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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (3 page)

BOOK: La mano del diablo
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Y ahora la guinda. Pillarían al culpable en una o dos semanas, y en noviembre, cuando llegara la fecha de las elecciones, las tendría ganadas de antemano. Bien pensado, quizá llamase a MacCready pasado mañana: «Oiga, jefe, que no me atrevía a interrumpir unas vacaciones tan merecidas...».

Gracias a su larga experiencia en la brigada de homicidios de South Fork, Braskie sabía que las primeras veinticuatro horas de una investigación criminal solían ser las más decisivas. De hecho, o se encontraba la pista y se seguía lo antes posible o más valía renunciar. Una vez detectadas las vías de entrada y de salida, todo lo demás (pruebas forenses, arma del crimen, testigos, móvil) formaba una cadena que conducía hasta el culpable. El trabajo de Braskie no consistía en ocuparse de ello personalmente, sino en garantizar que todos hicieran su trabajo, y no dudaba de que el eslabón débil de la cadena era el sargento Vincent D'Agosta, que no hacía lo que le pedían. D'Agosta lo sabía todo mejor que nadie. Decían que fue teniente en una brigada de homicidios de la policía de Nueva York, y que era bueno, pero que lo dejó para escribir novelas policíacas en Canadá, y que al quedarse sin un duro tuvo que volver con la cola metidita entre las nalgas. Estaba en Southampton porque no había encontrado nada en la ciudad. Con Braskie de jefe no le habrían aceptado, eso para empezar, porque por muy bueno que fuera en su trabajo era de los que siempre causaban problemas. No sabía trabajar en equipo, y su resentimiento tenía las dimensiones de Manhattan.

Braskie miró su reloj. Las once en punto. Hablando del rey de Roma... Vio que D'Agosta se acercaba al emparrado. ¡Qué personaje! Melenita hasta los hombros, una barriga más que respetable, rezumando chulería como quien suda... En Southampton cantaba más que una almeja. No tenía nada de raro que su mujer prefiriese quedarse en Canadá con su único hijo.

–Señor... –dijo D'Agosta, que tenía el don de revestir de impertinencia hasta la palabra más ínfima.

Braskie volvió a mirar a los del departamento de pruebas, que buscaban por el césped.

–Este caso es importante, sargento.

D'Agosta asintió.

Braskie entornó los ojos para mirar la mansión, y luego el mar.

–No podemos permitirnos el lujo de cagarla.

–No, señor.

–Me alegro de oírselo decir. Sepa usted, D'Agosta, que desde que entró en este cuerpo ha dejado muy claro que le gustaría estar en cualquier sitio menos en Southampton.

D'Agosta no dijo nada.

Braskie suspiró y le miró a los ojos, pero solo encontró una mirada de desafío. Era su cara de «alégrame el día».

–¿Tengo que decírselo aún más claro, sargento D'Agosta? Está aquí, en Southampton. Es un sargento de la policía de Southampton. Asúmalo.

–No entiendo por qué lo dice, señor.

Empezaba a ser irritante.

–Mire, D'Agosta, para mí usted es como un libro abierto, y me importa un pepino lo que hiciera antes. Lo que necesito es que cumpla con sus obligaciones.

D'Agosta no contestó.

–Esta mañana, sin ir más lejos, le he visto hablar con ese hombre unos cinco minutos y no he tenido más remedio que intervenir. No es que le agobie porque sí, pero no puedo permitir que uno de mis sargentos pierda el tiempo explicándole a un imbécil por qué tiene que irse. Tendría que haber expulsado enseguida a ese tipo, sin discutir. Usted se cree que puede hacer las cosas a su manera, pero yo no puedo consentirlo.

Se quedó callado, observando a D'Agosta. Creía haber detectado una sonrisita burlona. Decididamente, el sargento tenía un problema.

Braskie se percató de la presencia de alguien con ropa estridente a su derecha. Era el mismo subnormal de la camisa hawaiana, las bermudas y las gafas de sol caras y aerodinámicas, que se acercaba a la pérgola con toda la pachorra del mundo. Volvía a estar dentro del cordón policial.

Se volvió hacia D'Agosta y le dijo en un tono sereno:

–Sargento, arreste a este hombre y léale sus derechos.

–Un momento, teniente.

Increíble. D'Agosta estaba a punto de discutir con él. ¡Después de todo lo que acababa de decirle! La voz del teniente se serenó aún más.

–Sargento, creo haberle dado una orden. –Se volvió hacia el intruso–. Espero que esta vez haya traído la cartera.

–Pues sí, ahora que lo dice, sí.

El hombre metió la mano en el bolsillo.

–¡Que no, hombre, que no quiero verla! Resérvela para el sargento, que le tomará los datos en comisaría.

Pero el intruso, con un movimiento de gran elegancia, ya había sacado la cartera, que se abrió por su peso. Braskie captó un reflejo dorado y plateado.

–Pero ¿qué...?

Se quedó mirando la cartera.

–Agente especial Pendergast, del FBI.

Braskie tuvo la impresión de que se le subía toda la sangre a la cabeza. Le habían tendido una trampa. El FBI no podía justificar su participación con ningún argumento. ¿O sí? Tragó saliva. Convenía ir con pies de plomo.

–Ya veo, ya.

La cartera se cerró con un ruido seco y volvió a las bermudas de su dueño.

–¿Alguna razón especial que justifique este interés federal? –preguntó Braskie, haciendo un esfuerzo por controlar su voz–. Lo estábamos llevando como un simple asesinato.

–Existe la posibilidad de que el asesino, o los asesinos, vinieran y se fueran en barco por el estrecho. Tal vez de Connecticut.

–¿Y?

–Que habrían cruzado el límite entre estados.

–Un poco forzado, ¿no?

–Es una razón.

Ya. Claro. Seguro que Grove se había dedicado a blanquear dinero, o a traficar con droga. Eso si no estaba relacionado con el terrorismo. En un momento así, con tanta mierda por el mundo, uno no podía ni tirarse un pedo sin que se le echaran encima los federales, como una tonelada de estiércol. En todo caso, aquello daba un nuevo giro a las cosas, y más valía aprovecharlo. El teniente tragó saliva y tendió la mano.

–Bienvenido a Southampton, agente Pendergast. Si podemos ayudarle en algo, yo o el departamento de policía de Southampton, háganoslo saber. El jefe está de vacaciones, así que si quiere algo aquí me tiene. Estamos para servirle.

La mano del agente del FBI era tibia y seca. Como su dueño. Braskie nunca había visto a un federal con ese aspecto. Parecía incluso más blanco que aquel artista que había frecuentado el pueblo. ¿Cómo se llamaba? Sí, aquel rubio extraño que hacía de Marilyn Monroe. Por muy otoñales que fueran las fechas, cuando se hiciera de noche Pendergast necesitaría un litro de Aftersun y una jarra de martinis para poder sentarse.

–Bueno, pues ahora que está todo resuelto –dijo el agente con afabilidad– ¿sería tan amable de hacerme de guía? Confío en que ya se habrán cumplido los preliminares, y en que tendremos el camino despejado. –Miró a D'Agosta–. ¿Nos acompaña, sargento?

–Sí, señor.

Braskie suspiró. Con el FBI era como tener la gripe: lo único que podía hacerse era esperar a que pasaran el dolor de cabeza, la fiebre y la diarrea.

Cuatro

Vincent D'Agosta siguió a Pendergast y Braskie por el césped. No muy lejos de allí, en un gran patio umbrío, la brigada de homicidios de South Fork había instalado un improvisado centro de interrogatorio, con una cámara de vídeo. Salvo la criada que había encontrado el cadáver, no había mucha gente a quien interrogar, pero fue ese patio el objetivo que Pendergast eligió para sus pasos, tan veloces que D'Agosta y Braskie casi tuvieron que correr para no quedarse rezagados.

El inspector jefe de East Hampton se levantó. D'Agosta no le conocía. Era bajo y moreno, con ojos grandes y pestañas largas.

–El inspector Tony Innocente –dijo Braskie–. Y este es el agente especial Pendergast, del FBI.

Innocente se levantó con la mano tendida.

La criada estaba sentada al otro lado de la mesa. Era una mujer de baja estatura y aspecto imperturbable. Teniendo en cuenta que acababa de descubrir un cadáver, se la veía muy en su lugar, con la excepción de cierto brillo de desasosiego en los ojos.

Pendergast le hizo una reverencia y le ofreció la mano.

–Agente Pendergast.

–Agnes Torres –dijo ella.

–¿Me permite?

Pendergast dirigió una mirada inquisitiva a Innocente.

–Adelante, adelante. Le aviso que la cámara está en marcha.

–Señora Torres...

–Señorita.

–Gracias. Señorita Torres, ¿cree usted en Dios?

Innocente y los otros inspectores se miraron. El silencio resultaba incómodo.

–Sí–dijo ella.

–¿Es usted católica practicante?

–Sí.

–¿Cree en el demonio?

Otra larga pausa.

–Sí, también.

–Y supongo que ha sacado conclusiones de lo que ha visto en la casa; ¿me equivoco?

–Las he sacado, sí –dijo la mujer con tanta rotundidad que D'Agosta sintió un escalofrío.

–Pero ¿usted considera que las creencias de esta señora tienen alguna importancia? –intervino Braskie.

Pendergast le miró con unos ojos grises y desapasionados.

–Nuestras creencias condicionan lo que vemos, teniente. –Volvió a dirigirse a la criada–. Gracias, señorita Torres.

Se encaminaron hacia la puerta lateral de la casa. El policía que la abrió hizo una señal con la cabeza al teniente. Cuando estuvieron los tres en el vestíbulo, Braskie se detuvo.

–Aún no tenemos claro cómo entraron y salieron –dijo–. La verja estaba cerrada con llave, y hay alarmas por toda la finca. El jardín tiene sensores de movimiento activados por teclado. Estamos averiguando quién tenía los códigos. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban cerradas con llave y conectadas a alarmas. Dentro de la casa hay detectores de movimiento, sensores de infrarrojos y láseres. Hemos comprobado el sistema de alarma y funciona perfectamente. Observará que el señor Grove tenía una colección de arte bastante valiosa, pero no hemos constatado que falte nada.

Pendergast miró con admiración una de las pinturas que tenía cerca. A D'Agosta le pareció un cruce entre un cerdo, unos dados y una mujer desnuda.

–Anoche el señor Grove celebró una fiesta. Poca gente, cinco invitados en total.

–¿Tienen la lista?

Braskie miró a D'Agosta.

–Pídasela a Innocente.

Pendergast detuvo al sargento con una mano.

–Preferiría que el sargento se quedase, teniente, siempre que tenga a otro agente disponible...

Tras una mirada de recelo a D'Agosta, el teniente hizo señas a otro agente de la sala.

–Siga, por favor.

–Que sepamos, a las doce y media ya no quedaba ningún invitado. Se fueron casi todos al mismo tiempo. Desde ese momento hasta las siete y media de esta mañana, Grove estuvo solo.

–¿Saben la hora de su muerte?

–Todavía no. El forense aún no ha bajado. Sabemos que a las tres y diez de la madrugada estaba vivo, porque es cuando llamó a un tal padre Cappi.

–¿Grove llamó a un sacerdote?

Pendergast parecía sorprendido.

–Parece ser que eran amigos desde hacía mucho tiempo, pero no se habían visto en treinta o cuarenta años. Se distanciaron por alguna razón. De todos modos no tiene importancia, porque a Grove le saltó el contestador.

–Necesitaré una copia del mensaje.

–Cuente con ella. Grove estaba histérico. Quería que el padre Cappi fuera a verle enseguida.

–¿Con una Biblia, una cruz y agua bendita, por casualidad? –preguntó Pendergast.

–Veo que ya estaba al corriente de la llamada.

–No, ha sido una simple suposición.

–El padre Cappi llegó a las ocho de la mañana. Salió de su casa nada más oír el mensaje, pero, claro, ya era demasiado tarde, y solo ha podido administrar los últimos sacramentos al cadáver.

–¿Ya han interrogado a los invitados?

–Declaraciones preliminares. Por eso sabemos a qué hora terminó la fiesta. Se ve que ayer por la noche Grove no estaba muy en forma. Se encontraba nervioso, hablaba mucho, y a algunos de los invitados les pareció asustado.

–¿Es posible que alguien se quedara, o que volviera a la casa disimuladamente después de que se marcharan los demás?

–Estamos investigando en esa dirección. El señor Grove tenía gustos sexuales... digamos que... pervertidos.

Pendergast arqueó las cejas.

–¿En qué sentido?

–Le gustaban los hombres y las mujeres.

–¿Y los gustos sexuales pervertidos?

–Lo que acabo de decirle: hombres y mujeres.

–¿Quiere decir que era bisexual? Tengo entendido que esas tendencias las comparte el treinta por ciento de los hombres.

–Pues en Southampton no.

D'Agosta tosió para aguantarse la risa.

–Le felicito, teniente. ¿Qué le parece si pasamos al lugar del crimen?

Braskie se volvió y les condujo al interior de la casa, donde el olor peculiar que D'Agosta notó en el jardín era mucho más intenso. Cerillas, fuegos artificiales, pólvora... ¿Qué era exactamente? También había otros olores, de madera quemada y de algún asado fuerte que recordó a D'Agosta la carne de oso que le trajo un amigo, y que intentó asar en su casa de los alrededores de Invermere, en la Columbia Británica. A su mujer le dio tanto asco que se fue, y acabaron pidiendo una pizza.

Subieron al primer piso, cruzaron un pasillo con vanos ángulos y llegaron a otra escalera.

–Esta puerta estaba cerrada –dijo Braskie–. La abrió el ama de llaves.

La escalera, estrecha y ruidosa, les condujo al último piso, a un largo pasillo con varias puertas a ambos lados. Al fondo había otra puerta abierta, por la que salía mucha luz. D'Agosta respiró por la nariz.

–La puerta de la habitación del fondo también estaba cerrada, como la ventana –añadió Braskie–. Parece que el difunto la bloqueó desde dentro con toda clase de muebles.

Cruzó el umbral, seguido por Pendergast y D'Agosta. La peste era insoportable.

Se trataba de un pequeño dormitorio, que seguía la forma del tejado y se asomaba a Dune Road por una sola buhardilla. Jeremy Grove yacía en la cama del fondo, vestido de pies a cabeza, aunque la ropa tenía algunos cortes para que pudiese investigar el forense. Este último se hallaba al pie de la cama, de espaldas, tomando notas en una tablilla.

D'Agosta se secó la frente. Por alguna razón (el sol en el tejado o la intensidad de las luces) el ambiente era asfixiante. El olor a carne mal asada se le pegaba como un sudor aceitoso. Se quedó en la puerta, mientras Pendergast, con el cuerpo en tensión como el de un águila, circundaba el cadáver y lo examinaba desde todos los ángulos posibles. Su expresión de avidez resultaba inquietante.

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