investigador que no sabía distinguir la patología de la botánica mandó un esqueleto encontrado en una tumba poco profunda. No tenía ni idea de cómo había muerto la persona. Conté cuarenta y tantos cortes con los bordes doblados hacia atrás, ejemplos de manual de la plasticidad del hueso tierno. —Se limpió las gafas con el dobladillo de la bata de laboratorio—. También recibo de los otros, claro. Huesos cortados durante la autopsia.

—¿Crees que existe alguna posibilidad de que éste lo causara un predador? pregunté, aunque no sabía cómo hubiera podido suceder.

—Bien, no siempre es fácil distinguir los cortes de las marcas que dejan los carnívoros, pero estoy razonablemente seguro de que éste lo produjo alguna clase de hoja. —Se puso en pie y añadió, en tono jovial—: Vamos a verlo.

Las minucias antropológicas que a mí me impacientaban eran motivo de interés para el doctor Vessey. Se dirigió hacia el microscopio con energía, animado, y centró el hueso sobre la placa. Después de examinarlo a través del objetivo y hacerlo girar en el campo de luz durante unos largos y silenciosos instantes, comentó:

—Bueno, esto es interesante.

Esperé.

—¿Y es el único corte que has encontrado?

—Sí —contesté—. Tal vez tú encuentres alguna otra cosa cuando realices tu propio examen, pero yo no he encontrado nada más, aparte del agujero de bala del que ya te hablé. En la lumbar inferior, la décima dorsal.

—Sí. Me dijiste que había afectado la médula espinal.

—Exacto. Le dispararon por la espalda.

—¿Alguna indicación de dónde se produjo el disparo?

—No sabemos en qué lugar del bosque se hallaba cuando recibió el disparo, ni siquiera si estaba en el bosque.

—Y tiene este corte en la mano —caviló el doctor Vessey, observando de nuevo por el microscopio—. No hay forma de saber qué es lo que ocurrió antes. Después de recibir el disparo debió quedar paralizada de la cintura hacia abajo, pero aún podía mover las manos.

—¿Una herida de defensa? —expresé mis sospechas.

—Sería muy raro, Kay. El corte es dorsal y no palmar. —Se recostó en el asiento y volvió la mirada hacia mí—. La mayoría de las lesiones de defensa son palmares. —Alzó las manos con las palmas hacia fuera—. Pero ella recibió el corte en la parte superior de la mano. —Volvió las palmas hacia dentro—. Por lo general, suelo relacionar los cortes en el dorso de la mano con personas que se defienden de un modo agresivo.

—A puñetazos —apunté.

—Justo. Si yo te ataco con un cuchillo y tú te defiendes a puñetazos, lo más probable es que recibas algún corte en el dorso de la mano. Desde luego, no lo recibirás en las superficies palmares, a no ser que abras los puños en algún momento. Pero lo más significativo es que la mayoría de las lesiones defensivas corresponden a cortes con desplazamiento longitudinal de la hoja.

«El atacante blande el cuchillo o asesta una puñalada y la víctima levanta las manos o los antebrazos para protegerse de la hoja. Si el corte es lo bastante profundo para afectar al hueso, por lo general no se puede decir gran cosa de la superficie cortante.

—Si la superficie cortante es serrada —intervine yo—, cuando la hoja se desliza borra sus propias huellas.

—Por eso mismo este corte es tan interesante —prosiguió—. No cabe duda de que fue infligido con una hoja serrada.

—Lo cual significa que no fue un corte con deslizamiento, sino un machetazo, ¿no es eso? —pregunté, intrigada.

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