La llave del abismo (39 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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Svenkov lo hizo y se apartó de la silla. Su expresión no se modificó, pero no dejaba de mirar fijamente a Maya. Anjali, por su parte, intervino para calmar a la muchacha, que bajó la pistola. Darby intentaba recobrar el resuello.

—¡Lo que está haciendo no solo es cruel, Svenkov, sino inútil! ¡Esta es la manera en que hablan, a imitación de esa charla «desmañada» y «torpe» que se menciona en el Undécimo! ¡Sus frases proceden de ese texto! ¡No obtendrá nada más!

Svenkov miraba a Rowen, que titubeaba entre uno y otro.

—¿Qué propones entonces, Héctor? —preguntó Rowen.

—Volver a registrar el poblado... Quizá encontremos alguna pista. ¡Cualquier cosa, antes que esto!

Svenkov vio que Rowen cedía y Anjali le apoyaba. A la muchacha ciega no la miró. Se encogió de hombros.

—Háganlo como quieran. No son mis amigos los que están en peligro.

Con rápidas zancadas se alejó del grupo y subió las escalinatas de piedra en dirección a la laguna.

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11.6
• •

Los ruidos provenían de lugares inconcretos de la oscuridad. Eran agudos, punzantes. El eco de las cavernas los mezclaba entre sí, impidiendo conocer su origen.

Daniel y Yilane los escuchaban como paralizados, y en el caso de Yilane, casi exánime. Pero su debilidad ya no parecía tan solo provocada por la brutal paliza. Se volvió hacia Daniel, y a la escasa luz que penetraba del exterior este contempló sus ojos desorbitados, los rojos labios trémulos. De la boca del creyente brotaron frases como «seres arcaicos», «semipólipos que dominaron la Tierra millones de años antes», «confinados en cavernas remotas por la Gran Raza»...

Daniel escuchaba con el corazón latiendo desbocado. Acarició las mejillas húmedas de Yilane y se abrazó a él para atenuar su pánico. Sin embargo, el miedo de Yilane, como una llama, lejos de mermar, inflamaba el de Daniel.

—La Gran Raza selló los abismos donde encerraron a estos seres —temblaba la voz de Yilane—, pero quedaron aberturas... ¡Esos... silbidos, Daniel...! ¡Los silbidos son sus voces! Dominan los vientos, pueden filtrarse por la roca...

—Yilane, escucha... —A Daniel le costaba esfuerzo hablar. El miedo le oprimía el pecho y, aunque respiraba hondo, no sentía que los pulmones recibieran ni un soplo de aire—. Es posible que sea cierto lo que dices, pero sea como sea tenemos que intentar salir de aquí...

—¡No podemos escapar de ellos! ¡No son seres corpóreos, Daniel! La Biblia...

—¡Olvida la Biblia por un momento! ¡Lo único que ahora importa es hallar una salida! —Cogió su cara entre las manos y besó sus labios para atenuar su miedo—. Debemos intentarlo, Yil... Estaremos juntos, pase lo que pase.

Las caricias, esas cálidas mantas que calman los escalofríos de los hombres, dieron resultado y Yilane dejó de temblar. Avanzaron entre la ciega tiniebla. Daniel hacía esfuerzos por no hacer caso de aquellos agudos sonidos (como silbidos de flautas enloquecidas) e intentar concentrarse. Los ojos le mostraban esbozos de sendas, túneles y ramales, pero sabía que tardarían más de un día en recorrerlos todos, y era muy posible que ninguno de ellos condujera al exterior.

Se detuvo en una encrucijada y escogió un túnel donde creyó advertir cierto resplandor. Conforme se adentraban por él, las sombras se retiraban del suelo como una bajamar. El último tramo casi les pareció increíble por lo iluminado que estaba. Yilane gritó de alegría, pero Daniel, de pronto, no compartió su entusiasmo: era demasiado fácil para tratarse de una salida. Al llegar al final comprobó que sus peores temores se habían hecho realidad.

La brecha, entre dos rocas, era larga pero demasiado angosta. Incluso los esbeltos brazos de Daniel y Yilane habrían tenido dificultades para pasar por ella. A Daniel le parecía horrible hallarse tan cerca de la salvación y no poder acceder a ella.

La única suerte era que los espantosos sonidos ya no se escuchaban. Pero cuando regresaron a la encrucijada volvieron a oírlos.
Tiene que haber alguna explicación.
Daniel se resistía a creer en la historia que Yilane le había contado.
Alguna criatura no diseñada, como las de la selva, u otra clase de cosa.
El problema era esa «otra clase».

Pese a estar abrazado a Daniel, la voz de Yilane sonó remota, estrangulada por un miedo invencible.

—¡Daniel, ayúdame!

Ante el pavor descomunal de su compañero, los terrores propios le parecieron más manejables. Escogió otra salida. Esa vez no quiso detenerse a elegir la que pudiera tener más luz. La oscuridad era casi palpable, como si se bucearan en las profundidades de alguna ciénaga.

En aquel nuevo túnel los sonidos se hicieron más intensos.

Daniel decidió cubrir con la mano el oído de su compañero, manteniendo el otro pegado a su hombro, para lograr que avanzara.

—Estamos saliendo —mintió. La frase se convirtió para él en una especie de plegaria. La repetía una y otra vez, a Yilane y a sí mismo, en voz alta o susurrada:
Estamos saliendo. Estamos cerca. Vamos a salir.

El túnel se abría a nuevos grados de tiniebla y cuevas anárquicas donde las formaciones de roca se convertían en trampas afiladas. Era imposible moverse con rapidez sin darse de bruces contra una pared o estalactita. Aun así, algo le decía que debía caminar deprisa. Aquellos ruidos se habían hecho no solo más intensos sino también compactos, como si la cosa o cosas que los producían hubiesen sufrido una mutación.
No son corpóreos.

Intentó acelerar el paso y de repente su pie no encontró nada debajo.

Empezó a caer.

• •
11.7
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Minutos después, envuelto en el velo rojo y húmedo, tras un relajante baño en la laguna, Svenkov regresó a las chozas y no halló ni rastro de los prisioneros. Darby y la hermosa creyente india (una buena pieza de carne morena, según evaluaba Svenkov) se sentaban en una choza. La ciega se hallaba en la entrada de otra, y solo verla avinagró la expresión del polinesio. Se acercó a Meldon Rowen, que se hallaba tendido de espaldas sobre una piedra plana. Parecía dormitar. Sobre su pecho se apoyaba una pequeña esfera verdosa.

—Frutas curativas —Rowen sonrió ligeramente—. Anjali Sen asegura que cierran definitivamente una herida. Y creo que da resultado.

—¿Han averiguado algo? —preguntó Svenkov echándose el velo al hombro.

—Absolutamente nada. Estamos tan perdidos como al principio.

—¿Y los prisioneros?

—No han dicho nada más. Uno de ellos ha muerto de las heridas, los otros dos agonizan en las chozas.

—Eso pasa por no usar con ellos frutas curativas —se burló Svenkov—. Tú pagas,
manuhiri.
¿Qué quieres que haga Svenkov ahora?

Rowen respiró hondo y el movimiento de su pecho hizo que la fruta rodara. La atrapó antes de caer y se sentó en la piedra.

—Escuche, Svenkov, no soy responsable de lo sucedido. De haber sido por mí, le hubiese dejado hacer lo que quisiera, pero no a costa de tener a mis amigos en contra... —Svenkov movía la cabeza asintiendo, como si lo que Rowen decía le pareciera muy razonable—. De todas formas, debemos encontrar a Daniel y Yilane. Sin ellos, nuestro viaje no puede proseguir...

—Están muertos,
manuhiri.
O morirán pronto.

—Pese a todo, es preciso intentarlo.

—Pero no sé dónde...

El grito los sobresaltó.

—¡Los percibo! —vociferaba Maya Müller echando a correr con la clava en las manos—. ¡Están bajo tierra!

• •
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• •

En ocasiones le había ocurrido que un simple pero imprevisto escalón le había hecho sentir que se precipitaba por un vacío inacabable. En ese momento volvió a sentirlo, con una diferencia: el vacío era inacabable.

Braceó frenéticamente. Había perdido a Yilane, o Yilane a él, y aunque conservó la mochila, esta solo le sirvió para caer más rápido. Agudísimas piedras se esforzaron por lacerar su cuerpo diseñado. Cuando al fin se detuvo, lo que le rodeaba siguió moviéndose: llovieron guijarros junto a una ración de polvo que le hizo toser. ¿Cuánto tiempo había estado cayendo? ¿Dónde se encontraba? Lo ignoraba todo.

Se incorporó jadeante. Algunos puntos de sus extremidades le ardían, pero no creía tener nada peor que arañazos. Agradeció que el diseño lo hubiese protegido de roturas de huesos o heridas graves.

—Yilane... —musitó—. ¿Yilane?

Lo oyó, más que verlo. Sus jadeos eran ostensibles.

—Aquí...

—¿Estás bien?

—Eso creo... ¡Escucha...!

Daniel sintió que se le helaba la sangre. Los ruidos sonaban ahora muy próximos y parecían provenir de la cima de la pendiente por la que habían caído, pero
también
de algún lugar delante de ellos, ¿o quizá eran ecos?

Miró a su alrededor. La caída les había hecho descubrir, por azar, otro nivel de cavernas, mucho más visible que el superior debido a la copiosa luz que llegaba desde el fondo rebotando contra un techo de estalactitas altísimas.

Tuvo la certeza de que aquella era la última oportunidad de la que dispondrían. Si no encontraban una salida en aquel punto, no habría otra.

Se arrastró a tientas hasta dar con Yilane y palpó su cuerpo preguntándose con repentina angustia si tendría alguna extremidad rota. Entonces encontró su rostro y en las yemas de los dedos tocó la cristalina tibieza de las lágrimas. Daniel intentó que su voz sonara esperanzadora.

—¡Vamos, Yilane! ¡La salida está cerca!

—Sigue tú, Daniel... A mí ya me tienen...

—¡Yilane!

Yilane no parecía oírlo. Daniel tomó su cara entre las manos. A la luz del distante resplandor la mirada del creyente se le antojaba distinta. Sus pupilas eran como rostros conocidos que ocultaran otras facciones debajo.

—Yilane, estás dejándote llevar por el miedo... ¡Yo
no
siento lo mismo que tú!

—Aún puedes salvarte...

—No me iré sin ti.

Pensó que Yilane se resistiría si lo obligaba a moverse a la fuerza, pero respiró aliviado al comprobar que el joven se levantaba por sí solo. Lo hizo con firmeza repentina, como si alguien más fuerte hubiese tomado el mando en su interior. Sin embargo, sus piernas temblaban. Daniel lo sostuvo y cargó con su mochila, arrastrándola por tierra y dejando que Yilane le pasara un brazo sobre los hombros. De esa guisa avanzaron en dirección al espectral decorado de luz y gritos.

—Mira a tu alrededor... —decía Yilane—. Surcos, túneles, pasillos... Estamos en
su
mundo, Daniel, un universo primordial anterior a lo creado... Escucha su llamada...

—Solo veo una caverna grande y una luz al fondo —rezongó Daniel Kean.

Quiso convencerse de que lo que decía era cierto. No solo eso: de que era lo único cierto. Pero resultaba difícil razonar cuando el terror adquiría voz y lanzaba alaridos que parecían ensordecer a sus propios pensamientos.

A mitad de trayecto se detuvo. Ya se había alejado lo suficiente del lugar donde habían caído y podía discernir mejor la dirección de los sonidos: le pareció que algunos provenían, en efecto, de la pendiente que habían dejado atrás, pero la mayoría se hallaban delante. Quizá a solo quince o veinte metros. En cuanto cruzaran la muralla de rocas frente a ellos, los verían.

Si es que había algo que ver.

No son corpóreos.

Notó que Yilane lo abrazaba con fuerza.

—No pienses —le dijo Daniel—. No pienses. Solo camina...

Siguió avanzando, desesperado, al encuentro de la luz y el horror.

Cuando le pareció que no iba a soportar dar un paso más, su terror cristalizó en una momentánea indiferencia. Le parecía que, más allá de lo que sospechaba o imaginaba que iba a encontrar, más allá de sus fantasías sobre lo que podía estar produciendo aquellos ruidos, no podía haber nada peor. Las posibilidades, como el vacío por el que había caído, se abrían al espacio, negras, insondables, peligrosas.

Rebasó la barrera de piedras con los ojos cerrados. Al abrirlos, advirtió un caos de sombras y estrépitos. Los gritos lo ensordecían. Entonces la luz se desprendió de la tierra y voló al techo, treinta metros o más por encima, plagado de rocas puntiagudas. El corazón de Daniel se paró.

Un instante después, cuando sus ojos habían comprendido de qué se trataba, los latidos dentro de su pecho prosiguieron.

La salida, enorme como un edificio, estaba tan inconcebiblemente a su alcance que no quiso cruzarla de inmediato por temor a que se disipase como un sueño. Se detuvo, dejó las mochilas, se desembarazó incluso de Yilane —que también contemplaba la salvación con la boca abierta— y se apoyó de pie en la pared de roca echando la cabeza hacia atrás y dejando que el cabello le cayera por la espalda.

Lloró, recobró la calma, volvió a llorar sin apremio y sin sonidos. Yilane jadeaba en la pared opuesta, como su reflejo. Daniel le sonrió.

—Gaviotas —dijo—. La caverna produce ecos, por eso sonaban así... Pero solo era un grupo de gaviotas...

—No. —Los ojos de Yilane habían recobrado el brillo de orgullo y sabiduría—. No es
eso,
Daniel... Eso es lo que tú has creído ver.

Se sintió tentado de discutir, pero cambió de opinión al recordar que discutir con un creyente era llevar las de perder desde el principio. Bijou decía que... Bueno, Bijou lo habría sabido expresar mejor, si hubiese estado allí.

De cualquier forma, comprendió que nada le aseguraba que se hallaran a salvo. Recordó el brillo despiadado de aquellas pupilas de ojos saltones, los falsos rostros de nácar, el fuego inclemente de los azotes. Sabía que si los enmascarados volvían a apresarlos, ya no habría escapatoria para ellos.

—Salgamos de aquí —dijo.

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11.9
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Fue como si el contacto con la tierra se apagara.

Lo inesperado de aquella interrupción la hizo titubear. Sintió miedo.

Desde abajo, varios ojos ansiosos la observaban. Se volvió hacia ellos, luego regresó por el camino de altas piedras planas por el que había subido y esperó hasta acercarse al grupo para hablar.

—Los he perdido. —Su voz era tensa—. Quizá recorrieron algún subterráneo y han vuelto a salir de repente... Pero ha sido tan rápido que parece extraño...

—¿Hay otra posibilidad? —preguntó Rowen.

Maya Müller hizo una pausa.

—Quizá les ha sucedido algo.

Todos estaban demasiado fatigados, incluso Darby, para descartar aquella segunda opción. Svenkov abrió los brazos en un gesto que parecía querer significar: «Ya lo dije». Al fin, Anjali Sen tomó la palabra.

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