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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (38 page)

BOOK: La llave del abismo
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La sensación de falsedad se le hacía muy intensa.
Pero lo que importa es lo que ellos creen.
Fueran o no verdaderos «híbridos», ¿qué importancia tendría eso para él cuando se ejecutara la sentencia?

Ocupando un simple sillón de bambú en el centro del falso salón se hallaba un individuo que no portaba máscara ni guantes. Sus facciones de diseño acentuaban los rasgos polinesios; tenía piel olivácea, montículos de pechos con pezones oscuros y una diadema de flores blancas como único aderezo. Pero no era mujer, o no del todo, y lo mostró al girar en el sillón y separar las piernas. A Daniel y Yilane los hicieron detenerse a gran distancia de él-ella.

Tras un prolongado silencio durante el cual la criatura intermedia examinó con ojos voraces y negros a sus prisioneros, uno de los enmascarados que lo rodeaban se adelantó y lanzó algo a sus pies que se hizo trizas.

—Ha partido un espejo —musitó Yilane junto a Daniel—. Así simboliza el miedo del protagonista del Undécimo a ver su «propia forma», porque se ha quitado la máscara por nosotros.

Daniel no entendía la importancia de quitarse o dejarse puesta una simple máscara. Fue entonces cuando oyeron su voz: suave, sin entonación, casi infantil.

—Solo un momento... trasladado... en vosotros... entender...

—Creo que dice que ha logrado trasladarse a nosotros —tradujo Yilane—, y por eso puede entendernos... Lo simboliza no llevando máscara.

—Hablar... ahora... escuchar... —El divergente movía las delicadas manos morenas mientras se esforzaba en pronunciar. Sin embargo, Daniel no podía dejar de pensar que estaba solo imitando a alguien que no hablaba el idioma.

—Quiere que hablemos —dijo Yilane—. Lo intentaré.

Yilane dio un paso y las varas se movieron ante él. El divergente hizo un gesto y Yilane siguió acercándose hasta situarse a pocos metros.

De nuevo, otro silencio opresivo. Palabras suaves, respuestas estridentes. Por mucho que Daniel intentaba descifrar aquel absurdo diálogo, lo único que percibía era que la voz de Yilane sonaba cada vez más tensa, hasta que de repente quedó ella sola, altiva, rabiosa, poseída de la furia y el orgullo que Daniel ya conocía.

—¡Soy Jeremy Yin Lane, creyente del Sagrado Capítulo del Mar! ¡No podéis hacernos esto...! ¡No...! ¡Dejadme...!

Las protestas de nada le sirvieron. Fue arrastrado hasta uno de los bosques de bambú y, tras atar su largo pelo en la nuca para que no le ocultara la espalda, dos enmascarados comenzaron a azotarlo con rapidez fulgurante, imprimiendo a sus cañas una velocidad que las convertía en sombras. Daniel jamás había presenciado un castigo tan brutal. Al principio el creyente no parecía dispuesto a quejarse, y tensó los músculos agarrado a los bambúes mientras miraba desafiante a sus verdugos. Pero la paliza prosiguió hasta que el joven gritó, lloró y pataleó rogando que se detuvieran.

—¡Dejadlo! —gritó Daniel, pero un par de azotes le hicieron tragarse las palabras.

Cuando el tormento finalizó, Yilane tenía el rostro surcado de lágrimas y la espalda de trazos rojos amoratados en el extremo, lo cual, tratándose de un cuerpo diseñado, daba idea a Daniel de la fuerza de los golpes. Pero este sospechaba que, infinitamente más doloroso para Yilane era su orgullo maltrecho.

Volvieron a conducirlos hacia la entrada de la cueva y los soltaron. Yilane se tambaleó hacia su mochila. Lloraba amargamente.

—¿Nos dejan marcharnos? —preguntó Daniel, esperanzado.

Sin contestar, el creyente abrió la mochila, la revisó y la cerró. Luego hizo lo propio con la de Daniel. Entonces lo miró.

—Nos han condenado al peor de los destinos, Daniel. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. La entrada de esta cueva da a un laberinto de cavernas subterráneas... Debemos penetrar en él, y si logramos alcanzar la salida, ello significará que el sacrificio no ha sido aceptado. Solo entonces podremos escapar... Pero yo sospecho qué son estas cavernas...

—¿A qué te refieres?

Yilane no contestó. Rechazando la ayuda de Daniel, cargó con su mochila y dio varios pasos hacia las tinieblas.

—Yil, ¿qué has querido decir? —preguntó Daniel siguiéndolo—. ¿Qué sacrificio? ¿Quién tiene que aceptarlo?

Se encontraban envueltos en la oscuridad cuando oyeron los ruidos.

• •
11.5
• •

Maldiciendo en voz alta, Svenkov salió de su escondite y corrió hacia el otro extremo del claro. Aunque la muchacha había actuado por su cuenta, todavía esperaba contar con ventaja desde aquel...

Lo que no esperaba era toparse de frente con uno de ellos.

A tan corta distancia, la potente arma de dos cañones de Svenkov no era muy práctica, pero su error consistió en querer usarla pese a todo. En vez de armas, su oponente movió las piernas, derribándolo. Luego extrajo algo de un cinto y lo hizo resplandecer a la luz de la tarde. Un instante después, para alivio de Svenkov, una bala perforaba el brazo del enmascarado haciendo que el cuchillo que sostenía diera varias vueltas en el aire. El gesto de Anjali, alzando la pistola hacia Svenkov, fue como si dijera: «Estamos en paz».

Rowen tampoco parecía especialmente afortunado, y forcejeaba con otro hombre, a quien Svenkov pudo ver de espaldas. La máscara de ojos azules y mejillas blancas se acercaba cada vez más al rostro de Rowen. Svenkov se situó de costado para afinar la puntería, y disparó un solo cañón. Acertó por poco. La cabeza del hombre se convirtió de pronto en una fruta pisoteada.

—¡Vivos! —gritó Darby, parapetado tras los helechos, hacia Svenkov—. ¡Debemos capturarlos vivos!

Déjalos vivos tú,
pensaba Svenkov.

Maya Müller parecía imparable. Su clava cortaba el aire con un sonido similar a una risa contenida y su cuerpo embarrado se movía al mismo ritmo. Se enfrentaba a tres guerreros que, de improviso, quedaron reducidos a uno. Pero este logró sorprenderla y descargó la maza contra su costado lanzándola hacia una pared de metal, quizá los restos de uno de los tejados derruidos. Hubo un estruendo de campana y la clava cayó debajo del trozo de pared. Maya quedó indefensa y aturdida.

Darby, que miraba la escena, vio con horror la tensión de los músculos de la espalda del guerrero, el brillo de su máscara al alzar el rostro y tomar impulso y la preparación de la maza para un golpe que parecía decisivo. Solo Svenkov se encontraba en aquel momento libre, armado y pendiente de lo que ocurría, y hacia él se volvió Darby.

—¡Svenkov, dispare! —gritó.

El polinesio se limitó a mirarlo.

En el cerebro de Maya Müller la caída de aquella maza se dividió en incontables posiciones, imaginadas, anticipadas. Su centelleante finta, ejecutada en el último instante, cogió por sorpresa al creyente. La maza golpeó la pared de metal con un estrépito de gong destrozado. Simultáneamente, Maya flexionó una pierna y derribó a su atacante de una patada, para saltar de inmediato y aterrizar de rodillas sobre él.

Todo terminó mucho antes que la ira de Svenkov.

—La próxima vez, obedece mis órdenes —le espetó a la muchacha cuando los únicos enemigos con vida que quedaban se retorcían en el suelo—. Eres ciega, pero no sorda.

—La próxima vez, da una orden que merezca la pena —respondió Maya Müller sin volverse.

Svenkov procedía de un sitio remoto en el cual parecía existir una norma: ninguna mujer desnuda y ciega podía decirle lo que tenía que hacer. Intentó demostrarlo, pero sucedió algo cuando amartilló los dos cañones. Algo que apenas pudo creer.

La punta de la clava se apoyaba en su garganta desde mucho antes. Svenkov no había logrado percibir cómo había llegado hasta allí. Pensó que la muchacha se había movido incluso antes de que aquel intercambio de frases tuviera lugar.

—No vuelvas a amenazarme, Svenkov —dijo Maya—. Soy ciega, ¿recuerdas? Cuando hago cosas como esta, a veces no calculo bien y puedo dañar a alguien...

Se entregaron con denuedo a recorrer el santuario, examinando las chozas, las escalinatas de piedra y la gran Talla en la cima, una representación gigantesca de la Máscara y las Manos. El rostro era redondo y la lengua brotaba hinchada de los labios; los dedos consistían en simples elipses. Detrás, rodeada por robustos árboles, se extendía una laguna cristalina que solo atrajo la mirada de Svenkov.

El desánimo invadió al grupo cuando hicieron una pausa.

—Ni siquiera hay rastros de Yilane y Daniel —murmuró Anjali sentándose en una piedra—. Por no mencionar lo que buscamos...

Darby lo resumió en breves frases:

—Quizá sea otro sitio, o quizá este. ¿Cómo podemos saber cuál es el lugar exacto si no sabemos qué debemos buscar?

—«Chillido de pájaros» —recitó Rowen—. «Trampilla»... «Escalera de metal»... «Techo en ángulo»... No hay nada parecido a eso por aquí.

—Puede que sean símbolos —adujo la creyente india—. Quizá Daniel hubiese soñado más cosas de haber venido a este lugar...

—Tendremos que encontrarlos —repuso Rowen. Su herida estaba sangrando otra vez—. Y para ello debemos interrogar a los prisioneros.

Por algún motivo, los tres se volvieron hacia Svenkov. El polinesio parecía absorto en algo (Darby pensó que estaba mirando fijamente a Maya), pero en ese instante giró la cabeza en un gesto típico, sonriendo. Sostenía el velo rojo a la altura de los muslos y solo entonces Darby se percató de que había estado curándose una herida. Su mirada y postura evidenciaban una indignación contenida.

—¿Por qué tendría que ayudaros ahora? —El polinesio, de pronto, convirtió su velo en una llamarada roja como sus mejillas y su pelo en un torbellino negro cuando giró violentamente hacia ellos—. ¿Por qué debería Svenkov hacer algo más por vosotros? ¿Qué importancia tengo? Ahora me buscáis, antes me despreciabais... —Darby tuvo que reprimir una sonrisa. Era como un niño lloriqueante—. ¿Por qué no le pedís ayuda a vuestra amiga la ciega...?

Rowen parecía tomárselo en serio. Hizo un ademán apaciguador.

—Escuche, Maya no hizo caso de sus órdenes, y le pedimos disculpas por ello, pero estamos desesperados por encontrar a nuestros amigos... Usted conoce mejor a estos creyentes, Svenkov... Solo deseamos que los interrogue...

—Puedo encargarme de eso —dijo Svenkov sin mirarlos—. Pero exijo todas las joyas de heridos y cadáveres.

Rowen consultó las miradas. Darby se encogió de hombros y Anjali asintió. Maya permanecía al margen, alejada de todos.

—No hay problema —dijo Rowen.

Reunieron a los heridos, tres en total, arrastrándolos sin contemplaciones al pie de las escalinatas. Svenkov registró las chozas hasta encontrar lo que buscaba: una silla de bambú con el respaldo formado por una sola barra horizontal y varias cuerdas. De paso aprovechó para saquear los habitáculos de los creyentes y a estos mismos, a quienes despojó de collares, ajorcas y brazaletes. Por último, les arrancó máscaras y guantes con un fuerte tirón que desprendió parte de la piel de manos y mejillas de algunos.

Sin máscaras, los creyentes mostraban facciones y cabellos de diseños similares, con acentuados rasgos y tez oscura, como si llevaran otra máscara debajo. Los tres eran hombres, respiraban con esfuerzo y miraban a los rostros que los rodeaban.

—Muchos no se han quitado estas cosas desde hace años y se les han pegado a la piel... —explicó Svenkov mostrando las máscaras—. Conozco este clan. Viven al pie de las montañas, en la zona de Catlins. Son creyentes del Undécimo. Nunca hablan.

—¿Ha probado a pedírselo? —sugirió Darby.

—Existe un lenguaje universal, hombre biológico.

Svenkov eligió a uno que se apretaba el brazo derecho, partido por un golpe de la clava de Maya. No tardó en atar sus delgados brazos a la parte inferior de las patas traseras de la silla, dejando que la espalda se apoyara directamente en el respaldo. El pecho del prisionero se hinchaba al respirar. Su rostro no reflejaba más temor que antes de ser elegido. Parecía estar esperando, tan solo, concentrado en lo que Svenkov iba a hacer.

Con el velo rojo anudado a la cintura, apoyado con un pie en el borde de la silla, el polinesio se inclinó hacia él.

—Nos habéis tendido una emboscada junto al río y habéis capturado a dos de nuestros amigos. Queremos saber dónde los habéis llevado.

El creyente siguió mirándolo y respirando con fuerza, sin hablar. Entonces Svenkov alzó el pie hasta casi rozar con la rodilla su propio rostro y lo descargó con fuerza descomunal contra el delgado pecho del nativo, a una altura ligeramente superior a la del respaldo, haciéndolo arquearse sobre este.

Se oyó un ruido como de cáscara que se parte. Luego un gemido ronco y un grito ensordecedor, mientras la boca del prisionero se abría como un pozo de paredes rojizas.

Héctor Darby cogió a Svenkov del brazo.

—¿Está loco? ¿Qué es lo que hace?

—Interrogarlo. Antes me acusasteis de colaborar con ellos y tenderos una trampa... Es justo que quiera aclarar las cosas, ¿no? Además, ahora mismo los compañeros de este creyente están torturando a tus amigos en otro sitio... ¿A quiénes prefieres oír gritar, hombre natural? Y quítame la mano de encima, si no te importa...

Svenkov había hablado con tranquilidad, sin elevar el tono, pese a que algunas de sus palabras se habían perdido entre los alaridos del creyente. Darby retiró la mano y Svenkov volvió a apoyar el pie en la silla. Esperó hasta que el prisionero dejó de gritar.

—Sé que me estás escuchando —dijo Svenkov—. Y sé que tus creencias te impiden hablar. Pero yo puedo golpearte para que tus vértebras se rompan cada vez más arriba, sin matarte, hasta que solo puedas mover los labios... Dime dónde los habéis llevado.

—Corriendo... —susurró el creyente. Todos se inclinaron hacia él—. En el desierto... Incontables épocas... El viento... hacia mi destino...

Cerraba los ojos, como concentrado en cada palabra.

Tras un rato de confusa expectación, volvió a hablar:

—Desciendo... Al vacío... En eras remotas... Negrura viscosa... Babel de ruidos... Huyo cuando se desploma... En mi mano albergo una caja...

Svenkov comenzó a levantar el pie de la silla, pero Darby intervino de nuevo, sujetándolo. Svenkov giró a la velocidad del rayo y agarró a Darby del cuello con una sola mano.

—No me toques —susurró—. Ya te lo advertí una vez.

—Yo también —dijo Maya. El cañón de una de las pistolas de repuesto del propio Svenkov se apoyaba en la cabeza del polinesio. Nadie la había visto acercarse. Nadie la había visto quitarle un arma—. Suéltalo.

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