A la mañana siguiente, Marino se presentó ante mí cuando terminaba mi trabajo en un muchacho de catorce años que había caído de un camión en marcha la tarde anterior.
—Espero que ese olor no sea suyo. —Marino se acercó a la mesa y olfateó.
—El chico llevaba un frasco de loción para después del afeitado en un bolsillo de los pantalones. Al chocar contra el suelo se rompió, y lo que huele es eso. —Señalé con la cabeza el montón de ropa que había sobre una camilla cercana.
—¿Brut? —Olisqueó de nuevo.
—Eso creo —respondí, abstraída.
—Doris solía comprarme Brut.
—¿Qué ha averiguado? —reanudé mi trabajo.
—El perro se llamaba Joder, y le juro que es cierto —respondió Marino—. Pertenecía a un viejo excéntrico de West Point, un tal Joyce.
—¿Ha podido averiguar por qué trajeron el perro a esta oficina?
—No estaba relacionado con ningún otro caso. Un favor, supongo.
—El veterinario del Estado debía de estar de vacaciones —comenté, porque ya había ocurrido antes.
En el otro extremo de mi edificio se encuentra el Departamento de Salud Animal, que dispone incluso de un depósito donde se realizan autopsias a animales.
Normalmente, los cadáveres se enviaban al veterinario del Estado, pero había excepciones. Si se lo solicitaban, los patólogos forenses complacían a la policía y no se negaban a echar una mano cuando el veterinario estaba ilocalizable. A lo largo de mi carrera había examinado perros torturados, gatos mutilados, una yegua que había sufrido un asalto sexual y un pollo envenenado que alguien había dejado en el buzón de un juez. Las personas eran tan crueles con los animales como lo eran unas con otras.
—El señor Joyce no tiene teléfono, pero un contacto me ha dicho que aún vive en el mismo lugar —añadió Marino—. He pensado acercarme por allí y charlar un rato con él.
¿Quiere usted venir conmigo?
Inserté una hoja nueva en el escalpelo y pensé en mi escritorio cubierto de papeles, en los casos que aguardaban mi dictamen, en las llamadas telefónicas que aún tenía que devolver y las que debía iniciar yo.
—Quizá sea lo mejor —le respondí, sin esperanzas.
Marino vaciló, como si esperara algo. Cuando alcé la vista hacia él, me di cuenta.
Marino se había cortado el pelo. Llevaba unos pantalones de color caqui sujetos por tirantes y una chaqueta de tweed que parecía recién estrenada La corbata estaba limpia, lo mismo que la camisa amarillo claro. Hasta los zapatos estaban lustrosos.
—Está usted decididamente guapo —comenté, como una madre orgullosa.
—Sí. —Sonrió y se ruborizó—. Rose me ha silbado cuando me dirigía hacia el ascensor.
Ha sido curioso. Hacía años que no me silbaba una mujer, excepto Sugar, y Sugar no cuenta.
—¿Sugar?
—Suele merodear por el cruce de Adam y Church. Oh, sí. Un día encontré a Sugar, también llamada Mamá Perro Rabioso, tirada en un callejón con una borrachera de muerte, completamente inconsciente. Estuve a punto de aplastarle el culo. Cometí el error de despertarla. Se puso como una gata salvaje, y durante el camino hasta la jaula no dejó de maldecirme. Cada vez que paso a una manzana de distancia, se pone a chillar, silba, se levanta la falda…
—Y usted que temía haber perdido el atractivo para las mujeres… —concluí.
El origen de Joder era indeterminado, aunque estaba muy claro que los marcadores genéticos que había heredado de todos los perros de su familia eran los peores del lote.
—Lo crié desde que era un cachorro acabado de nacer —dijo el señor Joyce, cuando le devolví la fotografía Polaroid del perro en cuestión—. Andaba perdido, ¿sabe? Apareció una mañana en la puerta de atrás y me dio pena, así que le eché unas sobras. Después de eso, ya no hubiera podido librarme de él ni para salvar la vida.
Estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina del señor Joyce. La luz del sol se filtraba tenuemente por una ventana polvorienta situada sobre una pila de loza manchada de óxido y un grifo que goteaba. Desde nuestra llegada, quince minutos antes, el señor Joyce no había dedicado ni una palabra amable a su perro asesinado, pero había cariño en su mirada de anciano y las ásperas manos que acariciaban el borde de su taza de café parecían capaces de ternura y afecto.
—¿De dónde sacó ese nombre? —le preguntó Marino.
—En realidad, nunca le puse un nombre. Pero siempre le estaba gritando: «¡Cállate ya, joder! ¡Ven aquí, joder! Si no paras de ladrar te voy a coser la boca, joder». —Sonrió como si se avergonzara—. Al final llegó a creer que era su nombre, conque me acostumbré a llamarlo así.
El señor Joyce, antes de jubilarse, había sido repartidor en una empresa dedicada a la fabricación de cemento, y su minúscula casa entre tierras de cultivo constituía un monumento a la pobreza rural. Supuse que el propietario original de la vivienda debía de haber sido un agricultor que tenía la tierra en arriendo, pues la propiedad estaba rodeada por vastos campos en barbecho que, según el señor Joyce, en verano se llenaban de maíz.
Y había sido en verano, en una calurosa y sofocante noche de julio, cuando alguien condujo por la fuerza a Bonnie Smyth y Jim Freeman por la poco frecuentada pista de tierra que pasaba ante la casa. Luego llegó noviembre, y yo tuve que recorrer la misma carretera y pasar justo ante la casa del señor Joyce, con la parte trasera de mi automóvil familiar cargada de sábanas plegadas, camillas y bolsas de plástico para los cadáveres. El espeso bosque donde se habían hallado los cuerpos de la pareja quedaba a menos de tres kilómetros al este de donde vivía el señor Joyce. ¿Una extraña coincidencia? ¿Y si no lo era?
—Cuénteme qué le ocurrió a Joder —le pidió Marino, mientras encendía un cigarrillo.
—Fue un fin de semana —comenzó el señor Joyce—. A mediados de agosto, me parece.
Tenía todas las ventanas abiertas y estaba sentado en la sala mirando Dallas. Es curioso que lo recuerde. Supongo que eso quiere decir que era un viernes. Y empezaba a las nueve.
—Entonces, debieron disparar contra el perro entre las nueve y las diez —observó Marino.
—Yo diría que sí. No pudo ser mucho antes, porque no habría llegado a casa. Estoy mirando la tele y de repente le oigo gemir y arañar la puerta. Enseguida me di cuenta de que le pasaba algo, pero supuse que se habría liado con un gato o algo por el estilo, hasta que abrí la puerta y lo vi.
Sacó una bolsa de tabaco y empezó a liar un cigarrillo con manos firmes y expertas.
—¿Y qué hizo usted? —le urgió Marino.
—Lo metí en la camioneta y lo llevé a casa del doctor Whiteside. Está a unos ocho kilómetros al noroeste.
—¿Un veterinario? —pregunté.
Meneó lentamente la cabeza.
—No, señora. No tenía veterinario, ni conocía a ninguno. El doctor Whiteside cuidó a mi mujer hasta que murió. Es un hombre muy tratable. No sabía adónde ir, si quiere que le diga la verdad. Claro que ya era demasiado tarde. Cuando llegué con el perro, el doctor ya no podía hacer nada en absoluto. Me aconsejó que llamara a la policía. Lo único que se puede cazar a mediados de agosto es el cuervo, y no existe justificación para que nadie ande por ahí después de anochecido tirando contra los cuervos ni contra lo que sea. Así que seguí su consejo. Llamé a la policía.
—¿Tiene idea de quién pudo matar a su perro? —pregunté.
—Como les dije, Joder tenía la manía de perseguir a la gente. Salía corriendo detrás de los coches como si fuera a comerse los neumáticos. Si quieren mi opinión personal, siempre he medio sospechado que fue un policía el que lo mató.
—¿Por qué? —preguntó Marino.
—Cuando le hicieron la autopsia me dijeron que eran balas de revólver. Puede que a Joder le diera por perseguir un coche de la policía y que así ocurriera la cosa.
—¿Aquella noche vio pasar algún coche de la policía por esta carretera? —insistió Marino.
—No. Pero eso no quiere decir que no pasara ninguno. Y tampoco sé dónde estaba cuando le dispararon. No fue por aquí cerca, porque lo habría oído.
—Quizá no, si el volumen del televisor estaba muy alto —objetó Marino.
—Le aseguro que lo habría oído. Aquí no hay mucho ruido, y menos de noche.
Cuando se lleva algún tiempo viviendo por aquí, se acaba oyendo cualquier sonido que se salga de lo corriente, por leve que sea. Aunque esté la tele encendida y las ventanas cerradas.
—¿Oyó pasar algún coche por la carretera? —preguntó Marino.
Reflexionó unos instantes.
—Sé que pasó uno poco antes de que Joder viniera a arañar la puerta. La policía me lo preguntó. Tengo la impresión de que quien iba en ese coche mató al perro, y por lo que dijo el agente que hizo el informe, creo que también pensaba más o menos lo mismo. —Hizo una pausa y se volvió a mirar por la ventana—. Algún chaval, seguramente.
En la sala de estar sonó el tañido desafinado de un reloj, y luego el silencio, roto únicamente por el goteo del agua en la pila que medía el paso de los segundos vacíos.
El señor Joyce no tenía teléfono. Tenía muy pocos vecinos, y ninguno cerca. Me pregunté si tendría hijos. Por lo visto, no había buscado otro perro ni un gato. No vi ningún indicio de que en la casa viviera nadie más que él.
—El viejo Joder era completamente inútil, pero me acostumbré a tenerlo en casa. ¡Si vieran qué sustos le daba al cartero! Yo me quedaba ahí en la sala, mirando por la ventana y riéndome hasta que me saltaban las lágrimas. ¡Qué cuadro! Un hombrecillo enclenque que no paraba de mirar a todos lados, tan muerto de miedo que no se atrevía a bajar de la furgoneta del correo. El viejo Joder corría en círculos y echaba dentelladas al aire. Lo dejaba ladrar un par de minutos y entonces salía al patio y le pegaba un grito. Sólo tenía que apuntarle con el dedo y Joder se marchaba a toda prisa con la cola entre las patas. —respiró hondo, el cigarrillo olvidado en el cenicero—. Hay mucha maldad en el mundo.
—Sí, señor —asintió Marino, y se recostó en la silla—. Hay maldad por todas partes, incluso en un lugar tranquilo y agradable como éste. La última vez que estuve por aquí fue hace un par de años, unas semanas antes del Día de Acción de Gracias, cuando encontraron a aquella pareja en el bosque. ¿Se acuerda?
—Claro. —el señor Joyce agitó vigorosamente la cabeza—. Nunca había visto un alboroto igual. Estaba fuera, recogiendo leña, cuando de repente empiezan a pasar coches de policía a toda velocidad, con las luces del techo encendidas. Debía de haber al menos una docena, y un par de ambulancias, además. —se detuvo y contempló a Marino con aire pensativo —. No recuerdo haberlo visto allí. —luego se volvió hacia mí y añadió—: Supongo que usted también estaba, ¿verdad?
—Sí.
—Ya decía yo. —hablaba con tono complacido—. Su cara me parecía familiar, y he estado todo el rato hurgándome el cerebro, intentando recordar dónde podía haberla visto antes.
—¿Se acercó usted al lugar donde encontraron los cuerpos? —preguntó Marino en tono despreocupado.
—Con todos los coches de policía que no paraban de pasar, nadie hubiera conseguido que me quedara sentado en casa. No podía imaginar qué estaba ocurriendo. Por ese lado no hay vecinos, sólo bosques. Y me dije, bien, si es un cazador que ha recibido un tiro, eso tampoco tiene lógica. Demasiados policías. Conque subí a mi camioneta y eché carretera abajo. Encontré a un policía parado junto a su coche y le pregunté qué pasaba. Me dijo que unos cazadores habían encontrado dos cadáveres en el bosque.
Luego quiso saber si yo vivía cerca. Le dije que sí, y a las primeras de cambio se presenta un inspector a hacerme preguntas.
—¿Recuerda cómo se llamaba ese inspector? —preguntó Marino.
—No sabría decir.
—¿Qué clase de preguntas le hizo?
—Más que nada, quería saber si había visto a alguien por los alrededores, sobre todo hacia las fechas en que había desaparecido la pareja. Coches desconocidos, cosas así.
—¿Y vio usted a alguien?
—Bien, cuando se fue el inspector me puse a pensar, y desde entonces me ha pasado alguna vez por la cabeza —respondió el señor Joyce—. El caso es que la noche en que la policía cree que trajeron aquí a esa pareja y la mataron yo no oí nada, que recuerde. A veces me acuesto temprano. Puede ser que estuviera durmiendo. Pero hace un par de meses, a principios de año, cuando encontraron a esa otra pareja, me acordé de algo.
—¿Se refiere a Deborah Harvey y Fred Cheney? —pregunté.
—La hija de una mujer importante.
Marino asintió con la cabeza, y el señor Joyce prosiguió:
—Esos asesinatos me hicieron pensar de nuevo en los cuerpos que se encontraron aquí, y de pronto me vino a la cabeza. No sé si se han fijado al llegar, pero tengo un buzón junto al camino. Bien, el caso es que pasé unos días malos, quizás un par de semanas, antes de que mataran a la pareja. Me refiero a la de hace años.
—Jim Freeman y Bonnie Smyth —apuntó Marino.
—Sí, señor. Estaba acatarrado, vomitaba, era como si tuviese un dolor de muelas de la cabeza a los pies. Me quedé en cama un par de días, creo, y ni siquiera tenía fuerzas para salir a recoger el correo. La noche a que me refiero empezaba a sentirme con ánimos, así que me levanté, me preparé una sopa y, como me sentó bastante bien, salí a buscar el correo. Debían de ser las nueve o las diez de la noche. Y justo cuando volvía hacia la casa oí un coche. Negro como la pez, iba muy despacio y con las luces apagadas.
—¿En qué dirección iba? —preguntó Marino.
—Por allí. —el señor Joyce apuntó hacia el oeste—. En otras palabras, se alejaba de la zona donde está el bosque, de vuelta hacia la carretera principal. Puede que no sea nada, pero recuerdo que en aquel momento me pareció extraño. Por allí abajo no hay nada, sólo bosques y campos. Pensé que serían unos chavales que habían estado bebiendo o algo así.
—¿Pudo ver bien el coche? —pregunté.
—Creo que era de tamaño mediano y de un color oscuro. Negro, o quizás azul oscuro o rojo oscuro.
—¿Viejo o nuevo? —inquirió Marino.
—No sé si era un último modelo, pero no era viejo. Y seguro que tampoco era uno de esos coches extranjeros.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Marino.
—Por el sonido —respondió el señor Joyce, sin pararse a pensar—. Esos coches extranjeros no suenan igual que los norteamericanos, el motor es más ruidoso, petardea más, no sé cómo decirlo exactamente, pero lo noto. Lo mismo que cuando han llegado ustedes. En seguida he sabido que llevaban un coche norteamericano, seguramente un Ford o un Chevy. El coche que les digo pasó con las luces apagadas y el motor era muy silencioso, muy fino. Por la forma me recordó a uno de esos Thunderbirds nuevos, pero no podría jurarlo. Quizá fuera un Cougar.