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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (2 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Después la hicieron descender con extremados cuidados y atenciones. Besaron sus silenciosos labios y untaron con aceite los doloridos tobillos y muñecas hasta que las marcas de los grilletes de cuero desaparecieron.

Los muchachos de las túnicas de seda incluso le cepillaron el liso y brillante cabello castaño y masajearon las nalgas y la espalda con sus sabios dedos, como si las bestias irascibles como nosotros debieran ser amansadas de esta manera. Por supuesto, enseguida se detuvieron al percatarse de que la suave sombra de rizado vello de la entrepierna de Elena estaba húmeda y ella no podía mantener quietas las caderas contra la seda del confortable colchón, de lo excitada que estaba al sentir su contacto.

Con leves gestos de enfado y movimientos de cabeza, la hicieron arrodillarse y la sujetaron otra vez por las muñecas para ajustar a su pequeño sexo la inflexible protección de metal, cuyas cadenas abrocharon firme y rápidamente alrededor de los muslos. Luego la volvieron a introducir en la jaula con los brazos y las piernas atados a las barras mediante resistentes cintas de satén.

Sin embargo, esta demostración de pasión no los había enfurecido. Al contrario, antes de cubrir el húmedo sexo de la princesa lo habían acariciado, sonriéndole como si aprobaran su ardor, su necesidad. Pero ni todos los quejidos del mundo hubieran doblegado a los jóvenes sirvientes.

Nosotros, los demás cautivos, tuvimos que contentarnos con observar sumidos en un silencio lascivo, mientras nuestros propios órganos apetentes palpitaban en vano.

Deseé encaramarme hasta el interior de la jaula de Elena, despojarla del pequeño escudo de malla de oro e hincar mi verga en el pequeño y húmedo nido. Quise abrirle la boca con la lengua, apretar sus voluminosos pechos, chupar los pequeños pezones sonrosados y verla sonrojada de palpitante placer mientras la llevaba al éxtasis. Pero no eran más que sueños dolorosos. Elena y yo sólo podíamos mirarnos y esperar en silencio que tarde o temprano nos permitieran alcanzar el éxtasis en brazos del otro.

La delicada Bella era sumamente intrigante y la rolliza Rosalynd, con sus grandes y apenados ojos, resultaba absolutamente voluptuosa, pero era Elena quien se mostraba más ingeniosa, con un siniestro desdén por lo que nos había sobrevenido. Entre susurros se reía de nuestro destino y, al hablar, sacudía su espesa melena de color castaño por encima del hombro.

—¿Quién puede decir que ha disfrutado de tres opciones tan maravillosas, Laurent: el palacio del sultán, el pueblo, el castillo? —preguntaba—. Os lo aseguro, en cualquiera de esos lugares puedo encontrar deleites de mi agrado.

—Pero, querida, no sabéis cómo van a ser las cosas en el palacio del sultán —objeté—. La reina tenía cientos de esclavos desnudos. En el pueblo había cientos de siervos trabajando. Pero ¿y si el sultán tiene todavía más esclavos de todos los reinos de Oriente y Occidente, tantos que incluso pueda utilizarlos como escabeles?

—¿Creéis que será así? —preguntó, excitada. Su sonrisa adquirió una insolencia encantadora. Aquellos labios húmedos, la exquisita dentadura—. Entonces debemos encontrar alguna manera de hacernos notar, Laurent. —Apoyó la barbilla en la mano—. No quiero ser una más entre un millar de príncipes y princesas dolientes. Debemos asegurarnos de que el sultán se entera de quiénes somos.

—Tenéis ideas peligrosas, mi amor —Contesté yo—. No olvidéis que no podemos hacer uso de la palabra y que nos cuidan y castigan como si fuéramos simples bestias.

—Encontraremos la manera, Laurent —replicó ella con un guiño malicioso—. Antes nada os asustaba, ¿no es cierto? Os escapasteis simplemente por saber cómo os capturarían, ¿o no?

—Sois demasiado perspicaz, Elena —dije—. ¿Qué os hace pensar que no huí por miedo?

—Sé que no fue así. Nadie se escapa por miedo del castillo de la reina. Lo que incita a hacerlo es el espíritu de aventura. Yo también lo hice, ya veis. Por eso me sentenciaron al pueblo.

—¿Y mereció la pena, querida mía? —pregunté. Oh, si al menos pudiera besarla, derramar su buen humor en mi boca, pellizcarle los pezones. Era una crueldad enorme que no me hubiera encontrado cerca de ella durante nuestra estancia en el castillo.

—Sí, mereció la pena —contestó con aire meditativo—. Cuando se produjo el ataque sorpresa llevaba un año como esclava en la granja del corregidor. Trabajaba en sus jardines arrancando los hierbajos con los dientes, a cuatro patas, bajo la tutela del jardinero, un hombre corpulento y severo que nunca soltaba la correa.

»Yo estaba dispuesta a vivir algo nuevo —continuó. Se tumbó boca arriba y separó las piernas en un gesto habitual en ella. Yo no podía dejar de observar el espeso vello castaño de su sexo bajo la malla de oro—. Luego, los soldados del sultán llegaron como si los hubiera enviado con mi imaginación. Recordad, Laurent, tenemos que hacer algo para distinguirnos ante la corte del sultán.

Me reí para mis adentros. Me gustaba su osadía. Por otro lado, también me gustaban los demás. Tristán era una mezcla seductora de fuerza y necesidad, que sobrellevaba en silencio su sufrimiento. Dimitri y Rosalynd, ambos arrepentidos, se dedicaban a agradar, como si fueran esclavos desde siempre en lugar de haber nacido en el seno de una familia real.

Dimitri apenas controlaba su inquietud y su deseo. No podía mantenerse quieto a la hora de recibir un castigo, aunque en su mente sólo hubiera lugar para elevados pensamientos de amor y sumisión. Había pasado su corta condena en el pueblo empicotado en el lugar de castigo público esperando los azotes de la plataforma giratoria. Rosalynd tampoco lograba controlarse a menos que la maniataran firmemente. Ambos habían esperado que el pueblo los purgara de sus temores y les permitiera servir con la delicadeza que admiraban en otros.

En cuanto a Bella... junto con Elena era la más encantadora, la esclava más excepcional. Parecía fría, pero su dulzura era innegable; una princesa reflexiva y rebelde.

De vez en cuando, durante las oscuras noches en alta mar, vi que me observaba a través de las barras de su jaula con gesto perplejo en su expresiva carita, y cuando la descubría sus labios se abrían dibujando una amplia sonrisa.

Cuando Tristán lloraba, Bella, con su voz suave, decía en su defensa:

—Amaba a su señor. —Y se encogía de hombros como si le pareciera triste pero incomprensible.

—¿Y vos no amabais a nadie? —le pregunté una noche.

—No, en realidad no —respondió—. Sólo a otros esclavos, de vez en cuando... —Entonces me dedicó aquella provocativa mirada que suscitó en mí una inmediata erección. Había en ella algo salvaje e intacto, pese a toda su aparente fragilidad.

Sin embargo, de vez en cuando, parecía cavilar sobre su reticencia.

—¿Qué significaría amarles? —me preguntó en una ocasión, casi como si hablara para sus adentros—. ¿Qué significaría rendir el corazón por completo? Anhelo los castigos, sí, pero amar a uno de los señores o de las amas... — De pronto pareció asustada.

—Os inquieta —dije yo comprensivamente. Las noches en alta mar y el aislamiento nos afectaban a todos nosotros.

—Sí. Anhelo algo que no he tenido antes —susurró—. Aunque no quiera admitirlo, lo anhelo. Quizás aún no he encontrado al amo o a la señora adecuados...

—El príncipe de la Corona fue quien os trajo al reino. Seguro que os pareció un amo verdaderamente magnífico.

—No, en absoluto —respondió tajante—. Apenas me acuerdo de él. Lo cierto es que no me interesaba. ¿Qué sucedería si me rindiera a alguien que me interesara? —Sus ojos adquirieron un extraño brillo, como si por primera vez hubiera descubierto todo un nuevo universo de posibilidades.

—No sabría deciros —le contesté, sintiéndome de repente totalmente perdido. Hasta aquel momento estaba seguro de que había querido a mi ama, lady Elvira. Pero entonces no estaba del todo seguro. Quizá Bella hablaba de un amor más profundo, más perfecto que el que yo había conocido.

El hecho era que Bella me interesaba. Allí arriba, más allá de mi alcance, en su cama de seda, con sus extremidades desnudas tan perfectas como una escultura en la penumbra y los ojos llenos de secretos a medio revelar.

No obstante, todos nosotros, a pesar de nuestras diferencias y nuestras charlas de amor, éramos auténticos esclavos. Eso era innegable.

Nuestra servidumbre nos había hecho accesibles y nos había provocado cambios permanentes. A pesar de los temores y conflictos que nos embargaban, no éramos los mismos seres ruborizados y avergonzados de otros tiempos. Nadábamos, cada uno a su propio ritmo, en la corriente turbadora del tormento erótico.

Mientras permanecía tumbado pensando, me esforcé por comprender las principales diferencias entre la vida del castillo y la del pueblo y por adivinar qué nos depararía esta nueva cautividad en la sultanía.

RECUERDOS DEL CASTILLO Y DEL PUEBLO

Laurent:

Había servido en el castillo todo un año como esclavo de la estricta lady Elvira, quien cada mañana ordenaba que me fustigaran mientras ella tomaba el desayuno. Era una mujer orgullosa y reservada, con el pelo negro como el azabache y ojos de un gris pizarra, que pasaba las horas bordando delicadas labores. Después de los azotes, yo besaba sus pantuflas en señal de agradecimiento, con la esperanza de recibir una mínima migaja de elogio ya fuera por lo bien que había recibido los golpes o porque aún me encontraba de su agrado. Pero en muy contadas ocasiones me dedicaba alguna palabra; raras veces levantaba la vista de la aguja.

Por las tardes se llevaba la labor a los jardines y allí, para su divertimento, yo copulaba con princesas. Primero tenía que atrapar a mi linda presa, para lo cual tenía que emprender una ardua persecución a través de los parterres de flores. Luego había que llevar a la princesita sonrojada hasta donde se encontraba mi señora y dejarla a sus pies para que la inspeccionara. A partir de entonces comenzaba mi verdadero trabajo, que debía ejecutar a la perfección.

Por supuesto, me encantaba disfrutar de esos momentos, cuando vertía mi ardor en el cuerpo tímido y tembloroso que tenía debajo. Incluso la más frívola de las princesas quedaba sobrecogida tras la persecución y captura, y ambos ardíamos bajo la atenta mirada de mi señora que, con todo, continuaba con la costura.

Fue una lástima que durante este tiempo no coincidiera con Bella en ninguna ocasión. Ella había sido la favorita del príncipe de la Corona hasta que cayó en desgracia y la enviaron al pueblo. Sólo lady Juliana tenía permiso para compartirla con él. Yo la había visto fugazmente en el sendero para caballos y anhelaba tenerla jadeando bajo mis embates. Qué esclava tan bien dispuesta había sido incluso en los primeros días; la forma en que marchaba junto al caballo de lady Juliana era absolutamente impecable. Su cabello, dorado como el trigo, caía junto a aquel rostro en forma de corazón, y sus ojos azules centelleaban de encendido orgullo e indisimulada pasión. Hasta la gran reina sentía celos de ella.

Pero, al recordarlo todo otra vez, no dudé ni por un momento de la veracidad de las palabras de Bella cuando dijo que no había amado a quienes habían reclamado sus afectos. De haber podido mirar en el interior de su corazón, habría visto que estaba libre de ataduras.

¿Cuál había sido la característica particular de mi vida en los salones del castillo? Mi corazón sí llevaba cadenas. Pero me preguntaba cuál había sido la esencia de mi cautiverio.

Yo, pese a que estaba obligado a servir, era un príncipe, nacido de ilustre cuna, pero privado temporalmente de todo privilegio y obligado a pasar pruebas únicas en su género que planteaban grandes dificultades al cuerpo y al alma. Sí, ésa era la naturaleza de la humillación: que cuando finalizara y recuperara los privilegios sería como los que entonces se divertían con mi desnudez y me recriminaban severamente por la menor muestra de voluntad u orgullo.

Lo veía más claramente en las ocasiones en que la corte recibía la visita de príncipes de otras tierras que se maravillaban de esta costumbre de mantener esclavos reales del placer. ¡Cómo me había mortificado que me presentaran ante estas visitas!

—¿Cómo conseguís que sirvan? —preguntaban, medio asombrados, medio encantados. Nunca sabías si lo que anhelaban era servir o dar órdenes. ¿Acaso conviven enfrentadas en todo ser vivo ambas inclinaciones?

La respuesta inevitable a su tímida pregunta consistía en una mera demostración de nuestra esmerada formación: debíamos arrodillarnos ante ellos, mostrar nuestros órganos desnudos para que los examinaran y levantar nuestros traseros para recibir los azotes.

—Es un juego de placer —decía mi señora, sin darle más importancia—. Éste de aquí, Laurent, un príncipe de exquisitos modales, me entretiene especialmente. Un día será el soberano de un próspero reino. —Entonces me pellizcaba lentamente los pezones y luego levantaba su palma abierta bajo el pene y los testículos para mostrarlos a sus embelesados invitados.

—Pero, de todos modos, ¿por qué no lucha, por qué no se resiste? —acaso preguntaba el invitado, posiblemente para disimular sus verdaderos sentimientos.

—Pensad en ello —decía entonces lady Elvira—. Está completamente libre de los ropajes que en el mundo exterior harían de él un hombre, para que pueda exhibir mejor los atributos carnales que hacen de él mi esclavo del placer. Imaginaos a vos mismo tan desnudo, indefenso y completamente rendido. Quizá también decidierais servir, en vez de arriesgaros a recibir una tanda de ignominiosos correctivos.

¿Algún recién llegado había renunciado alguna vez a pedir su propio esclavo antes de que cayera la noche?

En muchas ocasiones me había visto obligado a gatear con el rostro enrojecido y tembloroso para obedecer órdenes expresadas por voces poco familiares e inexpertas. Se trataba de nobles a los que algún día yo recibiría en mi propia corte. ¿Recordaríamos entonces esos momentos? ¿Se atrevería alguien a mencionarlos?

Lo mismo sucedía con todos los príncipes y princesas desnudos del castillo. Se ofrecía la mayor calidad para esta absoluta degradación.

—Creo que Laurent servirá como mínimo otros tres años — explicaba lady Elvira con frivolidad. Qué distante y eternamente atolondrada era—. Pero la reina es quien toma estas decisiones. Cuando se vaya, lo sentiré mucho. Creo que quizá sea su corpulencia lo que más me fascina. Es más alto que los demás, sus huesos son de mayor tamaño pero aun así su rostro es noble, ¿no os parece?

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