En la portada venía el primer artículo de una serie de tres sobre Deborah Harvey, Fred Cheney y las demás parejas que habían muerto asesinadas. No respetaba ni lo más sagrado. El reportaje de Ring era tan exhaustivo que incluía detalles que incluso yo ignoraba.
Poco antes de que Deborah Harvey fuera asesinada, le había confiado a una amiga sus sospechas de que su padre era un alcohólico y que estaba liado con una azafata a la que doblaba en edad. Por lo visto, Deborah había escuchado a hurtadillas varias conversaciones telefónicas entre su padre y la supuesta amante. La azafata vivía en Charlotte y, según el artículo, Harvey estaba con ella la noche en que su hija y Fred Cheney desaparecieron, y por eso no pudo ser localizado por la policía ni por la señora Harvey. Irónicamente, estas sospechas no suscitaron en Deborah ningún rencor hacia su padre, sino hacia su madre, que, consumida por su carrera, no estaba nunca en casa y, por consiguiente, a ojos de Deborah era la culpable de la afición al alcohol y la infidelidad de su padre.
Columna tras columna de vitriólica prosa acababan pintando el retrato patético de una poderosa mujer empeñada en salvar el mundo mientras su propia familia se desintegraba por culpa de su negligencia. Pat Harvey se había casado con un hombre rico; su casa de Richmond era un palacio, y sus aposentos en el hotel Watergate estaban llenos de antigüedades y valiosas obras de arte, entre las que se contaban un Picasso y un Remington. Llevaba la ropa precisa, asistía a las fiestas adecuadas, su decoro era impecable, su política y su conocimiento de los asuntos mundiales revelaban su brillantez. Sin embargo, concluía Ring, tras esta fachada plutocrática e impecable acechaba «una mujer obsesionada, nacida en un barrio obrero de Baltimore; una persona, según la describen sus colegas, atormentada por una inseguridad que la impulsa constantemente a demostrar su valía». Pat Harvey, aseguraba, era megalómana. Cuando se la amenazaba o se la sometía a prueba, reaccionaba de un modo irracional, si no furibundo.
En cuanto a los homicidios que se habían producido en Virginia durante los tres últimos años, Ring se mostraba igualmente implacable. Revelaba los temores de la CIA y el FBI de que el asesino pudiera ser alguien de Camp Peary, y servía esta revelación envuelta en tales insinuaciones que hacía quedar mal a todos los interesados. La CIA Y el Departamento de Justicia estaban implicados en un enmascaramiento de la verdad, y su paranoia era tan aguda que habían alentado a los investigadores de Virginia a ocultarse información unos a otros. Se habían sembrado pistas falsas en el lugar de uno de los crímenes. Se había «filtra do» desinformación a la prensa, e incluso se sospechaba que algunos periodistas estaban sometidos a vigilancia. Se suponía que Pat Harvey, mientras tanto, estaba al corriente de todo esto, y su indignación no respondía a criterios de justicia, como lo demostraba su actitud durante la tristemente célebre rueda de prensa. Enzarzada en una pelea territorial con el Departamento de Justicia, la señora Harvey había aprovechado información confidencial para incriminar y hostigar a las agencias federales con las que venía enfrentándose cada vez más abiertamente a causa de su campaña contra organizaciones benéficas fraudulentas como ACTMAD.
El ingrediente final de este cocido venenoso era yo. Había retenido información sobre el caso y ocultado datos a petición del FBI, hasta que la amenaza de un mandamiento judicial me había obligado a entregar mis informes a las familias. Me había negado a hablar con la prensa. Aunque no tenía ninguna obligación formal de responder ante el FBI, Clifford Ring insinuaba la posibilidad de que mi vida privada influyera en mi comportamiento profesional. «Según una fuente próxima a la jefa de Medicina Forense de Virginia —rezaba el artículo—, en los dos últimos años la doctora Scarpetta ha mantenido una relación sentimental con un agente especial del FBI, ha visitado Quantico con frecuencia y se halla en muy buenos términos con algunos miembros de la Academia, como Benton Wesley, el agente encargado de estos casos.»
Traté de imaginar cuántos lectores sacarían la conclusión de que Wesley y yo éramos amantes.
Al mismo tiempo que mi integridad y mi moral, también se ponía en tela de juicio mi competencia profesional como patóloga forense. De los diez casos en cuestión, solamente en uno había sido capaz de determinar la causa de la muerte, y cuando descubrí un corte en uno de los huesos de Deborah, quedé tan acongojada por la posibilidad de habérselo infligido yo misma con un escalpelo, afirmaba Ring, que realicé «un viaje a Washington bajo la nevada, con los esqueletos de Harvey y Cheney en el maletero del Mercedes, para pedir consejo a un antropólogo forense del Museo Nacional Smithsonian de Historia Natural». Al igual que Pat Harvey, había «consultado a una vidente». Había acusado a los investigadores de manipular los restos de Fred Cheney y Deborah Harvey y había regresado luego al bosque para buscar yo misma un casquillo de bala porque no confiaba en que la policía fuera capaz de encontrarlo. También me había arrogado la tarea de interrogar a los testigos, como a la empleada de un
7-eleven
en el que Fred y Deborah habían sido vistos por última vez con vida. Además, fumaba, bebía, tenía licencia para llevar mi 38 oculto, casi me habían matado en varias ocasiones, estaba divorciada y «procedía de Miami». Esto último, en cierto modo, parecía la explicación de todo lo anterior.
Tal como lo presentaba Clifford Ring, yo era una mujer arrogante, belicosa e intratable, que en cuestión de medicina forense no sabía distinguir su culo de un agujero en el suelo.
«Abby», pensé mientras aceleraba hacia mi casa por calles que la lluvia había vuelto resbaladizas. ¿Era eso lo que quería decir la noche anterior cuando se refirió a los errores que había cometido? ¿Acaso había pasado información a su colega Clifford Ring?
—Eso no me cuadra —objetó Marino más tarde, mientras bebíamos café en mi cocina—. No es que haya cambiado de opinión sobre ella. Sigo creyendo que sería capaz de vender a su abuela por un buen artículo. Pero ahora está escribiendo un libro importante, ¿no? No es lógico que comparta su información con la competencia, y menos si está quemada con el Post.
—Parte de la información ha tenido que salir de ella. —me resultaba duro admitirlo—. La referencia a la empleada del
7-Eleven
, por ejemplo. Aquella noche fuimos Abby y yo juntas. Y sabe lo de Mark.
—¿Cómo? —marino me contempló con curiosidad.
—Yo se lo dije.
Se limitó a menear la cabeza.
Tomé un sorbo de café y me quedé mirando la lluvia al otro lado de la ventana.
Abby había intentado telefonear dos veces desde mi regreso del drugstore. Yo había permanecido inmóvil junto al contestador, escuchando su tensa voz. Aún no estaba preparada para hablar con ella. Me asustaba pensar lo que podría decirle.
—¿Cómo reaccionará Mark? —preguntó Marino.
—Por suerte, el artículo no citaba su nombre.
Sentí otra oleada de ansiedad. Típico en los agentes del FBI, y especialmente de aquellos que habían pasado años bajo cobertura profunda, el secretismo de Mark en lo que a su vida personal se refería rozaba los límites de la paranoia. La alusión del periódico a nuestra relación lo molestaría considerablemente, o así me lo temía. Tenía que telefonearle. O tal vez no. No sabía qué hacer.
—Sospecho que parte de la información vino de Morrell —proseguí, pensando en voz alta. Marino permaneció en silencio—. Y no entiendo cómo diablos pudo saber Ring que habíamos ido a ver a Hilda Ozimek.
Marino dejó la taza y el plato, se inclinó hacia delante y me miró a los ojos.
—Ahora me toca a mí dar un consejo.
Me sentí como una niña a punto de recibir una regañina.
—Es como un gran camión de cemento lanzado cuesta abajo y sin frenos. No podrá detenerlo, doctora. Lo más que puede hacer es apartarse de su camino.
—¿Le importaría traducírmelo? —pregunté, impaciente.
—Usted haga su trabajo y olvídese de lo demás. Si la interrogan, y estoy seguro de que lo harán, limítese a decir que no ha hablado nunca con Clifford Ring y que no sabe nada del asunto. En otras palabras: desentiéndase de todo. Si se pone a discutir con la prensa, acabará como Pat Harvey. Todo el mundo la tomará por idiota.
Tenía toda la razón.
—Y si tiene algo de sentido común, procure estar algún tiempo sin hablar con Abby.
Asentí con la cabeza.
—Mientras tanto —añadió Marino, poniéndose en pie—, tengo que comprobar unas cuantas cosas. Si sale algo, ya se lo diré.
Eso me hizo recordar. Fui a buscar el bolso y saqué la hoja de papel en la que Abby había anotado el número de matrícula del coche.
—¿Podría averiguar a quién corresponde esta matrícula? Un Lincoln modelo Mark Seven de color gris oscuro. A ver qué sale.
—¿Alguien que la seguía? —se guardó el papel en un bolsillo.
—No lo sé. El conductor se detuvo para preguntarme el camino, pero no creo que estuviera perdido.
—¿Dónde? —preguntó, mientras lo acompañaba hacia la puerta.
—En Williamsburg. Estaba con el coche parado en un aparcamiento vacío. Eso fue anoche, a las diez y media o las once, en Merchant’s Square. Acababa de subir a mi coche cuando de pronto encendió las luces, se acercó y me preguntó cómo se llegaba a la autopista.
—Hmm —replicó Marino—. Seguramente algún policía de paisano muerto de aburrimiento, esperando que alguien se saltara un semáforo en rojo o hiciera un giro prohibido. O puede que quisiera ligar con usted. Una mujer bien plantada que anda sola en su Mercedes a esas horas de la noche…
No le expliqué que Abby estaba conmigo. No quería otro sermón.
—No sabía que ahora los policías condujeran Lincolns nuevos —objeté.
—Fíjese cómo llueve. Qué mierda —se quejó, y echó a correr hacia su coche.
Fielding, mi delegado, nunca estaba demasiado preocupado o atareado para no dedicar un instante a contemplarse en cualquier superficie reflectante que encontrara en su camino, ya fueran cristales de ventana, monitores de ordenador o las mamparas de seguridad a prueba de balas que separaban el vestíbulo de nuestras oficinas interiores. Cuando salí del ascensor en la planta baja lo encontré parado ante la puerta de acero inoxidable del frigorífico del depósito, alisándose el cabello.
—Lo llevas demasiado largo —observé—. Ya empieza a cubrirte las orejas.
—Y el tuyo empieza a volverse un poco gris. —me dirigió una amplia sonrisa.
—Ceniza. El cabello rubio se vuelve de color ceniza, nunca gris.
—De acuerdo. —se ajustó distraídamente el cordón de la bata verde, con unos bíceps que sobresalían como pomelos. Fielding no podía parpadear sin flexionar algún músculo formidable. Cada vez que lo veía encorvado sobre su microscopio, me recordaba una versión esteroide de
El pensador
de Rodin.
—Se han llevado a Jackson hace unos veinte minutos —comentó; se refería a uno de los casos de la mañana—. Asunto terminado. Pero ya tenemos otro para mañana. El tipo que estaba en cuidados intensivos por el tiroteo del fin de semana.
—¿Qué programa tienes para el resto de la tarde? —le pregunté—. Y ahora que me acuerdo, ¿no tenías que declarar ante un tribunal en Petersburg?
—El acusado ha confesado. —consultó su reloj de pulsera—. Hace cosa de una hora.
—Ha debido de enterarse de que tú asistías al juicio.
—La celda de ladrillo que el Estado llama mi oficina está llena de informes hasta el techo. Ése es mi programa para la tarde. O lo era, al menos.
Me contempló con aire reflexivo.
—Tengo un problema en el que espero que puedas ayudarme —le expliqué—. Necesito seguir la pista a una receta que debió de presentarse en una farmacia de Richmond hace unos ocho años.
—¿En qué farmacia?
—Si lo supiera —respondí, mientras entrábamos en el ascensor para subir a la segunda planta—, no tendría un problema. Se trata de organizar una maratón telefónica, por así decirlo. Reunir a tanta gente como sea posible y llamar a todas las farmacias de Richmond.
Fielding hizo una mueca.
—Jesús, Kay, tiene que haber al menos un centenar.
—Ciento treinta y tres. Las he contado. Seis de nosotros, con una lista de veintidós o veintitrés cada uno. Eso es bastante manejable. ¿Tú puedes ayudarme?
—Por supuesto. —parecía deprimido.
Además de Fielding, recluté a mi administrador, a Rose, a otra secretaria y a la analista informática. Nos reunimos en la sala de conferencias con varias copias de la lista de farmacias. Mis instrucciones fueron muy claras. Discreción. Ni una palabra sobre lo que estábamos haciendo, ni siquiera a familiares, amigos o la policía. Puesto que la receta debía de haberse extendido al menos hacía ocho años y Jill había fallecido, era muy probable que los datos ya no estuvieron en los ficheros activos. Les encargué que pidieran al encargado que consultara los archivos de la farmacia. Si algún farmacéutico se negaba a cooperar o no parecía dispuesto a darnos la información, que me pasaran a mí esa llamada.
A continuación, nos encerramos en nuestros despachos respectivos.
Dos horas más tarde, Rose se presentó ante mi escritorio frotándose suavemente la oreja derecha.
Me entregó una hoja de llamada. Al verla, no pude contener una sonrisa de triunfo.
—Drugstore Boulevard, en la esquina de Boulevard y Broad. Jill Harrington llevó recetas de Librax en dos ocasiones. Me dio las fechas.
—¿Qué médico las había extendido?
—La doctora Anna Zenner —respondió.
«Santo Dios.»
Disimulé mi sorpresa y felicité a Rose.
—Eres maravillosa. Puedes tomarte el resto del día libre.
—Hubiera tenido que irme a las cuatro y media. Ya pasa de la hora.
—Pues tómate tres horas para almorzar mañana. —la hubiera abrazado—. Y diles a los demás que misión cumplida. Ya pueden colgar los teléfonos.
—¿Verdad que la doctora Zenner fue la presidenta de la Academia de Medicina de Richmond no hace mucho tiempo? —preguntó Rose, desde el umbral—. Me parece que he leído algo sobre ella. ¡Ah, sí! Es la música.
—Ella fue presidenta de la Academia hace dos años. Y, sí, toca el violín en la Sinfónica de Richmond.
—De modo que la conoce. —mi secretaria parecía impresionada.
«Demasiado bien», pensé, mientras descolgaba el teléfono.
Aquella noche, cuando estaba en casa, Anna Zenner me devolvió la llamada.