—Sí, claro, en la época del doctor Cagney. Trabajar con él fue toda una experiencia. Montana se echó a reír —. Nunca olvidaré cómo solía hurgar en los cadáveres sin molestarse en ponerse guantes. No había nada que lo inmutara, salvo los críos. No le gustaba trabajar con niños.
Empecé a revisar la información del listado, y nada de lo que Montana recordaba de cada caso me sorprendió. La bebida y los problemas domésticos culminaban en tiroteos en los que el marido mataba a la mujer o viceversa; el divorcio Smith & Wesson, como solía llamarlo la policía sin el menor respeto. Un hombre con una curda descomunal había sido golpeado hasta morir por varios compañeros borrachos tras una partida de póquer que acabó mal. Un padre con un 0,30 de alcohol en sangre había muerto tiroteado por su hijo. Y así sucesivamente. Los casos de Jill y Elizabeth me los guardé para el final.
—Los recuerdo muy bien —dijo Montana—. Muy extraño lo que les pasó a esas dos chicas. Nunca hubiera dicho que fueran de esas que se van a un motel con un tipo al que acaban de conocer en el bar. Las dos tenían estudios universitarios y buenos empleos. Eran inteligentes y atractivas. En mi opinión, el tipo que las mató tenía que ser pero que muy listo. No podía tratarse de ningún palurdo. Siempre he sospechado que fue alguien que estaba de paso, no un residente de la zona.
—¿Por qué?
—Porque si hubiera sido alguien de por aquí, creo que no nos habría costado tanto encontrar a un sospechoso. Un asesino reincidente, ésa es mi opinión. Se liga mujeres en los bares y las asesina. Quizás un tipo que pasa mucho tiempo en la carretera, golpea en distintas poblaciones y sigue adelante.
—¿Hubo también robo en este caso? —pregunté.
—En apariencia no. Lo primero que pensé cuando me lo asignaron fue que quizá las chicas usaban narcóticos para colocarse y se fueron con alguien para hacer una compra, quizá quedaron con él en el motel para correrse una juerga o para intercambiar dinero por cocaína. Pero el asesino no se llevó el dinero ni las joyas, y nunca encontré nada que me hiciera sospechar que las chicas esnifaban o se pinchaban.
—Por los informes de toxicología, veo que Jill Harrington dio positivo en cuanto a Librax, además del alcohol —observé—. ¿Sabe algo de eso?
Reflexionó unos instantes.
—Librax… No. No me suena.
Le di las gracias sin preguntarle nada más.
El Librax es una droga terapéutica bastante versátil que se utiliza como relajante muscular y para aliviar la ansiedad y la tensión. Quizá Jill tenía la espalda mal o padecía dolores por lesiones deportivas, o quizá sufriera trastornos psicosomáticos como, por ejemplo, espasmos en el tracto gastrointestinal. Mi próxima tarea consistía en localizar a su médico. Para empezar, telefoneé a uno de los forenses de Williamsburg y le pedí que me enviara por fax el apartado de las Páginas Amarillas donde figuraban las farmacias de su zona. Luego marqué el número del avisador de Marino.
—¿Tiene algún amigo en la policía de Washington? ¿Alguien en quien pueda confiar?
—le pregunté cuando me devolvió la llamada.
—Conozco a un par de muchachos. ¿Por qué?
—Es muy importante que pueda hablar con Abby Turnbull, y creo que no es prudente que la llame directamente.
—Porque no quiere correr el riesgo de que alguien se entere.
—Exactamente.
—Si me lo pregunta —comentó—, no creo que sea prudente que hable con ella de ninguna manera.
—Comprendo su punto de vista, Marino, pero no me hará cambiar de opinión.
¿Podría ponerse en contacto con alguno de sus amigos de allí y pedirle que vaya al apartamento de Abby, que trate de localizarla?
—Creo que comete un error. Pero sí, me ocuparé de eso.
—Sólo tiene que decirle que necesito hablar con ella. Quiero que se ponga en contacto conmigo inmediatamente. —le di su dirección a Marino.
Para entonces, la copia de las Páginas Amarillas que me interesaban ya había llegado al fax situado en el vestíbulo y Rose vino a dejarla sobre mi escritorio. Durante el resto de la tarde, llamé a todas las farmacias de Williamsburg que pudieran contar a Jill Harrington entre su clientela. Finalmente, encontré una que la tenía registrada en sus archivos.
—¿Era una cliente habitual? —pregunté.
—Desde luego. Y Elizabeth Mott también lo era. Vivían no muy lejos de aquí, en un complejo de apartamentos que hay un poco más abajo. Unas jóvenes muy agradables.
Nunca olvidaré el disgusto que me llevé.
—¿Vivían juntas?
—Déjeme ver. —Una pausa—. Parece que no. Las direcciones y los números de teléfono son distintos, pero el complejo de apartamentos es el mismo. Old Towne, a unos tres kilómetros de aquí. Es un sitio bastante bueno. Está lleno de jóvenes, estudiantes de la Universidad William and Mary.
A continuación me leyó el historial farmacéutico de Jill. En un período de tres años había presentado recetas para diversos antibióticos, antitusígenos y otros medicamentos relacionados con los mundanos gérmenes de la gripe e infecciones de las vías respiratorias y urinarias que habitualmente afligen a la masa popular. Apenas un mes antes de su asesinato había acudido con una receta de Septra, que por lo visto había dejado de tomar en el momento de su muerte, puesto que en su sangre no se detectó trimetoprima ni sulfametoxazol.
—¿Le vendió alguna vez Librax? —pregunté.
Esperé mientras el farmacéutico lo consultaba.
—No, señora. No tengo constancia de eso.
«Tal vez la receta fuese de Elizabeth», pensé.
—¿Y su amiga, Elizabeth Mott? —insistí—. ¿Se presentó alguna vez con una receta de Librax?
—No.
—¿Sabe usted si también eran clientes de alguna otra farmacia?
—Me temo que ahí no puedo ayudarla. Ni idea.
Me dio los nombres de otras farmacias cercanas. Ya había telefoneado a la mayoría de ellas, y las llamadas a las restantes me confirmaron que ninguna de las dos mujeres había presentado una receta de Librax ni de ninguna otra droga. El Librax en sí no era forzosamente importante, reflexioné. Pero me intrigaba considerablemente quién lo había recetado y por qué.
Abby Turnbull había sido periodista de sucesos en Richmond cuando Elizabeth Mott y Jill Harrington fueron asesinadas. Estaba dispuesta a apostar cualquier cosa a que Abby no sólo recordaba los casos, sino que probablemente sabía más sobre ellos que el propio capitán Montana.
A la mañana siguiente me llamó desde una cabina y dejó un número donde le dijo a Rose que me esperaría durante quince minutos. Abby insistió en que devolviera su llamada desde un «lugar seguro».
—¿Ocurre algo malo? —me preguntó Rose con voz contenida mientras me quitaba los guantes quirúrgicos.
—Sólo Dios lo sabe —respondí, mientras me desabrochaba la bata.
El «lugar seguro» más cercano en que pude pensar era un teléfono público situado junto a la puerta de la cafetería de mi edificio. Sin aliento, y un tanto apresurada para respetar el plazo de Abby, marqué el número que mi secretaria me había dado.
—¿Qué está pasando? —preguntó Abby de inmediato—. Se ha presentado un policía en mi apartamento diciendo que lo enviabas tú.
—Es verdad —la tranquilicé—. Por todo lo que me has contado, no me ha parecido buena idea llamarte directamente a casa. ¿Estás bien?
—¿Por eso querías que te llamara? —Su voz expresaba decepción.
—Entre otras cosas. Tenemos que hablar.
Hubo un largo silencio en la línea.
—El sábado voy a estar en Williamsburg —dijo al fin—. ¿Cena en el Trellis a las siete?
No le pregunté qué iba a hacer en Williamsburg. No estaba segura de querer saberlo, pero el sábado, al aparcar mi automóvil en Merchant’s Square, descubrí que mis aprensiones se desvanecían a cada paso. Me resultaba difícil pensar en asesinatos y otros actos de barbarie mientras bebía sidra caliente en el cortante aire invernal de uno de mis lugares favoritos de Estados Unidos.
Era temporada baja para el turismo pero aún se veía bastante gente por las calles, deambulando, curioseando en las tiendas restauradas y paseando en carruajes de caballos conducidos por cocheros de librea, calzón corto y tricornio.
Mark y yo habíamos hablado de pasar un fin de semana en Williamsburg.
Alquilaríamos una de las casas del Barrio Histórico, pasearíamos por las aceras adoquinadas bajo el resplandor de las farolas de gas y cenaríamos en una de las tabernas, y luego beberíamos vino ante el hogar hasta caer dormidos uno en brazos del otro.
Naturalmente, ninguno de estos proyectos se había cumplido; la historia de nuestra relación se componía más de deseos que de recuerdos. ¿Llegaría alguna vez a ser de otro modo? No hacía mucho, Mark me había prometido por teléfono que lo sería. Pero ya me lo había prometido antes, y yo también. Mark seguía en Denver y yo seguía aquí.
En La Platería compré un colgante de plata de ley en forma de piña, trabajada a mano, y una hermosa cadena. Lucy tendría un tardío regalo de San Valentín de su olvidadiza tía. Una incursión en La Botica me proporcionó jabones para el cuarto de los invitados, jabón de afeitar aromático para Fielding y Marino y popurrí de flores secas para Bertha y Rose. A las siete menos cinco estaba ya en el Trellis buscando a Abby. Cuando llegó, con media hora de retraso, la esperaba con impaciencia en una mesa dispuesta junto a una jardinera con un arbusto de cordobán.
—Lo siento —se disculpó con calor, mientras se quitaba el abrigo—. Me han retenido.
He venido tan deprisa como he podido.
Parecía agitada y exhausta, y sus ojos se paseaban con nerviosismo de un lado a otro. El Trellis estaba lleno de gente que hablaba en voz baja a la luz vacilante de las velas. Me pregunté si Abby tendría la sensación de que la habían seguido.
—¿Has estado todo el día en Williamsburg? —pregunté.
Asintió con un gesto.
—No sé si me atrevo a preguntarte qué has estado haciendo.
—Investigar —fue todo lo que dijo.
—No en las cercanías de Camp Peary, espero. —la miré a los ojos. Comprendió perfectamente lo que insinuaba.
—Ya lo sabes —respondió.
Vino la camarera y enseguida se dirigió a la barra para encargar un Bloody Mary para Abby.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Abby, y encendió un cigarrillo.
—Sería mejor preguntar cómo has conseguido enterarte tú.
—No puedo decírtelo, Kay.
Claro que no podía. Pero ya lo sabía. Pat Harvey.
—Tienes una fuente —dije, sopesando las palabras—. Deja que te pregunte sólo esto:
¿qué interés tiene esa fuente en que tú lo sepas? No te pasa la información sin tener un buen motivo para hacerlo.
—Soy plenamente consciente de ello.
—Entonces, ¿por qué?
—La verdad es importante. —abby fijó la mirada en la lejanía—. Yo también soy una fuente.
—Entiendo. Revelas lo que descubres a cambio de información.
No dijo nada.
—¿Y eso me incluye también a mí? —pregunté.
—No voy a perjudicarte, Kay. ¿Lo he hecho alguna vez?
Me miró con firmeza.
—No —contesté sinceramente—. Hasta ahora, no lo has hecho nunca.
La camarera dejó el Bloody Mary delante de ella y Abby lo agitó con el tallo de apio de un modo ausente.
—Lo único que puedo decirte —proseguí—es que pisas terreno peligroso. No necesito explicar más. Tú debes saberlo mejor que nadie. ¿Vale la pena? ¿Crees que tu libro vale el precio que estás pagando, Abby? —en vista de que no me respondía, suspiré y añadí—: Supongo que no lograré hacerte cambiar de idea, ¿verdad?
—¿Te has metido alguna vez en algo de lo que no puedes salir?
—Me ocurre constantemente. —esbocé una sonrisa irónica—. Es lo que me está pasando ahora.
—A mí también.
—Entiendo. ¿Y si te equivocas, Abby?
—No soy yo quien puede equivocarse —contestó—. Sea cual sea la verdad acerca del autor de esos asesinatos, lo cierto es que el FBI y las demás agencias interesadas actúan en base a ciertas sospechas y toman decisiones que se derivan de ellas. Eso tiene un valor periodístico. Si los federales y la policía se equivocan, eso sólo añade un capítulo más.
—Lo encuentro muy frío —observé con desasosiego.
—Hablo desde un punto de vista profesional, Kay. Cuando tú hablas como profesional, a veces también pareces muy fría.
Hablé con Abby justo después de que se encontrara el cuerpo de su hermana asesinada. Si en aquella horrible ocasión no me había mostrado fría, lo mejor que podía decirse era que había adoptado una actitud clínica.
—Necesito que me ayudes en algo —comencé—. Hace ocho años asesinaron a dos mujeres muy cerca de aquí. Sus nombres eran Elizabeth Mott y Jill Harrington.
Me contempló con curiosidad.
—No creerás…
—No sé qué creo —la interrumpí—. Pero necesito conocer los detalles de esos casos.
En mis archivos hay muy poco. Yo aún no estaba en Virginia. Pero he visto recortes de periódico en los expedientes, y algunos artículos llevan tu firma.
—Me resulta difícil imaginar que lo que les pasó a Jill y Elizabeth pueda estar relacionado con los otros casos.
—De modo que las recuerdas —observé con gran alivio.
—Nunca las olvidaré. Fue una de las contadas ocasiones en que mi trabajo me produjo pesadillas.
—¿Por qué te resulta tan difícil imaginar una relación?
—Por varias razones. No se encontró ninguna jota de corazones. No abandonaron el coche en la carretera, sino en el aparcamiento de un motel, y los cuerpos no aparecieron semanas o meses después de los hechos, casi descompuestos en el bosque, sino a las veinticuatro horas. Las dos víctimas eran mujeres y pasaban de los veinte años; no eran adolescentes. Además, ¿encuentras lógico que el asesino golpeara entonces y luego se pasara cosa de cinco años sin actuar de nuevo?
—Estoy de acuerdo contigo —asentí—. El marco temporal no encaja con el perfil del típico asesino reincidente, y el modus operandi no parece concordar con los otros casos.
Además, la selección de las víctimas tampoco concuerda.
—Entonces, ¿a qué viene tanto interés? —Tomó un sorbo de su bebida.
—Estoy buscando a tientas y me intrigan esos casos que quedaron sin resolver reconocí —. No es frecuente que secuestren y asesinen a dos personas. No se hallaron indicios de asalto sexual. Las mujeres fueran asesinadas cerca de aquí, en la misma zona en que se han producido las otras muertes.